En la Corte del Dragón

26 Mayo 1865 - 16 Diciembre 1933

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En la Corte del Dragón

Notapor sectario el Jue Oct 09, 2014 6:28 pm

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EN LA CORTE DEL DRAGON
    Oh, Tú que en tu corazón te quemas por los que se queman
    En el infierno, cuyos fuegos alientas a tu vez;
    ¿Cuánto cundirá el grito "Tened piedad de ellos, Dios"?
    ¡Vaya ¿Quién eres tú para enseñar y El para aprender?
En la iglesia de St. Barnabé las vísperas habían terminado; el clérigo abandonó el altar; los pequeños niños
del coro atravesaron el presbiterio y ocuparon su sitio en el banco. Un suizo de rico uniforme avanzó por el
pasillo del sur haciendo resonar su bastón cada cuatro pasos sobre el suelo de piedras; tras él venía ese
elocuente predicador y buen hombre que es Monseigneur C-.
Mi asiento se encontraba cerca de la baranda del presbiterio. Me volví hacia el extremo oeste de la iglesia.
Los demás entre el altar y el pálpito se volvieron también. Hubo algún arrastrar de pies y crujir de telas
mientras la congregación se acomodó nuevamente; el predicador subió al pálpito y el órgano se acalló.
Siempre me había parecido sumamente interesante la música del órgano en St. Barnabé. Erudita y
científica, era demasiado para mis escasos conocimientos, pero expresaba una vívida inteligencia, si bien fría.
Además, poseía la francesa cualidad del gusto. El gusto reinaba supremo, autocontrolado, digno y reticente.
Hoy sin embargo, desde el primer acorde, había sentido un cambio para peor, un cambio siniestro. Durante
las vísperas había sido principalmente el órgano del presbiterio el que había apoyado el hermoso coro, pero de
vez en cuando, de modo del todo caprichoso, segán parecía, desde la galería del Oeste donde se encontraba el
gran órgano, una mano pesada había irrumpido en la iglesia alterando la serena paz de esas diáfanas voces.
Era algo más que aspereza y disonancia y delataba no poca habilidad. Mientras irrumpía una y otra vez,
recordé lo que mis libros de arquitectura decían acerca de la antigua costumbre de consagrar el coro no bien
se edificaba, y la nave, que se terminaba a veces medio siglo más tarde, a menudo quedaba sin bendición
alguna: me pregunté fantasioso si no sería ese el caso de St. Barnabé y si algo que no debía ser advertido se
habría apoderado de la galería del Oeste. Había leído que tales cosas sucedían también, pero no en obras de
arquitectura.
Entonces recordé que St. Barnabé no tenía mucho más de cien años, y me sonreí ante la incongruente
asociación de las supersticiones medievales con esa animada obrita del rococó del siglo XVIII.
Pero ahora las vísperas habían terminado y deberían haber seguido unos pocos acordes tranquilos
adecuados para acompañar la meditación mientras esperábamos el sermón. En lugar de ello, la discordancia
en el extremo inferior de la iglesia irrumpió junto con la partida del clérigo como si nada pudiera controlarla.
Pertenezco a la especie de una generación más antigua y simple a la que no le gusta buscar en el arte
sutilezas psicoiógicas; y me he negado siempre a encontrar en la música algo más que melodía y armonía,
pero sentí que en el laberinto de sonidos que salían de ese instrumento se perseguía a alguien. Arriba y abajo
los pedales iban tras él, mientras el teclado bramaba su aprobación. ¡Pobre diablo! Quienquiera que fuese no
parecía tener esperanzas de escapatoria.
Mi fastidio nervioso transformóse en enfado. ¿Quién era el que estaba haciendo eso? ¿Cómo se atrevía a
tocar así en medio del servicio divino? Miré a la gente que me rodeaba: nadie parecía perturbado para nada.
Las plácidas frentes de las monjas arrodilladas, vueltas todavía hacia el altar, no habrían perdido nada de su
devota abstracción bajo la pálida sombra de sus blancos tocados. La elegante señora a mi lado miraba
expectante a Monseigneur C-. Por lo que su cara delataba, el órgano podría haber estado tocando un Ave
María.
