La ciudad sin nombre

20 Agosto 1890 – 15 Marzo 1937

Calificarías este relato como

Muy bueno
0
No hay votos
Bueno
2
100%
Normal
0
No hay votos
Malo
0
No hay votos
Muy malo
0
No hay votos
 
Votos totales : 2

La ciudad sin nombre

Notapor sectario el Sab Oct 25, 2014 9:49 pm

Obtener el relato completo en pdf

    La ciudad sin nombre

Al acercarme de noche a la Ciudad sin Nombre me di cuenta que estaba maldita. Avanzaba por un valle
terrible reseco bajo la luna, y la vi a lo lejos emergiendo misteriosamente de las arenas, como aflora
parcialmente un cadáver de una sepultura deshecha. El miedo hablaba desde las erosionadas piedras de
esta vetusta superviviente del diluvio, de esta bisabuela de la más antigua pirámide; y un aura imperceptible
me repelía y me conminaba a retroceder ante antiguos y siniestros secretos que ningún hombre debía ver, ni
nadie se habría atrevido a examinar.
Perdida en el desierto de Arabia se halla la Ciudad sin Nombre, ruinosa y desmembrada, con sus bajos
muros escasamente enterrados por las arenas de incontables años. Así debió encontrarse ya, antes que
pusieran las primeras piedras de Menfis, y cuando aun no se habían cocido los ladrillos de Babilonia. No
hay leyendas tan antiguas que recojan su nombre o la recuerden con vida; pero se habla de ella
temerosamente alrededor de las fogatas, y las abuelas cuchichean sobre ella también en las tiendas de los
jeques, de forma que todas las tribus la evitan sin saber muy bien la razón. Esta fue la ciudad con la que el
poeta loco Abdul Alhazred soñó la noche antes de cantar su dístico inexplicable:
«Que no está muerto lo que yace eternamente,
Y con el paso de extraños eones, aun la muerte puede morir.»
Yo debía haber sabido que los árabes tenían sus motivos para evitar la Ciudad sin Nombre, la ciudad
de la que se habla en extraños relatos, pero que no ha visto ningún hombre vivo; sin embargo,
desafiándolos, penetré en el desierto inexplorado con mi camello. Sólo yo la he visto, y por eso no existe
en el mundo otro rostro que ostente las espantosas arrugas que el miedo ha marcado en el mío, ni se
estremezca de forma tan horrible cuando el viento de la noche hace temblar las ventanas. Cuando la
descubrí, en la espantosa quietud del sueño interminable, me miró estremecida por los rayos de una luna
fría en medio del calor del desierto. Y al devolverle yo su mirada, olvidé el júbilo de haberla descubierto, y
me detuve con mi camello a esperar que amaneciera.
Cuatro horas esperé, hasta que el oriente se volvió gris, se apagaron las estrellas, y el gris se convirtió en
una claridad rosácea orlada de oro. Oí un gemido, y vi que se agitaba una tormenta de arena entre las
piedras antiguas, aunque el cielo estaba claro y las vastas extensiones del desierto permanecían en silencio.
Y de repente, por el borde lejano del desierto, surgió el canto resplandeciente del sol, a través de una
minúscula tormenta de arena pasajera; y en mi estado febril imaginé que de alguna remota profundidad
brotaba un estrépito de música metálica saludando al disco de fuego como Memnon lo saluda desde las
orillas del Nilo. Y me resonaban los oídos, y me bullía la imaginación, mientras conducía mi camello
lentamente por la arena hasta aquel lugar innominado; lugar que, de todos los hombres vivientes,
únicamente yo he llegado a ver.
Y vagué entre los cimientos de las casas y de los edificios, sin encontrar relieves ni inscripciones que
hablasen de los hombres —si es que fueron hombres— que habían construido esta ciudad y la habían
habitado hacía tantísimo tiempo. La antigüedad del lugar era malsana, por lo que deseé fervientemente
descubrir algún signo o clave que probara que había sido hecha efectivamente por los hombres. Había
ciertas dimensiones y proporciones en las ruinas que me producían desasosiego. Llevaba conmigo
numerosas herramientas, y cavé mucho entre los muros de los olvidados edificios; pero mis progresos eran
lentos y nada de importancia aparecía. Cuando la noche y la luna volvieron otra vez, el viento frío me trajo
un nuevo temor, de forma que no me atreví a quedarme en la ciudad. Y al salir de los antiguos muros para
descansar, una pequeña tormenta de arena se levantó detrás de mí, soplando entre las piedras grises, a
pesar que brillaba la luna, y casi todo el desierto permanecía inmóvil.
