El caos reptante

20 Agosto 1890 – 15 Marzo 1937

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El caos reptante

Notapor sectario el Sab Oct 25, 2014 5:23 pm

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    El caos reptante
Mucho es lo que se ha escrito acerca de los placeres y los sufrimientos del opio. Los
éxtasis y horrores de De Quincey y los paradis artificiels de Baudelaire son conservados
e interpretados con tal arte que los hace inmortales, y el mundo conoce a fondo la
belleza, el terror y el misterio de esos oscuros reinos donde el soñador es transportado.
Pero aunque mucho es lo que se ha hablado, ningún hombre ha osado todavía detallar la
naturaleza de los fantasmas que entonces se revelan en la mente, o sugerir la dirección
de los inauditos caminos por cuyo adornado y exótico curso se ve irresistiblemente
lanzado el adicto. De Quincey fue arrastrado a Asia, esa fecunda tierra de sombras
nebulosas cuya temible antigüedad es tan impresionante que "la inmensa edad de la raza
y el nombre se impone sobre el sentido de juventud en el individuo", pero él mismo no
osó ir más lejos. Aquellos que han ido más allá rara vez volvieron y, cuando lo hicieron,
fue siempre guardando silencio o sumidos en la locura. Yo consumí opio en una
ocasión... en el año de la plaga, cuando los doctores trataban de aliviar los sufrimientos
que no podían curar. Fue una sobredosis -mi médico estaba agotado por el horror y los
esfuerzos- y, verdaderamente, viajé muy lejos. Finalmente regresé y viví, pero mis
noches se colmaron de extraños recuerdos y nunca más he permitido a un doctor volver
a darme opio. Cuando me administraron la droga, el sufrimiento y el martilleo en mi
cabeza habían sido insufribles. No me importaba el fututo; huir, bien mediante curación,
inconsciencia o muerte, era cuanto me importaba. Estaba medio delirando, por eso es
difícil ubicar el momento exacto de la transición, pero pienso que el efecto debió
comenzar poco antes de que las palpitaciones dejaran de ser dolorosas. Como he dicho,
fue una sobredosis; por lo cual, mis reacciones probablemente distaron mucho de ser
normales. La sensación de caída, curiosamente disociada de la idea de gravedad o
dirección, fue suprema, aunque había una impresión secundaria de muchedumbres
invisibles de número incalculable, multitudes de naturaleza infinitamente diversa,
aunque todas más o menos relacionadas conmigo. A veces, menguaba la sensación de
caída mientras sentía que el universo o las eras se desplomaban ante mí. Mis
sufrimientos cesaron repentinamente y comencé a asociar el latido con una fuerza
externa más que con una interna. También se había detenido la caída, dando paso a una
sensación de descanso efímero e inquieto, y, cuando escuché con mayor atención,
fantaseé con que los latidos procedieran de un mar inmenso e inescrutable, como si sus
siniestras y colosales rompientes laceraran alguna playa desolada tras una tempestad de
titánica magnitud. Entonces abrí los ojos. Por un instante, los contornos parecieron
confusos, como una imagen totalmente desenfocada, pero gradualmente asimilé mi
solitaria presencia en una habitación extraña y hermosa iluminada por multitud de
ventanas. No pude hacerme la idea de la exacta naturaleza de la estancia, porque mis
sentidos distaban aún de estar ajustados, pero advertí alfombras y colgaduras
multicolores, mesas, sillas, tumbonas y divanes de elaborada factura, y delicados
jarrones y ornatos que sugerían lo exótico sin llegar a ser totalmente ajenos. Todo eso
percibí, aunque no ocupó mucho tiempo en mi mente. Lenta, pero inexorablemente,
arrastrándose sobre mi conciencia e imponiéndose a cualquier otra impresión, llegó un
temor vertiginoso a lo desconocido, un miedo tanto mayor cuanto que no podía
analizarlo y que parecía concernir a una furtiva amenaza que se aproximaba... no la
muerte, sino algo sin nombre, un ente inusitado indeciblemente más espantoso y
aborrecible. Inmediatamente me percaté de que el símbolo directo y excitante de mi
temor era el odioso martilleo cuyas incesantes reverberaciones batían
enloquecedoramente contra mi exhausto cerebro. Parecía proceder de un punto fuera y
abajo del edificio en el que me hallaba, y estar asociado con las más terroríficas
imágenes mentales. Sentí que algún horrible paisaje u objeto acechaban más allá de los
muros tapizados de seda, y me sobrecogí ante la idea de mirar por las arqueadas
ventanas enrejadas que se abrían tan insólitamente por todas partes. Descubriendo
postigos adosados a esas ventanas, los cerré todos, evitando dirigir mis ojos al exterior
mientras lo hacía. Entonces, empleando pedernal y acero que encontré en una de las
mesillas, encendí algunas velas dispuestas a lo largo de los muros en barrocos
candelabros. La añadida sensación de seguridad que prestaban los postigos cerrados y la
luz artificial calmaron algo mis nervios, pero no fue posible acallar el monótono