Pero ahora, por fin, el predicador había hecho el signo de la cruz y ordenado silencio. Me volví hacia él de
buen grado. Hasta entonces no había hallado el descanso que había buscado al entrar a St. Barnabé esa tarde.
Estaba agotado por tres noches de sufrimiento físico y perturbación mental: la última había sido la peor, y
era un cuerpo exhausto y una mente obnubilada aunque agudamente sensitiva lo que había llevado a mi
iglesia favorita para su curación. Porque había estado leyendo El Rey de Amarillo.
"El sol se eleva; ellos se reúnen y yacen en sus cubiles." Monseigneur C- pronunciaba su texto con voz
serena, mirando con calma a la congregación. Dirigí la mirada, no sé por qué, al extremo inferior de la iglesia.
El organista salía detrás de los tubos y al pasar por la galería, lo vi desaparecer por una pequeña puerta que
conduce a unas escaleras que descienden directamente a la calle. Era un hombre delgado y tenía la cara tan
blanca como negro era su abrigo.
"¡De buena nos libramos! -pensé-. ¡Vaya música tan maligna! Espero que tu asistente improvise el final."
Con un sentimiento de alivio, con un profundo y calmo sentimiento de alivio, me volví hacia la humilde
cara en el pálpito, y me dispuse a escuchar. Aquí, por fin, estaba la paz mental que anhelaba.
-Hijos míos -decía el predicador- hay una verdad que el alma humana encuentra la más difícil: que nada
tiene que temer. Nunca aprende que nada puede dañarla realmente.
¡Curiosa doctrina -pensé para un sacerdote católico! Veamos cómo reconcilia eso con los Padres."
-Nada puede realmente dañar el alma -prosiguió con sus tonos más serenos y claros- porque...
Pero no oí el resto; mi mirada abandonó su cara, no sé por qué razón, y buscó el extremo inferior de la
iglesia. El mismo hombre salía de detrás del órgano y avanzaba por la galería siguiendo el mismo camino.
Pero no había tenido tiempo de volver y, si hubiera vuelto, lo habría visto. Sentí un ligero escalofrío y el
corazón me dio un vuelco; y, sin embargo, sus idas y venidas no eran nada que me concerniera. Lo miré: no
podía apartar la mirada de su figura negra y su cara pálida. Cuando estaba exactamente frente a mí, se volvió
y lanzó a través de la iglesia, directamente a mis ojos, una mirada de odio intenso y mortal: jamás he visto
otra igual. ¡Quiera Dios que jamás vuelva a verla! Luego desapareció por la misma puerta por la que lo había
visto partir hacía menos de sesenta segundos.
Traté de ordenar mis pensamientos. Mi primera sensación fue como la de un niño muy pequeño que se ha
lastimado y demora el aliento para echarse a llorar.
Descubrirme de pronto el objeto de un odio tal era exquisitamente doloroso: y ese hombre era un perfecto
desconocido. ¿Por qué me odiaba así? A mí, a quien jamás había visto antes. Por un momento todas mis otras
sensaciones se mezclaron con esta angustia: aun el miedo estaba subordinado a la pena y por ese momento no
abrigué la menor duda; pero empecé a razonar y una sensación de incoherencia vino en mi ayuda.
Como lo he dicho, St. Barnabé es una iglesia moderna. Es pequeña y bien iluminada; uno la abarca toda
casi de una mirada. La galería del órgano recibe una intensa luz blanca de una hilera de ventanas bajas en el
triforio que no tiene siquiera cristales coloreados.
Como el púlpito está en medio de la iglesia, cuando me volvía hacia él, todo lo que se moviera en el
extremo Oeste no escaparía a mi mirada. No era extraño que hubiera visto pasar al organista: sencillamente
había calculado mal el intervalo entre su primera y su segunda aparición. Había entrado en ese lapso por la
otra puerta lateral. En cuanto a la mirada que tanto me había alterado, no la había habido y yo no era más que
un tonto víctima de mis propios nervios.
