Hechos tocantes al difunto Arthur Jermyn y su familia

20 Agosto 1890 – 15 Marzo 1937

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Hechos tocantes al difunto Arthur Jermyn y su familia

Notapor sectario el Sab Oct 25, 2014 9:42 pm

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    HECHOS TOCANTES AL DIFUNTO ARTHUR JERMYN Y SU FAMILIA

    I

La vida es algo terrible, y tras el telón de lo conocido asoman atisbos de demoníaca verdad que la hacen a veces infinitamente más temible. La ciencia, ya opresiva de por sí con sus estremecedoras revelaciones, puede resultar quizás el definitivo exterminador de las especies humanas -si varias especies somos—, ya que sus reservorios de inesperados horrores no podrían ser soportados por los humanos cerebros en caso de desencadenarse sobre la Tierra. De saber lo que somos, podríamos hacer lo mismo que sir Arthur Jermyn; y Arthur Jermyn se empapó en gasolina y prendió fuego a sus ropas una noche. Nadie guardó los restos carbonizados en una urna ni realizó memoriales en su honor, ya que fueron descubiertos ciertos papeles y cierto objeto en una caja, lo que llevó a los hombres el deseo de olvidar. Algunos de quienes lo conocieron no admiten que haya existido jamás.
Arthur Jermyn salió al páramo y se prendió fuego tras ver el objeto en la caja que había llegado de África. Fue ese objeto y no su peculiar apariencia personal lo que lo llevó a quitarse la vida. A muchos les hubiera disgustado poseer las peculiares facciones de Arthur Jermyn, aunque él fue un poeta y un erudito y nunca paró en esas mientes. Llevaba la erudición en la sangre, ya que su bisabuelo, sir Robert Jermyn, baronet, fue un reputado antropólogo, y su tatarabuelo, sir Wade Jermyn, uno de los primeros exploradores de la zona del Congo, habiendo escrito tratados sobre sus tribus, animales y supuestas reliquias. De hecho, el viejo sir Wade había estado dotado de un celo intelectual que degeneró casi en manía; sus extravagantes conjeturas sobre una prehistórica civilización blanca congoleña lo cubrieron de ridículo cuando fue publicado su libro Observaciones sobre las diversas partes del África. En 1765 este indomable explorador había sido ingresado en un manicomio de Huntingdon.
La locura acompañaba a todos los Jermyn, y la gente se alegraba de que fueran escasos. El linaje no dio lugar a ramas, y Arthur resultó el último de todos. De no haber sido así, no se sabe qué podría haber hecho con el objeto que le llegó. Los Jermyn nunca resultaron demasiado normales... algunos eran deformes, aunque Arthur era el peor de todos, y los viejos retratos de familia de Jermyn House mostraban facciones regulares antes de sir Wade. Sin duda, la locura comenzó con sir Wade, cuyas extrañas historias africanas eran a un tiempo delicia y terror de sus escasas amistades. Se insinuaba en su colección, que reunía trofeos y especímenes que no eran como las que un hombre normal acostumbra a reunir y conservar, y se hizo patente con la reclusión oriental a la que sometió a su esposa. Ésta última, según él mismo contaba, era hija de un traficante portugués que había encontrado en África, y no gustaba del estilo de vida inglés. Ella, con un retoño nacido en África, lo había acompañado de vuelta al segundo y más largo de sus viajes, y había partido con él en el tercero y último, esta vez para no volver. Nunca nadie la había visto, ni siquiera los criados, ya que su carácter era violento y peculiar. Durante su breve estancia en Jermyn House ocupó un ala apartada y había sido exclusivamente atendida por su esposo. Sir Wade resultaba, sin duda, de lo más curioso en sus atenciones respecto a su familia, ya que cuando volvió de
África no permitió que nadie sino una espantosa negra guineana atendiera a su hijo. De vuelta, tras la muerte de la señora Jermyn, asumió por completo el cuidado de su hijo.
