La era de Mappo

Relatos e historias de los Mitos de Cthulhu

Re: La era de Mappo

Notapor Sconvix el Jue Sep 16, 2021 11:23 am

EL COMIENZO DE UNA AVENTURA

I

La tarde era fría y gris a pesar de la época del año. En el cielo se arremolinaban nubes oscuras preñadas de agua y descargas eléctricas, cerniéndose amenazadoramente sobre una ciudad que aquel día despediría a una de sus mayores amenazas. Era como una bestia viva que se preparaba para purgar los pecados de sangre una vez desinfectada de aquel mal que la mantenía en vilo.

Bajo ese cielo oscuro una multitud iba congregándose en el cuadriculado Cementerio Marble. La mayoría orientales, unos cuantos curiosos, algunos que querían expresar sus falsas condolencias al afligido tío, y algún que otro periodista sin nada mejor que cubrir. Entre todos, el detective Moore, el cazador de recompensas Innes y un tipo delgado y de aspecto desaliñado, contrastando entre tanto traje negro y ancho.

Lee y Glen tenían los ojos abiertos buscando a Nils y/o Amelia, al presunto asesino y a la “gran dama”, como la llamaban ellos mismos. El tercero, Thomas, pensaba en su sueño premonitorio.

Nadie lloraría ni una sola lágrima mientras el ataúd de roble descendía al interior de la tumba, pues así lo exigían las costumbres. Tampoco habría lamentos ni discursos, solamente el pesado caer de paladas de tierra encima de la tapa del lujoso féretro. Tani Chin fue de los primeros en marcharse, esperando entre los vehículos a que todo acabara, escudriñando cuantos coches pasaban de largo.

El clima respetó la ceremonia, manifestándose justo al finalizar ésta. Una pesada lluvia empezó a caer, obligando a los presentes a abrir sus paraguas o sus gabardinas y a echar a correr en dirección a sus automóviles. Solamente se quedó Thomas, mojándose y esperando mientras Lee fumaba resguardado bajo un ciprés. Al rato los dos volvían a reunirse con Glen en la cafetería de siempre, esta vez sin Tani. Allí compartieron información, en esa ocasión sin guardarse nada. A Lee le costaba creerse todo aquello, mientras que Thomas mantenía la compostura, no sorprendido pero sí algo más acostumbrado. Todo se reducía a encontrar a una o a otro, a Amelia o a Nils. Por eso, el detective se iría a comisaría a emitir por fin la orden de busca, pero no de captura, mientras que los otros dos esperarían noticias tras visitar Greenwich Village.

Cuando Glen se marchó, el espía y el cazador de recompensas se quedaron solos. Lee trataba de paliar un poco su dolor de espaldas estirándose; mientras, Thomas pensaba.

—¿Quieres que le pongamos fin a esto? —dijo Thomas por fin.

Lee dejó de moverse de golpe. —¿Nosotros dos solos, quieres decir? ¿No le decimos nada a Glen?

—Él no está preparado, y ya ha sufrido bastante. Iremos nosotros. Sé dónde se hospeda Nils.

—¿Quién te lo ha dicho? —Lee no salía de su asombro.

—Mis contactos, ya sabes… Dame unos minutos. —Thomas se levantó y fue hacia la entrada, cerca de la cual había un teléfono público. Allí permaneció pegado media hora, hablando a ratos y sin que nadie le molestara. Cuando por fin regresó a la mesa le dijo al grandullón que tendrían que esperar, así que pidieron algo de comer mientras.

—Tú no usas teléfono móvil, ¿verdad? —Lee decidió preguntarle por fin a su improvisado compañero. —¿Por qué no? ¿Es una manía? ¿O acaso eres de esos tipos raros, y mira que lo eres, que no confían en la tecnología o que no se atreven a dar el paso?