retumbar. Ahora que estaba más calmado, el sonido se convirtió en algo tan fascinante
como espantoso. Abriendo una portezuela en el lado de la habitación cercano al
martilleo, descubrí un pequeño y ricamente engalanado corredor que finalizaba en una
tallada puerta y un amplio mirador. Me vi irresistiblemente atraído hacia éste, aunque
mis confusas aprehensiones me forzaban igualmente hacia atrás. Mientras me
aproximaba, pude ver un caótico torbellino de aguas en la distancia. Enseguida, al
alcanzarlo y observar el exterior en todas sus direcciones, la portentosa escena de los
alrededores me golpeó con plena y devastadora fuerza. Contemplé una visión como
nunca antes había observado, y que ninguna persona viviente puede haber visto salvo en
los delirios de la fiebre o en los infiernos del opio. La construcción se alzaba sobre un
angosto punto de tierra -o lo que ahora era un angosto punto de tierra- remontando unos
90 metros sobre lo que últimamente debió ser un hirviente torbellino de aguas
enloquecidas. A cada lado de la casa se abrían precipicios de tierra roja recién
excavados por las aguas, mientras que enfrente las temibles olas continuaban batiendo
de forma espantosa, devorando la tierra con terrible monotonía y deliberación. Como a
un kilómetro se alzaban y caían amenazadoras rompientes de no menos de cinco metros
de altura y, en el lejano horizonte, crueles nubes negras de grotescos contornos colgaban
y acechaban como buitres malignos. Las olas eran oscuras y purpúreas, casi negras, y
arañaban el flexible fango rojo de la orilla como toscas manos voraces. No pude por
menos que sentir que alguna nociva entidad marina había declarado una guerra a muerte
contra toda la tierra firme, quizá instigada por el cielo enfurecido. Recobrándome al fin
del estupor en que ese espectáculo antinatural me había sumido, descubrí que mi actual
peligro físico era agudo. Aun durante el tiempo en que observaba, la orilla había perdido
muchos metros y no estaba lejos el momento en que la casa se derrumbaría socavada en
el atroz pozo de las olas embravecidas. Por tanto, me apresuré hacia el lado opuesto del
edificio y, encontrando una puerta, la cerré tras de mí con una curiosa llave que colgaba
en el interior. Entonces contemplé más de la extraña región a mi alrededor y percibí una
singular división que parecía existir entre el océano hostil y el firmamento. A cada lado
del descollante promontorio imperaban distintas condiciones. A mi izquierda, mirando
tierra adentro, había un mar calmo con grandes olas verdes corriendo apaciblemente
bajo un sol resplandeciente. Algo en la naturaleza y posición del sol me hicieron
estremecer, aunque no pude entonces, como no puedo ahora, decir qué era. A mi
derecha también estaba el mar, pero era azul, calmoso, y sólo ligeramente ondulado,
mientras que el cielo sobre él estaba oscurecido y la ribera era más blanca que
enrojecida. Ahora volví mi atención a tierra, y tuve ocasión de sorprenderme
nuevamente, puesto que la vegetación no se parecía en nada a cuanto hubiera visto o
leído. Aparentemente, era tropical o al menos subtropical... una conclusión extraída del
intenso calor del aire. Algunas veces pude encontrar una extraña analogía con la flora de
mi tierra natal, fantaseando sobre el supuesto de que las plantas y matorrales familiares
pudieran asumir dichas formas bajo un radical cambio de clima; pero las gigantescas y
omnipresentes palmeras eran totalmente extranjeras. La casa que acababa de abandonar
era muy pequeña -apenas mayor que una cabaña- pero su material era evidentemente
mármol, y su arquitectura extraña y sincrética, en una exótica amalgama de formas
orientales y occidentales. En las esquinas había columnas corintias, pero los tejados
rojos eran como los de una pagoda china. De la puerta que daba a tierra nacía un camino
de singular arena blanca, de metro y medio de anchura y bordeado por imponentes
palmeras, así como por plantas y arbustos en flor desconocidos. Corría hacia el lado del
promontorio donde el mar era azul y la ribera casi blanca. Me sentí impelido a huir por
este camino, como perseguido por algún espíritu maligno del océano retumbante. Al
principio remontaba ligeramente la ribera, luego alcancé una suave cresta. Tras de mí, vi
el paisaje que había abandonado: toda la punta con la cabaña y el agua negra, con el mar
verde a un lado y el mar azul al otro, y una maldición sin nombre e indescriptible
cerniéndose sobre todo. No volví a verlo más y a menudo me pregunto... Tras esta
última mirada, me encaminé hacia delante y escruté el panorama de tierra adentro que
se extendía ante mí. El camino, como he dicho, corría por la ribera derecha si uno iba
hacia el interior. Delante y a la izquierda vislumbré entonces un magnífico valle, que
abarcaba miles de acres, sepultado bajo un oscilante manto de hierba tropical más alta
que mi cabeza.