Pero eran las palabras de sir Wade, especialmente cuando bebía, la causa principal que lo llevó a ser considerado un loco por sus amigos. En una época racionalista como el siglo dieciocho, resultaba de necios el que un hombre de ciencia divagase sobre extravagantes visiones y extrañas escenas bajo la luz del Congo; sobre gigantescas murallas y columnas de una ciudad perdida, desmoronadas y cubiertas de lianas; y sobre peldaños de piedra, húmedos, silenciosos, descendiendo sin fin hacia la oscuridad de abismales criptas repletas de tesoros e inconcebibles catacumbas. Especialmente insensato resultaba el desvarío sobre los seres vivos que pudieran haber habitado tal sitio; criaturas mitad selváticas y mitad pertenecientes a esa ciudad de edad impía... criaturas fabulosas que el propio Plinio hubiera mencionado con escepticismo; seres que pudieran haber nacido luego que los grandes monos asolaran la moribunda ciudad de las murallas y las columnas, las bóvedas y las extrañas tallas. Aun después de volver a casa por última vez, sir Wade era capaz de hablar sobre tales asuntos con un realismo estremecedoramente extraño, sobre todo tras despachar su tercer vaso en el Knight's Head; jactándose de lo encontrado en la jungla y de cómo había vivido entre ruinas terribles tan sólo conocidas por él. Y por último contaba acerca de aquellos seres vivos en una forma que provocó su ingreso en el manicomio. Había mostrado poco pesar al ser encerrado en la alcoba con rejas de Huntingdon, ya que su mente funcionaba de singular manera. Desde que su hijo salió de la infancia había ido gustando cada vez menos del hogar, hasta que al final parecía temerlo. El Knight's Head había sido su cuartel general, y cuando fue recluido expresó cierta gratitud, como si eso sirviese para protegerlo. Tres años más tarde murió.
El hijo de Wade Jermyn, Philip, resultó un personaje de lo más peculiar. A pesar del gran parecido físico con su padre, su apariencia y comportamientos resultaban en multitud de facetas tan groseros que acabó siendo rehuido por todos. Aunque no heredó la locura que tantos temían, era verdaderamente estúpido y dado a cortos lapsos de violencia incontenible. Era frágil de cuerpo, pero muy fuerte y dotado de increíble agilidad. A los veinte años de recibir el título se casó con la hija de su guardabosques, alguien de quien se decía tenía sangre gitana, pero antes de nacer su hijo se enroló en la armada como marinero raso, completando el disgusto general que sus hábitos y casorio habían comenzado. Tras el fin de la guerra americana se corrió el rumor de que estaba de marinero en un mercante de la ruta africana, habiéndose hecho reputación de hombre fuerte y buen gaviero, pero al fin desapareció una noche en que su barco se hallaba fondeado frente a la costa del Congo.
La ahora aceptada característica familiar tuvo un giro extraño fatal en el hijo de sir Philip Jermyn. Alto y apuesto, con una especie de exótica gracia oriental, a pesar de una ligera desproporción, Robert Jermyn comenzó su vida como estudioso e investigador. Fue el primero en estudiar científicamente la gran colección de restos que su loco abuelo había recogido en África, y el que hizo del nombre familiar algo tan reputado en etnología como en exploración. En 1815 sir Robert se casó con una hija del séptimo vizconde de Brightholme y posteriormente fue bendecido con tres hijos, de los cuales el mayor y el menor jamás fueron mostrados en público a causa de sus deformidades físicas y mentales. Entristecido por ese infortunio familiar, el científico buscó alivio en el trabajo y realizó dos largas expediciones al interior de África. En 1849 su segundo hijo, Nevil, un personaje singularmente repulsivo que parecía combinar la hosquedad de Philip con la altanería de los Brightholme, se fugó con una vulgar bailarina, pero obtuvo el perdón a su regreso el año siguiente. Volvió a Jermyn House como viudo y con hijo pequeño, Alfred, que un día sería el padre de Arthur Jermyn.