Al amanecer desperté de una cabalgata de horribles pesadillas, y me resonaba en los oídos como un
tañido metálico. Vi asomar el sol rojizo entre las últimas ráfagas de una pequeña tormenta de arena que
flotaba sobre la Ciudad sin Nombre, haciendo más patente la quietud del paisaje. Una vez más, me interné
en las lúgubres ruinas que abultaban bajo las arenas como un ogro bajo su colcha, y de nuevo cavé en vano
en busca de reliquias de la olvidada raza. A mediodía descansé, y dediqué la tarde a señalar los muros, las
calles olvidadas y los contornos de los casi desaparecidos edificios. Observé que la ciudad había sido
efectivamente poderosa, y me pregunté cuáles pudieron ser los orígenes de su grandeza. Me representaba
el esplendor de una edad tan remota que Caldea no podría recordarla, y pensé en Sarnath la Predestinada,
ya existente en la tierra de Mnar cuando la humanidad era todavía joven, y en Ib, excavada en la piedra gris
antes de la aparición de los hombres.
De repente, llegué a un lugar donde la roca del subsuelo emergía de la arena formando un bajo
acantilado y vi con alegría lo que parecía prometer nuevos vestigios del pueblo antediluviano. Toscamente
talladas en la cara del acantilado, aparecían las inequívocas fachadas de varios edificios pequeños o
templos achaparrados, cuyos interiores conservaban quizá numerosos secretos de edades
incalculablemente remotas; aunque las tormentas de arena habían borrado hacía tiempo los relieves que sin
duda exhibieron en su exterior.
Las oscuras aberturas próximas a mí eran muy bajas y estaban cegadas por las arenas; pero limpié una
de ellas con la pala y me introduje a gatas, llevando una antorcha que me revelase los misterios que
hubiese. Una vez en el interior, vi que la caverna era efectivamente un templo, y descubrí claros signos de la
raza que había vivido y practicado su religión antes que el desierto fuese desierto. No faltaban altares
primitivos, pilares y nichos, todo singularmente bajo; y aunque no veía esculturas ni frescos, había muchas
piedras extrañas, claramente talladas en forma de símbolos por algún medio artificial. Era muy extraña la
baja altura de la cámara cincelada, ya que apenas me permitía estar de rodillas; pero el recinto era tan
grande que la antorcha revelaba una parte solamente. Algunos de los últimos rincones me producían temor;
ya que determinados altares y piedras sugerían olvidados ritos de naturaleza repugnante e inexplicable que
hicieron que me preguntase qué clase de hombres podían haber construido y frecuentado semejante
templo. Cuando hube visto todo lo que contenía el lugar, salí gateando otra vez, ansioso por averiguar lo
que pudieran revelarme los templos.
La noche se estaba echando encima; pero las cosas tangibles que había visto hacían que mi curiosidad
fuese más fuerte que mi miedo, y no huí de las largas sombras lunares que me habían intimidado la primera
vez que vi la Ciudad sin Nombre. En el crepúsculo, limpié otra abertura; y encendiendo una nueva
antorcha, me introduje a rastras por ella, y descubrí más piedras y símbolos enigmáticos; pero todo era tan
vago como en el otro templo. El recinto era igual de bajo, aunque bastante menos amplio, y terminaba en
un estrecho pasadizo en el que había oscuras y misteriosas hornacinas. Y me encontraba examinando estas
hornacinas, cuando el ruido del viento y mi camello turbaron la quietud, y me hicieron salir a ver qué había
asustado al animal.