Mire a mi alrededor. ¡Vaya lugar para dar albergue a horrores sobrenaturales! La cara regular y razonable
de Monseigneur C-, sus modales controlados, sus ademanes aplomados y graciosos ¿no desalentaban la idea
de un misterio espantable? Miré por sobre su cabeza y por poco no me echo a reír. Esa veleidosa señora que
sostenía una esquina del pabellón del púlpito, semejante a un mantel de damasco con flecos al viento, en el
primer intento de un basilisco de aposentarse en la galería del órgano lo apuntaría con su trompleta de oro y
apagaría sin más su existencia. Reí a solas de la ocurrencia que, en aquel momento, me pareció muy divertida,
y me quedé sentado mofándome de mí mismo y de todos los demás, de la vieja arpía fuera de la baranda, que
me había hecho pagar diez céntimos por mi asiento antes de permitirme pasar (me dije que se parecía mucho
más a un basilisco que el organista de tan anémica apariencia): desde la tétrica vieja señora hasta... ¡ay; sí!
hasta el mismo Monseigneur C-. Porque toda devoción había desaparecido. Nunca había hecho cosa
semejante en mi vida, pero ahora sentía deseos de mofarme.
En cuanto al sermón, no escuché de él ni una palabra, pues en mis oídos resonaba
De cuaresma nos ha endilgado
Catorce sermones el predicador
Untuosos y largos y muy aburridos
a compás de los pensamientos más fantásticos e irreverentes.
No tenía ya sentido seguir allí sentado: debía salir afuera y desembarazarme de este odioso estado de
ánimo. Sabía la grosería que estaba cometiendo, pero me puse de pie y abandoné la iglesia.
El sol primaveral brillaba en la rue St. Honoré mientras bajaba corriendo la escalinata de la iglesia. En una
esquina había una carretilla llena de junquillos amarillos, pálidas violetas de la Riviera, oscuras violetas rusas
y jacintos romanos blancos en medio de una nube dorada de mimosas. La calle estaba llena de gente
endomingada en busca de placer. Hice girar mi bastón y reí junto con ellos. Alguien me alcanzó y siguió de
largo. No se volvió, pero había en su pálido perfil la misma malignidad mo:rtal que la que había habido en sus
ojos. Lo observé mientras estuvo al alcance de mi vista. Su espalda estrecha expresaba la misma amenaza;
cada paso que lo separaba de mí parecía llevarlo a cierto cometido relacionado con mi destrucción.
Avancé arrastrándome; mis pies casi se rehusaban a transportarme. Empezó a despertar en mí cierto
sentimiento de responsabilidad por algo desde mucho tiempo atrás olvidado. Empezó a parecerme que
merecía aquello con lo que me amenazaba: era algo que remontaba hasta muy atrás... muy, muy atrás. Había
permanecido dormido todos estos años: estaba allí sin embargo, y no tardaría en surgir y enfrentarme. Pero
intentaría escapar; y avancé con dificultad lo mejor que pude por la rue de Rivoli, a través de la Place de la
Concorde, hasta el Quai. Miré con ojos enfermos el sol, que brillaba a través del rocío blanco de la fuente,
derramado sobre las espaldas de oscuro bronce de los dioses fluviales, en el extremo lejano del Arc, una
estructura de niebla amatista, en los incontables panoramas de tallos grises y ramas desnudas ligeramente
verdes. Entonces lo vi venir nuevamente por la alameda de nogales del Cours la Reine.
Abandoné la vera del río, me interné ciegamente en los Champs Elysées y me dirigí hacia el Arc. El sol
poniente iluminaba el césped verde del Rond-point: en pleno resplandor él estaba sentado en un banco
rodeado de niños y de madres. No era más que un ocioso en domingo, como los demás, como yo mismo.
Pronuncié las palabras casi en voz alta, sin cesar de contemplar el odio maligno que había en su rostro. Pero él
no me miraba. Pasé arrastrándome a su lado y avancé con pies de plomo por la Avenue. Sabía que cada vez
que lo encontrara, el cumplimiento de su cometido y mi destino estarían más cerca. Y aun trataba de
salvarme.