Casi al límite de la visión había una colosal palmera que parecía fascinarme y
reclamarme. En este momento, el asombro y la huida de la península condenada habían,
con mucho, disipado mi temor, pero cuando me detuve y me desplomé fatigado sobre el
sendero, hundiendo ociosamente mis manos en la cálida arena blancuzco-dorada, un
nuevo y agudo sonido de peligro me embargó. Algún terror en la alta hierba sibilante
pareció sumarse a la del diabólico mar retumbante y me alcé gritando fuerte y
desabridamente.
-¿Tigre? ¿Tigre? ¿Es un tigre? ¿Bestias? ¿Bestias? ¿Es una bestia lo que me atemoriza?
Mi mente retrocedía hasta una antigua y clásica historia de tigres que había leído; traté
de recordar al autor, pero tuve alguna dificultad. Entonces, en mitad de mi espanto,
recordé que el relato pertenecía a Ruyard Kipling; no se me ocurrió lo ridículo que
resultaba considerarle como un antiguo autor. Anhelé el volumen que contenía esta
historia, y casi había comenzado a desandar el camino hacia la cabaña condenada
cuando el sentido común y el señuelo de la palmera me contuvieron. Si hubiera o no
podido resistir el deseo de retroceder sin el concurso de la fascinación por la inmensa
palmera, es algo que no sé. Su atracción era ahora predominante, y dejé el camino para
arrastrarme sobre manos y rodillas por la pendiente del valle, a pesar de mi miedo hacia
la hierba y las serpientes que pudiera albergar. Decidí luchar por mi vida y cordura tanto
como fuera posible y contra todas las amenazas del mar o tierra, aunque a veces temía la
derrota mientras el enloquecido silbido de la misteriosa hierba se unía al todavía audible
e irritante batir de las distantes rompientes. Con frecuencia, debía detenerme y tapar mis
oídos con las manos para aliviarme, pero nunca pude acallar del todo el detestable
sonido. Fue tan sólo tras eras, o así me lo pareció, cuando finalmente pude arrastrarme
hasta la increíble palmera y reposar bajo su sombra protectora.
Entonces ocurrieron una serie de incidentes que me transportaron a los opuestos
extremos del éxtasis y el horror; sucesos que temo recordar y sobre los que no me
atrevo a buscar interpretación. Apenas me había arrastrado bajo el colgante follaje de la
palmera, cuando brotó de entre sus ramas un muchacho de una belleza como nunca
antes viera. Aunque sucio y harapiento, poseía las facciones de un fauno o semidiós, e
incluso parecía irradiar en la espesa sombra del árbol. Sonrió tendiendo sus manos, pero
antes de que yo pudiera alzarme y hablar, escuché en el aire superior la exquisita
melodía de un canto; notas altas y bajas tramadas con etérea y sublime armonía. El sol
se había hundido ya bajo el horizonte, y en el crepúsculo vi una aureola de mansa luz
rodeando la cabeza del niño. Entonces se dirigió a mí.
-Es el fin. Han bajado de las estrellas a través del ocaso. Todo está colmado y más allá
de las corrientes arinurianas moraremos felices en Teloe.
Mientras el niño hablaba, descubrí una suave luminosidad a través de las frondas de las
palmeras y vi alzarse saludando a dos seres que supe debían ser parte de los maestros
cantores que había escuchado. Debían ser un dios y una diosa, porque su belleza no era
la de los mortales, y ellos tomaron mis manos diciendo:
-Ven, niño, has escuchado las voces y todo está bien. En Teloe, más allá de las Vía
Láctea y las corrientes arinurianas, existen ciudades de ámbar y calcedonia. Y sobre sus
cúpulas de múltiples facetas relumbran los reflejos de extrañas y hermosas estrellas.
Bajo los puentes de marfil de Teloe fluyen los ríos de oro líquido llevando
embarcaciones de placer rumbo a la floreciente Cytarion de los Siete Soles. Y en Teloe
y Cytarion no existe sino juventud, belleza y placer, ni se escuchan más sonidos que los
de las risas, las canciones y el laúd. Sólo los dioses moran en Teloe la de los ríos
dorados, pero entre ellos tú habitarás.