La luna brillaba intensamente sobre las primitivas ruinas, iluminando una densa nube de arena que
parecía producida por un viento fuerte, aunque decreciente, que soplaba desde algún lugar del acantilado
que tenía ante mí. Sabía que era este viento frío y arenoso lo que había inquietado al camello, y estaba a
punto de llevarle a un lugar más protegido, cuando alcé los ojos por casualidad, y vi que no soplaba viento
alguno en lo alto del acantilado. Esto me dejó asombrado, y me produjo temor otra vez; pero
inmediatamente recordé los vientos locales y súbitos que había observado anteriormente durante el
amanecer y el crepúsculo, y pensé que era cosa normal. Supuse que provenía de alguna grieta de la roca
que comunicaba con alguna cueva, y me puse a observar el remolino de arena a fin de localizar su origen;
no tardé en descubrir que salía de un orificio negro de un templo bastante más al sur de donde yo estaba,
casi fuera de mi vista. Eché a andar contra la nube sofocante de arena, en dirección a dicho templo, y al
acercarme descubrí que era más grande que los demás, y que su entrada estaba bastante menos obstruida
de arena dura. Habría entrado, de no ser por la terrible fuerza de aquel viento frío que casi apagaba mi
antorcha. Brotaba furioso por la oscura puerta suspirando misteriosamente mientras agitaba la arena y la
esparcía por entre las espectrales ruinas. Poco después empezó a amainar, y la arena se fue aquietando
poco a poco, hasta que finalmente todo quedo inmóvil otra vez; pero una presencia parecía acechar entre
las piedras fantasmales de la ciudad, y cuando alcé los ojos hacia la luna, me pareció que temblaba como si
se reflejara en la superficie de unas aguas trémulas. Me sentía más asustado de lo que podía explicarme,
aunque no lo bastante como para reprimir mi sed de prodigios; así que tan pronto como el viento se calmó,
crucé el umbral y me introduje en el oscuro recinto de donde había brotado el viento.
Este templo, como había imaginado desde el exterior, era el más grande de cuantos había visitado hasta
el momento; probablemente era una caverna natural, ya que lo recorrían vientos que procedían de alguna
región interior. Aquí podía estar completamente de pie; pero vi que las piedras y los altares eran tan bajos
como los de los otros templos. En los muros y en el techo observé por primera vez vestigios del arte
pictórico de la Antigua Raza, curiosas rayas onduladas hechas con una pintura que casi se había borrado o
descascarillado; y en dos de los altares vi con creciente excitación un laberinto de relieves curvilíneos
bastante bien trazados. Al alzar en alto la antorcha, me pareció que la forma del techo era demasiado
regular para que fuese natural, y me pregunté qué prehistóricos escultores habrían trabajado en este lugar.
Su habilidad técnica debió de ser inmensa.
Luego, una súbita llamarada de la caprichosa antorcha me reveló lo que había estado buscando: el
acceso a aquellos abismos más remotos de los que había brotado el inesperado viento; sentí un
desvanecimiento al descubrir que se trataba de una puerta pequeña, artificial, cincelada en la sólida roca.
Metí la antorcha por ella, y vi un túnel negro de techo bajo y abovedado que se curvaba sobre un tramo
descendente de toscos escalones, muy pequeños, numerosos y empinados. Siempre veré esos peldaños en
mis sueños, ya que llegué a saber lo que significaban. En aquel momento no sabía si considerarlos peldaños
o meros apoyos para salvar una pendiente demasiado pronunciada. La cabeza me daba vueltas, agobiada
por locos pensamientos, y parecieron llegarme flotando las palabras y advertencias de los profetas árabes,
a través del desierto, desde las tierras que los hombres conocen a la Ciudad sin Nombre que no se atreven
a conocer. Pero sólo vacilé un momento, antes de cruzar el umbral y empezar a bajar precavidamente por
el empinado pasadizo, con los pies por delante, como por una escala de mano.