Los amigos dicen que fue esa serie de reveses lo que desquició la mente de sir Robert Jermyn, aunque probablemente fue un retazo de folclor africano lo que desencadenó el desastre. El envejecido erudito había estado recopilando leyendas de las tribus Onga, cerca de
donde él y su abuelo habían llevado a cabo sus exploraciones, esperando corroborar de algún modo los extravagantes informes de sir Wade acerca de una ciudad perdida habitada por extrañas criaturas híbridas. Cierta consistencia en los extraños escritos de su antepasado sugerían que la imaginación del demente podía haberse visto estimulada por mitos nativos. El 19 de octubre de 1852 el explorador Samuel Seaton se presentó en Jermyn House con un manuscrito de notas recogidas entre los ongas, creyendo que cierta leyenda sobre una ciudad gris de monos blancos regidos por un dios blanco podía interesar al etnólogo. Durante su conversación suministró sin duda detalles adicionales, pero tales nunca pudieron ser conoci-dos, ya que una espantosa serie de tragedias se desencadenó de repente. Cuando sir Robert Jermyn salió de su biblioteca, dejaba atrás el cadáver estrangulado del explorador y, antes de que nadie pudiera detenerlo, había dado muerte a sus tres hijos, los dos que nunca nadie viera y aquel que se fugó. Nevil Jermyn murió logrando preservar la vida de su propio hijo de dos años, quien aparentemente entraba en el plan de asesinato del enloquecido
anciano. Sir Robert mismo, tras intentar repetidas veces el suicidio, y con una terca negativa a pronunciar sonido articulado alguno, murió de apoplejía durante su segundo año de encierro.
Sir Alfred fue baronet antes de cumplir cuatro años, aunque sus inclinaciones nunca dieron lustre al título. A los veinte se había unido a una banda de artistas de cabaret, y a los treinta y seis abandonó mujer e hijos para viajar en compañía de un circo ambulante americano. Su final resultó truculento. Entre los animales del espectáculo con el que viajaba había un inmenso gorila de color más claro de lo normal, una bestia sorprendentemente mansa, con gran popularidad entre los cómicos. Alfred Jermyn se sentía singularmente fascinado por tal gorila, y en multitud de ocasiones se miraban el uno al otro a través de las barras interpuestas durante largos periodos de tiempo. Finalmente, Jermyn pidió y obtuvo permiso para adiestrar al animal, asombrando a espectadores y compañeros de carpa con los resultados. Una mañana en Chicago, mientras Alfred y el gorila ensayaban un combate verdaderamente inteligente de boxeo, el segundo propinó al primero un golpe más fuerte de lo debido, lastimando la integridad y la dignidad del domador aficionado. De lo que aconteció, el personal del Mayor Espectáculo del Mundo no gusta de hablar. No esperaban oír cómo sir Alfred Jermyn lanzaba un alarido estridente, inhumano, ni verlo aferrar a su desmañado antagonista con ambas manos, derribarle sobre el suelo de la jaula ni morderlo furiosamente en la peluda garganta. El gorila se hallaba desprevenido, pero no por mucho tiempo, y antes de que el verdadero domador pudiera hacer nada, el cuerpo de quien fuera baronet resultaba irreconocible.