Los últimos rayos del sol poniente se vertían a través del gran Arc. Pasé bajo él, y me lo encontré cara a
cara. Lo había dejado muy atrás en los Champs Elysées y, sin embargo, venía con un montón de gente que
volvía del Bois de Boulogne. Se me acercó tanto que me rozó. Sentí su frágil estructura como de hierro dentro
de su floja cubertura negra. No daba muestras de prisa, ni de fatiga, ni de sentimiento humano alguno. Todo
su ser no expresaba más que una cosa: la voluntad y el poder de hacerme daño.
Lo miré angustiado avanzar por la ancha avenida llena de gente, en la que resplandecían ruedas y los
jaeces de los caballos y los cascos de la Garde Republicaine.
Pronto lo perdí de vista; entonces me volví y huí. Al Bois y mucho más lejos todavía... no sé dónde fui,
pero al cabo de un largo rato, según me pareció, la noche había caído y me encontré sentado a la mesa ante un
pequeño café. Había vuelto errante al Bois. Habían transcurrido horas desde la última vez que lo había visto.
La fatiga física y el sufrimiento mental no me dejaban ya capacidad para pensar o sentir. Estaba cansado ¡tan
cansado! Anhelaba ocultarme en mi propia guarida. Me decidí a ir a casa. Pero había que recorrer un largo
camino.
Vivo en la Corte del Dragón, un pasaje estrecho que va de la rue de Rennes a la rue du Dragon.
Era un Impasse, transitable sólo por peatones. Sobre la entrada de la rue de Rennes hay un balcón
sostenido por un dragón de hierro. Dentro del patio se levantan a ambos lados viejas casas altas y cierran los
extremos que dan a ambas calles. Enormes portones giran en los goznes de profundas arcadas durante el día y
cierran el patio después de anochecer, teniendo uno entonces que entrar llamando a ciertas puertecitas a los
lados. El pavimento hundido acumula insalubres charcos. Empinadas escaleras bajan a las puertas que se
abren al patio. Las plantas bajas están ocupadas por tiendas de artículos de segunda mano y herreros. Durante
todo el día resuenan en el lugar martillos y barras de metal.
Aunque es insalubre abajo, hay vivacidad, comodidad y trabajo duro y honesto arriba.
En la quinta planta están los talleres de arquitectos y pintores y los refugios de estudiantes de edad
mediana como yo, que quieren vivir solos. Cuando vine a vivir aquí era joven y no estaba solo.
Tuve que andar largo rato antes que un vehículo conveniente apareciera, pero por fin, cuando casi había
llegado al Arc de Triomphe nuevamente, vino un coche vacío y lo cogí.
Desde el Arc hasta la rue de Rennes hay un camino de más de media hora, especialmente cuando uno es
transportado por un caballo cansado que ha estado a merced de la gente que pasea en domingo.
Hubo tiempo antes de pasar bajo las alas del Dragón de encontrar a mi enemigo una y otra vez, pero no lo
vi y mi escondite ahora no estaba lejos.
Ante el portón estaba jugando un grupo de niños. Nuestro conserje y su mujer estaban entre ellos con su
perro de lanas negro manteniendo el orden; en la acera algunas parejas valsaban. Devolví su saludo y entré
apresuradamente.
Todos los habitantes del patio habían salido a la calle. El lugar estaba completamente desierto, iluminado
por unas pocas linternas que colgaban desde lo alto y en las que el gas ardía opacado.
Mi apartamento estaba en la última planta de la casa sobre el medio del patio, y se llegaba a él por una
escalera que descendía casi hasta la misma calle dejando libre sólo un estrecho pasaje. Puse el pie en el
umbral de la puerta abierta; la amistosa y ruinosa escalera se alzaba ante mí para conducirme al descanso y el
abrigo. Al mirar por sobre el hombro derecho, lo vi a diez pasos de distancia. Había entrado en el patio
conmigo.
Avanzaba derecho, ni lenta ni velozmente, sino derecho hacia mí. Y ahora me estaba mirando. Por primera
vez desde que nuestras miradas se cruzaron en la iglesia, volvían ahora a encontrarse nuevamente, y supe que
la hora había llegado.