Sólo en los terribles desvaríos de la droga o del delirio puede un hombre haber efectuado un descenso
como el mío. El estrecho pasadizo bajaba interminable como un pozo espantosamente fantasmal, y la
antorcha que yo sostenía por encima de mi cabeza no alcanzaba a iluminar las ignoradas profundidades
hacia las que descendía. Perdí la noción de las horas y olvidé consultar mi reloj, aunque me asusté al pensar
en la distancia que debía estar recorriendo. Había giros y cambios de pendiente; una de las veces llegué a
un corredor largo, bajo y horizontal, donde tuve que arrastrarme por el suelo rocoso con los pies por
delante, sosteniendo la antorcha cuanto daba de sí la longitud de mi brazo. No había altura suficiente para
permanecer de rodillas. Después, me encontré con otra escalera empinada, y seguí bajando
interminablemente mientras mi antorcha se iba debilitando poco a poco, hasta que se apagó. Creo que no
me di cuenta en ese momento, porque cuando lo noté, aún la sostenía por encima de mí como si me
siguiera alumbrando. Me tenía completamente trastornado esa pasión por lo extraño y lo desconocido que
me había convertido en un errabundo en la tierra y un frecuentador de lugares remotos, antiguos y
prohibidos.
En la oscuridad, me venían al pensamiento súbitos fragmentos de mi amado tesoro de saber demoníaco:
frases del árabe loco Alhazred, párrafos de las pesadillas apócrifas de Damascius, y sentencias infames del
delirante Image du Monde de Gauthier de Metz. Repetía citas extrañas y murmuraba cosas sobre Afrasiab
y los demonios que bajaban flotando con él por el Oxus; más tarde, recité una y otra vez la frase de uno de
los relatos de Lord Dunsany: «La sorda negrura del abismo». En una ocasión en que el descenso se volvió
asombrosamente pronunciado, repetí con voz monótona un pasaje de Thomas Moore, hasta que tuve
miedo de recitarlo más:
Un pozo de tinieblas, negro
Como un caldero de brujas, lleno
Con drogas lunares en eclipse destiladas
Al inclinarme para mirar si podía bajar a pie
Por ese abismo, vi, abajo,
Tan lejos como alcanzaba la mirada,
Negras Paredes tan lisas como cristal,
Recién acabadas de pulir,
Y con ese oscuro tono que el Trono de la Muerte
Derrama por sus bordes viscosos.
El tiempo había dejado de existir por completo cuando mis pies tocaron nuevamente un suelo horizontal,
y llegué a un recinto algo más alto que los dos templos anteriores que, ahora, estaban a una distancia
incalculable, por encima de mí. No podía ponerme de pie, pero podía enderezarme arrodillado; y en la
oscuridad, me arrastré y gateé de un lado para otro al azar. No tardé en darme cuenta que me encontraba
en un estrecho pasadizo en cuyas paredes se alineaban numerosos estuches de madera con el frente de
cristal. El descubrir en semejante lugar paleozoico y abismal objetos de cristal y madera pulimentada me
produjo un estremecimiento, dadas sus posibles implicaciones. Al parecer, los estuches estaban ordenados
a lo largo del pasadizo a intervalos regulares, y eran oblongos y horizontales, espantosamente parecidos a
ataúdes por su forma y tamaño. Cuando traté de mover uno o dos, a fin de examinarlos, descubrí que
estaban firmemente sujetos.
Comprobé que el pasadizo era largo, y seguí adelante con rapidez, emprendiendo una carrera a cuatro
patas que habría parecido horrible, si hubiese habido alguien observándome en la oscuridad; de vez en
cuando, me desplazaba a un lado y a otro para palpar mis alrededores y cerciorarme que los muros y las
filas de estuches seguían todavía. El hombre está tan acostumbrado a pensar visualmente que casi me olvidé
de la oscuridad, representándome el interminable corredor monótonamente cubierto de madera y cristal
como si lo viese. Y entonces, en un instante de indescriptible emoción, lo vi.
No sé exactamente cuándo lo imaginado se fundió con la visión real; pero surgió gradualmente un
resplandor delante de mí, y de repente me di cuenta que veía los oscuros contornos del corredor y los
estuches a causa de alguna desconocida fosforescencia subterránea. Durante un momento, todo fue
exactamente como yo lo había imaginado, ya que era muy débil la claridad; pero al avanzar maquinalmente
hacia la luz cada vez más fuerte, descubrí que lo que yo había imaginado era demasiado débil. Esta sala no
era una reliquia rudimentaria como los templos de arriba, sino un monumento de un arte de lo más
magnífico y exótico. Ricos y vívidos y atrevidamente fantásticos dibujos y pinturas componían una
decoración mural continua cuyas líneas y colores superarían toda descripción. Los estuches eran de una
madera extrañamente dorada, con un frente de exquisito cristal, y contenían los cuerpos momificados de
unas criaturas que superarían en grotesca fealdad los sueños más caóticos del hombre.