Mientras escuchaba embelesado, me percaté súbitamente de un cambio en los
alrededores. La palmera, que últimamente había resguardado a mi cuerpo exhausto,
estaba ahora a mi izquierda y considerablemente debajo. Obviamente flotaba en la
atmósfera; acompañado no sólo por el extraño chico y la radiante pareja, sino por una
creciente muchedumbre de jóvenes y doncellas semiluminosos y coronados de vides,
con cabelleras sueltas y semblante feliz. Juntos ascendimos lentamente, como en alas de
una fragante brisa que soplara no desde la tierra sino en dirección a la nebulosa dorada,
y el chico me susurró en el oído que debía mirar siempre a los senderos de luz y nunca
abajo, a la esfera que acababa de abandonar. Los mozos y muchachas entonaban ahora
dulces acompañamientos con los laúdes y me sentía envuelto en una paz y felicidad más
profunda de lo que hubiera imaginado en toda mi vida, cuando la intrusión de un simple
sonido alteró mi destino destrozando mi alma. A
través de los arrebatados esfuerzos de cantores y tañedores de laúd, como una armonía
burlesca y demoníaca, atronó desde los golfos inferiores el maldito, el detestable batir
del odioso océano. Y cuando aquellas negras rompientes rugieron su mensaje en mis
oídos, olvidé las palabras del niño y miré abajo, hacia el condenado paisaje del que creía
haber escapado.
En las profundidades del éter vi la estigmatizada tierra girando, siempre girando, con
irritados mares tempestuosos consumiendo las salvajes y arrasadas costas y arrojando
espuma contra las tambaleantes torres de las ciudades desoladas. Bajo una espantosa
luna centelleaban visiones que nunca podré describir, visiones que nunca olvidaré:
desiertos de barro cadavérico y junglas de ruina y decadencia donde una vez se
extendieron las llanuras y poblaciones de mi tierra natal, y remolinos de océano
espumeante donde otrora se alzaran los poderosos templos de mis antepasados. Los
alrededores del polo Norte hervían con ciénagas de estrepitoso crecimiento y vapores
malsanos que silbaban ante la embestida de las inmensas olas que se encrespaban,
lacerando, desde las temibles profundidades. Entonces, un desgarrado aviso cortó la
noche, y a través del desierto de desiertos apareció una humeante falla. El océano negro
aún espumeaba y devoraba, consumiendo el desierto por los cuatro costados mientras la
brecha del centro se ampliaba y ampliaba. No había otra tierra salvo el desierto, y el
océano furioso todavía comía y comía. Sólo entonces pensé que incluso el retumbante
mar parecía temeroso de algo, atemorizado de los negros dioses de la tierra profunda
que son más grandes que el malvado dios de las aguas, pero, incluso si era así, no podía
volverse atrás, y el desierto había sufrido demasiado bajo aquellas olas de pesadilla para
apiadarse ahora. Así, el océano devoró la última tierra y se precipitó en la brecha
humeante, cediendo de este modo todo cuanto había conquistado. Fluyó nuevamente
desde las tierras recién sumergidas, desvelando muerte y decadencia y, desde su viejo e
inmemorial lecho, goteó de forma repugnante, revelando secretos ocultos en los años en
que el Tiempo era joven y los dioses aún no habían nacido. Sobre las olas se alzaron
recordados capiteles sepultados bajo las algas. La luna arrojaba pálidos lirios de luz
sobre la muerta Londres, y París se levantaba sobre su húmeda tumba para ser
santificada con polvo de estrellas. Después, brotaron capiteles y monolitos que estaban
cubiertos de algas pero que no eran recordados; terribles capiteles y monolitos de tierras
acerca de las cuales el hombre jamás supo. No había ya retumbar alguno, sino sólo el
ultraterreno bramido y siseo de las aguas precipitándose en la falla. El humo de esta
brecha se había convertido en vapor, ocultando casi el mundo mientras se hacía más y
más denso. Chamuscó mi rostro y manos, y cuando miré para ver cómo afectaba a mis
compañeros descubrí que todos habían desaparecido. Entonces todo terminó
bruscamente y no supe más hasta que desperté sobre una cama de convalecencia.
Cuando la nube de humo procedente del golfo plutónico veló por fin toda mi vista, el
firmamento entero chilló mientras una repentina agonía de reverberaciones
enloquecidas sacudía el estremecido éter. Sucedió en un relámpago y explosión
delirantes; un cegador, ensordecedor holocausto de fuego, humo y trueno que disolvió
la pálida luna mientras la arrojaba al vacío.
Y cuando el humo clareó y traté de ver la tierra, tan sólo pude contemplar, contra el
telón de frías y burlonas estrellas, al sol moribundo y a los pálidos y afligidos planetas
buscando a su hermana.
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