Retrocediendo por el patio, lo enfrenté. Tenía intención de escapar por la entrada de la rue du Dragon. Sus
ojos me dijeron que jamás podría hacerlo.
Parecieron transcurrir siglos mientras yo retrocedía y él avanzaba por el patio en perfecto silencio; pero
por fin sentí la sombra de la arcada, y el paso siguiente me llevó a su interior. Había tenido intención de
volverme aquí y de un salto huir a la calle. Pero la sombra no era la de una arcada; era la de una bóveda. Las
grandes puertas de la rue du Dragón estaban cerradas. Lo sentí por la negrura que me rodeaba, y en el mismo
instante pude leer en su rostro. ¡Cómo brillaba su rostro en la oscuridad mientras se me acercaba! La profunda
bóveda, las enormes puertas cerradas, los fríos cerrojos de hierro estaban todos de su lado. Aquello con que
me había amenazado había llegado: se recogía y pesaba sobre mí en las insondables sombras; el punto desde
el cual atacaría eran sus ojos infernales. Sin esperanzas, apoyé la espalda contra las puertas atrancadas y lo
desafié.
Hubo arrastrarse de sillas en el suelo de piedra y crujir de vestidos al ponerse la congregación de pie.
Podía oír a la guardia suiza en el pasillo sur que precedía a Monseigneur C- al dirigirse a la sacristía.
Las monjas arrodilladas abandonaron su devota abastracción y, haciendo una reverencia, partieron. La
dama elegante, mi vecina, también se levantó con graciosa reserva. Al partir su mirada recorrió ligeramente
mi rostro con desaprobación.
Medio sordo, o así me lo pareció a mí, aunque con suma intensidad atento a la menor trivialidad, me
quedé séntado entre la multitud ociosa que avanzaba; luego me levanté yo también y me dirigí hacia la puerta.
Había estado dormido durante todo el sermón. ¿Lo había estado en realidad? Levanté la cabeza y lo vi
dirigirse por la galería a su sitio. Sólo lo vi de lado; su delgado brazo en su negra cobertura parecía uno de
esos diabólicos instrumentos sin nombre esparcidos por las cámaras de tortura inutilizadas en los castillos
medievales.
Pero me había escapado de él a pesar que sus ojos me habían dicho que no podría hacerlo. ¿Me había
escapado de él? Del olvido, donde había tenido esperanzas de dejarlo, volvió lo que le daba poder sobre mí.
Porque ahora lo conocí. La muerte y la espantosa morada de las almas perdidas a donde mi debilidad hacía ya
mucho que lo había enviado, lo habían cambiado para cualesquiera ojos que no los míos. Lo había reconocido
casi desde el principio; ni un momento dudé de lo que se proponía hacer; y ahora sabía que mientras mi
cuerpo estaba sentado a salvo y animado en la pequeña iglesia, él había estado persiguiendo mi alma en el
Patio del Dragón.
Me arrastré hacia la puerta; el órgano irrumpió en lo alto con estruendo. Una luz deslumbrante llenó la
iglesia que borró el altar de mis ojos. La gente se desvaneció, los arcos, el techo abovedado desaparecieron.
Dirigí mis ojos agostados al insondable resplandor y vi las estrellas negras en el cielo y los vientos húmedos
del lago de Hali me helaron el rostro.
Y ahora, a lo lejos, sobre leguas de nubosas olas agitadas, vi la luna con perlas de rocío; y más allá las
torres de Carcosa se alzaban tras la luna.
La muerte y la espantosa morada de las almas perdidas donde mi debilidad hacía ya mucho que lo había
enviado, lo habían cambiado para cualesquiera ojos que no los míos. Y ahora oí su voz que se alzaba, crecía,
tronaba en la luz relumbrante, y al yo caer, la irradiación que aumentaba más y más vertía sobre mí olas de
fuego. Entonces me hundí en las profundidades y oí al Rey de Amarillo que me susurraba al oído:
-¡Es terrible caer en las garras del Dios vivo!
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