Es imposible dar una idea de estas monstruosidades. Eran de naturaleza reptil con unos rasgos
corporales que unas veces recordaban al cocodrilo, otras a la foca, pero más frecuentemente a seres que el
naturalista y el paleontólogo no han conocido jamás. Tenían más o menos el tamaño de un hombre bajo, y
sus extremidades anteriores estaban dotadas de unas zarpas delicadas claramente parecidas a las manos y
los dedos humanos. Pero lo más extraño de todo eran sus cabezas, cuyo contorno transgredía todos los
principios biológicos conocidos. No hay nada a lo que aquellas criaturas se les pueda comparar con
propiedad... Por un instante, pensé en seres tan diversos como el gato, el bulldog, el mítico sátiro y el ser
humano. Ni el propio Júpiter tuvo una frente tan enorme y protuberante; sin embargo, los cuernos, la
carencia de nariz y la mandíbula de aligator, les situaba fuera de toda categoría establecida. Durante un rato
dudé de la realidad de las momias, casi inclinándome a suponer que se trataba de ídolos artificiales; pero no
tardé en convencerme que eran efectivamente especies paleógenas que habían existido cuando la Ciudad
sin Nombre estaba viva. Como para rematar el carácter grotesco de sus naturalezas, la mayoría estaban
suntuosamente vestidas con tejidos costosos y lujosamente cargadas de adornos de oro, joyas y metales
brillantes y desconocidos.
La importancia de estas criaturas reptiles debió ser inmensa, ya que estaban en primer término, entre los
extravagantes motivos de los frescos que decoraban las paredes y los techos. El artista las había retratado
con incomparable habilidad en su propio mundo, en el cual tenían ciudades y jardines trazados según sus
dimensiones; y no pude por menos de pensar que su historia representada era alegórica, revelando quizá el
progreso de la raza que las adoraba. Estas criaturas, me decía, debieron ser para los habitantes de la
Ciudad sin Nombre lo que fue la loba para Roma, o los animales totémicos para una tribu de indios.
Siguiendo esta teoría, pude descifrar someramente una épica asombrosa de la Ciudad sin Nombre: la
crónica de una poderosa metrópoli costera que gobernó el mundo antes que África surgiera de las olas, y
de sus luchas cuando el mar se retiró y el desierto invadió el fértil valle que la mantenía. Vi sus guerras y sus
triunfos, sus tribulaciones y derrotas, y después, su terrible lucha contra el desierto, cuando miles de sus
habitantes —representados aquí alegóricamente como grotescos reptiles— se vieron empujados a abrirse
camino hacia abajo, excavando la roca de alguna forma prodigiosa, en busca del mundo del que les habían
hablado sus profetas. Todo era misteriosamente vívido y realista; y su conexión con el impresionante
descenso que yo había efectuado era inequívoco. Incluso reconocía los pasadizos.
Al avanzar por el corredor hacia la luz más brillante, vi nuevas etapas de la épica representada: la
despedida de la raza que había habitado la Ciudad sin Nombre y el valle hacía unos diez millones de años;
la raza cuyas almas se negaban a abandonar los escenarios que sus cuerpos habían conocido durante tanto
tiempo, en los que se habían asentado como nómadas durante la juventud de la tierra, tallando en la roca
virgen aquellos santuarios en los que no habían dejado de practicar sus cultos religiosos. Ahora que había
más luz, pude examinar las pinturas con más detenimiento; y recordando que los extraños reptiles debían
representar a los hombres desconocidos, pensé en las costumbres imperantes en la Ciudad sin Nombre.
Había muchas cosas inexplicables. La civilización, que incluía un alfabeto escrito, había llegado a alcanzar,
al parecer, un grado superior al de aquellas otras inmensamente posteriores de Egipto y de Caldea; aunque
noté omisiones singulares. Por ejemplo, no pude descubrir ninguna representación de la muerte o de las
costumbres funerarias, salvo en las escenas de guerra, de violencia o de plagas; así que me preguntaba por
qué esta reserva respecto de la muerte natural. Era como si hubiesen abrigado un ideal de inmortalidad
como una ilusión esperanzada.