    II
Arthur Jermyn era hijo de sir Alfred Jermyn y una cantante de cabaret de antecedentes desconocidos. Cuando el marido y padre abandonó a su familia, la madre fue con su hijo a Jermyn House, donde no quedaba nadie que pudiera oponerse a su presencia. No carecía de nociones acerca de lo que debe ser la dignidad de un noble y procuró que su hijo gozara de la mejor educación que un peculio limitado podía proporcionar. Los recursos familiares ahora se encontraban lamentablemente menguados y Jermyn House había caído en una desdichada postración, pero el joven Arthur amaba el viejo edificio y cuanto contenía. En contra de otros Jermyn precedente, era un poeta y un soñador. Algunas familias vecinas que habían oído hablar de sir Wade Jermyn y su invisible esposa afirmaban que en él se manifestaba la sangre latina, pero la mayoría se limitaba a sonreír con desdén ante su sentido de la belleza, atribuyéndola a su madre artista, socialmente rechazada. La delicadeza poética de Arthur Jermyn era lo más destacable, debido a su tosco aspecto personal. La mayoría de los Jermyn habían estado dotados de un aspecto algo extraño y repelente, pero en el caso de Arthur esto resultaba sumamente impresionante. Resulta difícil describir su aspecto, pero su expresión, el
ángulo facial y la longitud de brazos provocaban un escalofrío de repulsa en aquellos que se topaban por primera vez con él.
Lo que hacía olvidar la apariencia de Arthur Jermyn estaba en su intelecto y su carácter. Culto y talentoso, había logrado los más altos honores en Oxford y parecía capaz de restaurar la fama intelectual de su familia. Aunque su temperamento era más poético que científico, pensaba proseguir el trabajo de sus antepasados sobre etnología y antigüedades africanas, utilizando la verdaderamente maravillosa colección de sir Wade. Su mente fantasiosa pensaba a menudo en la prehistórica civilización en la que el enloquecido explorador creyera tan a pies juntillas, y entretejía un cuento tras otro sobre la silenciosa ciudad de la jungla, mencionada en las postreras y más estrafalarias notas y párrafos, ya que las nebulosas aseveraciones sobre una indescriptible e insospechada raza de híbridos selváticos despertaban en él un peculiar sentimiento, mezcla de terror y atracción, y especu-laba sobre las fuentes posibles de tal fantasía, buscando arrojar luz sobre los más recientes datos recogidos por su tatarabuelo y Samuel Seaton entre los ongas.
En 1911, tras la muerte de su madre, sir Arthur Jermyn decidió continuar sus investigaciones sobre el terreno. Vendiendo parte de sus posesiones para obtener el dinero necesario, equipó una expedición y se embarcó rumbo al Congo. Contratando con las autoridades belgas un equipo de guías, pasó un año en territorio onga y kaliri, logrando datos que sobrepasaban cualquier esperanza. Entre los kaliris había un anciano jefe llamado Mwanu que gozaba no sólo de prodigiosa memoria, sino también de un singular grado de inteligencia e interés por las viejas tradiciones. Este anciano confirmó cada relato oído por Jermyn, añadiendo narraciones propias acerca de la ciudad de piedra y los monos blancos, tal como le fuera narrado.
Según Mwanu, la ciudad gris y las criaturas híbridas ya no existían, habiendo sido exterminadas por los belicosos n'bangus hacía muchos años. Esta tribu, tras destruir la mayoría de los edificios y matar a todo ser viviente, se había llevado la diosa momificada que fuera el objetivo de su incursión, diosa mono blanca que los extraños seres adoraban, y que según la tradición congoleña era el cuerpo de quien reinara como princesa entre tales seres. Qué habían sido exactamente las simiescas criaturas blancas, Mwanu no sabía decir, pero pensaba que fueron los constructores de la ciudad arruinada. Jermyn no pudo sacar conclusiones, ya que una indagación más profunda lo llevó a una leyenda sumamente pintoresca sobre la diosa embalsamada.