Más cerca del final del pasadizo habían pintadas escenas de máximo exotismo y extravagancia: vistas de
la Ciudad sin Nombre que ahora contrastaban por su abandono y su creciente ruina, y de un extraño y
nuevo reino paradisíaco hacia el que la Raza se había abierto camino con sus cinceles a través de la roca.
En estas perspectivas, la ciudad y el valle desierto aparecían siempre a la luz de la luna, con un halo dorado
flotando sobre los muros derruidos y medio revelando la espléndida perfección de los tiempos anteriores,
espectralmente insinuada por el artista. Las escenas paradisíacas eran casi demasiado extravagantes para
que resultaran creíbles, retratando un mundo oculto de luz eterna, lleno de ciudades gloriosas y de montes y
valles etéreos. Al final, me pareció ver signos de un anticlímax artístico. Las pinturas se volvieron menos
hábiles, y mucho más extrañas, incluso, que las más disparatadas de las primeras. Parecían reflejar una
lenta decadencia de la antigua estirpe, a la vez que una creciente ferocidad hacia el mundo exterior del que
les había arrojado el desierto. Las formas de las gentes —siempre simbolizadas por los reptiles sagrados—
parecían ir consumiéndose gradualmente, aunque su espíritu, al que mostraban flotando por encima de las
ruinas bañadas por la luna, aumentaba en proporción. Unos sacerdotes flacos, representados como reptiles
con atuendos ornamentales, maldecían el aire de la superficie y a cuantos seres lo respiraban; y en una
terrible escena final se veía a un hombre de aspecto primitivo —quizá un pionero de la antigua Irem, la
Ciudad de los Pilares—, en el momento de ser despedazado por los miembros de la raza anterior.
Recuerdo el temor que la Ciudad sin Nombre inspiraba a los árabes, y me alegré que más allá de este
lugar, los muros grises y el techo estuviesen desnudos de pinturas.
Mientras contemplaba el cortejo de la historia mural, me fui acercando al final del recinto de techo bajo,
hasta que descubrí una entrada de la cual subía la luminosa fosforescencia. Me arrastré hasta ella, y dejé
escapar un alarido de infinito asombro ante lo que había al otro lado; pues en vez de descubrir nuevas
cámaras más iluminadas, me asomé a un ilimitado vacío de uniforme resplandor, como supongo que se
vería desde la cumbre del monte Everest, al contemplar un mar de bruma iluminada por el sol. Detrás de mí
había un pasadizo tan angosto que no podía ponerme de pie; delante, tenía un infinito de subterránea
refulgencia.
Del pasadizo al abismo descendía un pronunciado tramo de escaleras —de peldaños pequeños y
numerosos, como los de los oscuros pasadizos que había recorrido—; aunque unos pies más abajo los
ocultaban los vapores luminosos. Abatida contra el muro de la izquierda, había abierta una pesada puerta
de bronce, increíblemente gruesa y decorada con fantásticos bajorrelieves, capaz de aislar todo el mundo
interior de luz, si se cerraba, respecto de las bóvedas y pasadizos de roca. Miré los peldaños, y de
momento, me dio miedo descender por ellos. Tiré de la puerta de bronce, pero no pude moverla. Luego
me tumbé boca abajo en el suelo de losas, con la mente inflamada en prodigiosas reflexiones que ni siquiera
el mortal agotamiento podía disipar.
Mientras estaba tendido, con los ojos cerrados y pensando libremente, me volvieron a la conciencia
muchos detalles que había observado de pasada en los frescos con un significado nuevo y terrible; escenas
que representaban la Ciudad sin Nombre en su esplendor, la vegetación del valle que la rodeaba, y las
tierras distantes con las que sus mercaderes comerciaban. La alegoría de las criaturas reptantes me
desconcertaba por su universal distinción, y me asombraba que se conservase con tanta insistencia en una
historia de tal importancia. En los frescos se representaba la Ciudad sin Nombre guardando la debida
proporción con los reptiles. Me preguntaba cuáles serían sus proporciones reales y su magnificencia, y
medité un momento sobre determinadas peculiaridades que había notado en las ruinas. Me parecía extraña
la escasa altura de los templos primordiales y del corredor del subsuelo, tallado indudablemente por
deferencia a las deidades reptiles que ellos adoraban; aunque evidentemente, obligaban a los adoradores a
reptar. Quizá los mismos ritos comportaban esta imitación de las criaturas adoradas. Sin embargo, ninguna
teoría religiosa podía explicar por qué los pasadizos horizontales que se intercalaban en ese espantoso
descenso eran tan bajos como los templos..., o más, puesto que no era posible permanecer siquiera de
rodillas. Al pensar en las criaturas reptiles, cuyos espantosos cuerpos momificados tenía tan cerca de mí,
sentí un nuevo sobresalto de terror. Las asociaciones de la mente son muy extrañas; y me encogí ante la
idea que, salvo el pobre hombre primitivo despedazado de la última pintura, la mía era la única forma
humana, en medio de las numerosas reliquias y símbolos de vida primordial.
Pero en mi extraña y errabunda existencia, el asombro siempre se imponía a mis temores; pues el
abismo luminoso y lo que podía contener planteaban un problema demasiado valioso para el más grande
explorador. No me quedaba duda que al pie de aquella escalera de peldaños singularmente pequeños había
un mundo extraño y misterioso, y esperaba encontrar allí los recuerdos humanos que las pinturas del
corredor no me habían podido ofrecer. Los frescos representaban ciudades y valles increíbles de esta
región inferior, y mi imaginación se demoraba en las ricas ruinas que me esperaban.
Mis temores, efectivamente, se relacionaban más con el pasado que con el futuro. Ni siquiera el horror
físico de mi situación en aquel angosto corredor de reptiles muertos y frescos antediluvianos, millas por
debajo del mundo que yo conocía, y ante ese otro mundo de luces y brumas espectrales, podía
compararse con el miedo que sentía ante la abismal antigüedad del escenario y de su espíritu. Una
antigüedad tan inmensa, que empequeñecía todo cálculo, parecía mirar de soslayo desde las rocas
primordiales y los templos tallados de la Ciudad sin Nombre, mientras que los últimos mapas asombrosos
de los frescos mostraban océanos y continentes que el hombre ha olvidado, cuyos contornos eran
vagamente familiares. Nadie sabía qué podía haber sucedido en las edades geológicas ya que las pinturas
se interrumpían, y la resentida y rencorosa raza había sucumbido a la decadencia. En otro tiempo, estas
cavernas y la luminosa región que se abría más allá habían hervido de vida; ahora, me encontraba solo entre
estas vívidas reliquias, y temblaba al pensar en los incontables siglos durante los cuales dichas reliquias
habían mantenido una vigilia muda y abandonada.
De pronto, me invadió nuevamente aquel agudo terror que de cuando en cuando me asaltaba desde que
había visto el terrible valle y la Ciudad sin Nombre bajo la fría luna; y a pesar de mi cansancio, me
sorprendí a mí mismo incorporándome frenéticamente, y mirando hacia el oscuro corredor, hacia los
túneles que subían al mundo exterior. Me dominó el mismo sentimiento que me había hecho abandonar la
Ciudad sin Nombre por la noche, y que era tan inexplicable como patético. Un momento después, sin
embargo, sufrí una impresión aún mayor en forma de un ruido definido: el primero que quebraba el absoluto
silencio de estas profundidades sepulcrales. Fue un gemido bajo, profundo, como de una multitud lejana de
espíritus condenados; y provenía del lugar hacia donde yo miraba. El rumor fue creciendo rápidamente, y
no tardó en resonar de forma espantosa por el bajo pasadizo. Al mismo tiempo, tuve conciencia de una
corriente de aire frío, cada vez más fuerte, idéntica a la que brotaba de los túneles y barría la ciudad. El
contacto de ese viento pareció devolverme el equilibrio; porque instantáneamente recordé las súbitas
ráfagas que se levantaban en torno a la entrada del abismo en el amanecer y el crepúsculo, una de las
cuales, efectivamente, me había revelado los túneles secretos. Consulté mi reloj y vi que faltaba poco para
amanecer, así que me preparé para resistir el vendaval que regresaba a su caverna, del mismo modo que
había salido al atardecer. Mi miedo disminuyó otra vez, ya que un fenómeno natural tiende a disipar las
lucubraciones sobre lo desconocido.