La princesa mono, según se decía, se convirtió en consorte de un gran dios blanco llegado del oeste. Durante largo tiempo reinaron juntos sobre la ciudad, pero, al tener un hijo, los tres se marcharon. Más tarde el dios y la princesa volvieron, y, tras la
muerte de ésta, su divino esposo había momificado el cuerpo, encerrándolo en una inmensa mansión de piedra, donde recibía adoración. Luego volvió a marcharse solo. A partir de aquí la' leyenda parecía presentar tres variantes. Según una primera versión, no sucedió nada con posterioridad excepto que la diosa momificada se convirtió en símbolo de supremacía, por lo que todas las tribus ansiaban poseerla. Ése fue el motivo por el que los n'bangus se la llevaron. Una segunda historia habla del regreso del dios y de su muerte a los pies de su deificada esposa. La tercera relata el regreso del hijo, llegado a la madurez -madurez de mono o de dios, según- aunque desconocedor de su identidad. Sin duda, los imaginativos negros habían estirado cualesquiera sucesos que pudiera haber bajo la estrafalaria leyenda.
Arthur Jermyn ya no albergaba dudas sobre la existencia de la ciudad selvática descrita por el viejo sir Wade, y no sufrió una gran impresión cuando a principios de 1912 descubrió sus ruinas. Su tamaño había sido exagerado por los relatos, pero las piedras que quedaban probaban que no se trataba de un simple poblado negro. Por desgracia, no pudo descubrir relieves, y el pequeño tamaño de la expedición desaconsejaba operaciones tendentes a franquear el único acceso visible que llevaba abajo, al sistema de bóvedas
mencionado por sir Wade. Se preguntó sobre los monos blancos y la diosa momificada a todos los jefes nativos de la región, pero hubo de ser un europeo quien probara la información suministrada por el viejo Mwanu. M. Verhaeren, un agente belga y tratante del Congo, creía que podía no sólo localizar sino también conseguir la diosa embalsamada, acerca de la que tenía vagas noticias; ya que los otrora poderosos n'bangus eran ahora dóciles súbditos del gobierno del rey Alberto, y sin demasiados esfuerzos podría convencerlos para que se librasen de esa tosca deidad robada. Cuando Jermyn embarcó rumbo a Inglaterra, por tanto, lo hizo con la exultante posibilidad de que en pocos meses llegaría a sus manos un resto etnológico sin precio, capaz de confirmar las más extravagantes historias de su tatarabuelo... es decir, lo más extravagante que jamás oyera. Los coterráneos próximos a Jermyn House quizás habían oído cuentos aún más extraños, transmitidos por antepasados que habían escuchado a sir Wade sentados a las mesas del Knight's Head.
Arthur Jermyn aguardó con gran paciencia la ansiado caja de M. Verhaeren, estudiando entretanto con creciente diligencia los manuscritos legados por su enloquecido antepasado. Comenzaba a sentirse cada vez más afín a sir Wade y a buscar reliquias tanto de la vida personal de éste en Inglaterra como de sus aventuras africanas. Los relatos orales sobre su esposa, misteriosa y recluida, habían sido abundantes, pero no quedaba ningún rastro de su estancia en Jermyn House. Jermyn se preguntaba la razón de tal hecho y llegó a la conclusión de que la fuente estaba en la locura de su esposo. De su tatarabuela, recordaba, decían que era hija de un mercader portugués de África. Sin duda su estirpe pragmática y su conocimiento superficial del Continente Negro le habían llevado a burlarse de los relatos de sir Wade sobre el interior, algo que un hombre así no lograría olvidar. Ella había perecido en África, quizás arrastrada allí por un marido dispuesto a probar sus afirmaciones. Pero al tiempo que se permitía tales lucubraciones, Jermyn no podía por menos que sonreírse ante su futilidad, siglo y medio después de la muerte de aquellos dos extraños antepasados suyos.