Cada vez entraba con más violencia el quejumbroso y aullador viento de la noche, precipitándose en el
abismo subterráneo. Me dejé caer de nuevo boca abajo, y me agarré vanamente al suelo, temiendo que me
arrastrara por la puerta y me precipitara en el abismo fosforescente. No me había esperado una furia
semejante; y al darme cuenta que, en efecto, me iba deslizando por el suelo hacia el abismo, me asaltaron
mil nuevos terrores imaginarios. La malignidad de aquella corriente despertó en mí increíbles figuraciones;
una vez más me comparé, con un estremecimiento, a la única imagen humana del espantoso corredor, al
hombre despedazado por la desconocida raza; porque los zarpazos demoníacos de los torbellinos parecían
contener una furia vengativa tanto más fuerte porque era en su mayor parte impotente. Cerca del final, creo
que grité frenéticamente —casi enloquecido—; si fue así, mis gritos se perdieron en aquella babel infernal
de espíritus aulladores. Traté de retroceder arrastrándome contra el torrente invisible y homicida, pero no
podía afianzarme siquiera, y seguía siendo arrastrado lenta e inexorablemente hacia el mundo desconocido.
Por último, se me debió trastornar la razón, y empecé a balbucear, una y otra vez, aquel inexplicable dístico
del árabe loco Abdul Alhazred, que soñó con la Ciudad sin Nombre:
«Que no está muerto lo que yace eternamente,
Y con el paso de extraños eones, aun la muerte puede morir.»
Sólo los ceñudos y severos dioses del desierto saben lo que ocurrió en realidad; qué forcejeos y luchas
sostuve en la oscuridad, o qué Abaddon me guió de nuevo a la vida, donde siempre habré de recordar, y
estremecerme, cuando sopla el viento de la noche, hasta que el olvido —o algo peor— me reclame. Fue
monstruoso, inmenso, antinatural..., muy lejos de cuanto el hombre pueda concebir, salvo en las primeras
horas silenciosas y detestables de la madrugada, cuando uno no puede dormir.
He dicho que la furia del viento era infernal —cacodemoníaca—, y que sus voces eran espantosas a
causa de una perversidad reprimida durante eternidades de desolación. Luego, estas voces, aunque delante
de mí seguían siendo caóticas, imaginó mi cerebro enfebrecido que adoptaban forma articulada detrás; y
allá en la tumba de unas antigüedades muertas hacía innumerables eones, leguas debajo del mundo diurno
de los hombres, oí horribles maldiciones y gruñidos de demonios en extrañas lenguas. Al volverme, vi
recortarse contra el éter luminoso del abismo lo que no podía verse en la oscuridad del corredor: una horda
de pesadilla de seres demoníacos que se precipitaban, distorsionados por el odio, grotescamente
ataviados; demonios a medias transparentes pertenecientes a una raza que ningún hombre habría podido
confundir: la de los reptiles reptantes de la Ciudad sin Nombre.
Cuando se calmó el viento, me envolvió la negrura más absoluta de las entrañas de la Tierra; porque
detrás de la última de las criaturas, la gran puerta de bronce se cerró de golpe con un estruendo
ensordecedor de música metálica cuyos ecos ascendieron hasta el mundo distante para saludar al sol
naciente, como lo saluda Memnon desde las orillas del Nilo.
Registro en sectarios.org: Enviame un correo a marcoa.ramirez arroba gmail.com
Leyendo... Ratas en las paredes
Avatar de Usuario
sectario
Cordura 0 Mitos Cthulhu 25
 
Mensajes: 10258
Registrado: Lun Oct 22, 2007 8:54 pm
Ubicación: Observando los Mi-go de Montserrat.

Volver a Howard Phillips Lovecraft

¿Quién está conectado?

Usuarios navegando por este Foro: No hay usuarios registrados visitando el Foro y 1 invitado