En junio de 1913 llegó una carta de M. Verhaeren notificando el hallazgo de la diosa momificada. Era, según el belga, un objeto de lo más extraordinario, algo bastante fuera de la capacidad de clasificación de un lego. Si era humano o simio, sólo un científico podía dictaminarlo, y el proceso de dictamen se vería estorbado en gran modo por el mal estado de conservación. El paso del tiempo y el clima del Congo no resultaban
idóneos para las momias, especialmente si su preparación era cosa de aficionados, como parecía ser el caso. En torno al cuello de la criatura se había descubierto una cadena de oro con un guardapelo vacío, ostentando blasones nobiliarios; sin duda el recuerdo de algún desgraciado viajero cogido por los n'bangus y colgado en el cuello de la diosa como un presente. Respecto a las facciones de la momia, M. Verhaeren sugería una pintoresca comparación, o mejor, expresaba un humorístico asombro acerca de lo impresionante que resultaría a su corresponsal, pero mostraba demasiado interés científico como para gastar mucha palabrería en liviandades. La diosa momificada, escribía, llegaría debidamente embalada alrededor de un mes tras la recepción de la carta.
La caja fue recibida en Jermyn House en la tarde del 3 de agosto de 1913, siendo inmediatamente transportada a la gran estancia que albergaba la colección de curiosidades africanas, tal y como decidieran sir Robert y Arthur. Lo que ocurrió después puede colegirse con seguridad por los relatos de los criados, así como por los objetos y papeles posteriormente objeto de examen. De las diferentes narraciones, la del anciano Soames, el mayordomo de la familia, resulta la más amplia y coherente. Según este hombre cabal, sir Arthur Jermyn echó a todos de la sala antes de la apertura de la caja, aunque el inmediato resonar de martillo y escoplo demostraban que no había retardado la operación. No se oyó nada durante cierto tiempo; exactamente cuánto es algo que Soames no puede precisar; pero está convencido de que menos de un cuarto de hora más tarde se escuchó un grito horrible, procedente sin duda de Jermyn. Inmediatamente después Jermyn salió del cuarto corriendo
frenéticamente hacia la delantera de la casa como si algún terrible enemigo fuese en su persecución. La expresión de su rostro, una cara ya de por sí bastante fea, resultaba indescriptible. Cerca ya de la puerta principal pareció caer en la cuenta de algo y dio un giro a
su huida, desapareciendo finalmente escaleras abajo en dirección al sótano. Los criados quedaron totalmente atónitos y espiaron desde lo alto de las escaleras, pero el amo no volvía. Tras caer la noche se escuchó un golpeteo en la puerta que iba del sótano al patio, y un mozo de cuadras vio a Arthur Jermyn, reluciendo de pies a cabeza por la gasolina derramada y apestando a tal líquido, escabullirse furtivamente hacia el exterior y desaparecer en el negro páramo que circundaba la casa. Entonces, en una exaltación de horror supremo, todos asistieron al final. Brotó una chispa en el páramo, se alzó una llamarada y una columna de fuego humano rozó los cielos. El linaje de los Jermyn tocó a su fin.
El motivo por lo que los restos calcinados de Arthur Jermyn no fueron recogidos y enterrados reside en lo hallado después, principalmente en el ser de la caja. La diosa momificada resultaba una visión nauseabunda, marchita y carcomida, pero aún claramente un mono blanco, embalsamado y de alguna especie desconocida, menos peluda e infinitamente más cercana a los humanos que cualquier variedad descrita... de hecho, bastante escalofriante. Las descripciones en detalle podrían resultar desagradables, pero hay dos particularidades sobresalientes que deben reseñarse, ya que encajan estremecedoramente con algunas anotaciones de las expediciones africanas de sir Wade Jermyn y con las leyendas congoleñas del dios blanco y la princesa mono. Las dos particularidades en cuestión son éstas: las armas del guardapelo dorado del cuello del ser eran las de los Jermyn, y la jocosa insinuación de M. Verhaeren sobre cierto parecido con el rostro arrugado se ajustaba con vívido, espantoso y antinatural horror a nada menos que al sensible Arthur Jermyn, tataranieto de sir Wade Jermyn, y una mujer desconocida. Los miembros del Real Instituto Antropológico quemaron el ser y arrojaron el guardapelo a un pozo, y algunos niegan que Arthur Jermyn haya jamás existido.
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