El espía respondió sencillamente con una mueca y media sonrisa, y prefirió no comentar nada al respecto, a pesar de que Lee no dejó de intentarlo. Sin embargo, la insistencia del cazador de recompensas se vería interrumpida cuando el otro comensal se volvió a marchar a la cabina, llevándose consigo una servilleta de papel y pidiendo prestado un bolígrafo a la camarera. ¡Era tan desastroso que no llevaba ni lo básico encima! La impresión que Lee se estaba formando de aquel tipo era que improvisaba sobre la marcha, que siempre llevaba lo mínimo y lo justo.

—Nos vamos, —le dijo Thomas dejando un billete de veinte dólares en la mesa, insuficiente para pagar todo lo que Lee había consumido. Los dos salieron y se subieron al Focus del cazador de recompensas con cierta prisa.

—¿A dónde vamos? —preguntó Lee mientras se encendía otro cigarrillo antes de arrancar.

—A Greenwich Village.

—¿Dónde los maricones?

—Tuviste un gran acierto al localizar a aquel taxista. Verás, el señor Dank, el director del banco que atracó Nils en Arkham, tenía registrado el contenido de las cajas privadas, acorde a la ley por supuesto. Los números de serie de cada billete también; algo minucioso pero efectivo en casos como este y un requisito esencial según para qué aseguradoras. Con esos billetes Nils pagó su alquiler en Arkham, no con el de papá, a quien muy posiblemente ni conozca. Con esos billetes se pagó también el tren para Nueva York; con esos billetes posiblemente pagase al taxista que interrogaste, así como a otros tantos; y con esos billetes ha hecho una compra en una tienda de deportes en dicho barrio, no hace mucho. Así que vamos para esa tienda.

—Pero a esta hora, la tienda estará cerrada o a punto de cerrar, —observó Lee, quien ya conducía por las atestadas calles de Nueva York.

—No te preocupes, estará abierta cuando lleguemos. Tenemos que preguntar por el encargado, Greg Harrison. En marcha.

Con el tráfico de Nueva York la variopinta pareja tardó bastante en llegar a Greenwich Village, no tanto en localizar Deportes Harrison, la tienda de deportes que Nils visitase hace muy poco. Una vez allí, con casi todas las luces apagadas y los escaparates chapados, el somnoliento encargado esperaba la llegada de dos “agentes” de paisano a quienes debía recibir para confirmar la numeración de determinados billetes que horas antes debió comprobar. Al ver al gigante de pelo cano y puntiagudo sí le pareció que los agentes habían llegado, pero al ver al tipo canijo y nervudo de pelo largo no lo tenía tan seguro.

Thomas sacó otra placa, en esta ocasión del F.B.I.

—Buenas noches caballero, ¿el señor Harrison? Soy el agente Travers, y aquí mi compañero el detective Innes. Enséñenos los billetes por favor. —Thomas habló con la autoridad propia de un agente experimentado, algo que sorprendió hasta el mismo Lee.

El espía se puso a comprobar minuciosamente la numeración de una serie de billetes de cien ante la fatigosa e impaciente mirada de aquel encargado rollizo y cincuentón, quien sudaba copiosamente como consecuencia del bochorno de la noche de verano. Mientras, Lee se comportaba como un niño admirando ballestas y otros “juguetes”, como él los denominaba, yendo de aquí para allá por la sala de exposición y moviéndolo todo ante la desesperación del señor Harrison.

—Vaya, entonces tienen que llevárselos, —dijo el encargado decepcionado cuando Thomas confirmó la procedencia del dinero.

—No, —respondió el espía campechanamente. —Si a mí esto no me sirve para nada, y para usted es una buena caja. Ya se lo llevará otro, si viene… Lo que necesito es que me diga cómo era el tipo que usó este dinero y qué compró con él exactamente.

Lee dejó de pulular por la sala y se acercó al mostrador donde su nuevo compañero y el encargado de la tienda conversaban.

—Pues veamos las grabaciones, —dijo, señalando cada una de las cámaras que había detectado mientras probaba cosas.

—¿Para qué Lee? —preguntó Thomas. —Aquí el señor Harrison nos lo va a decir.

Efectivamente, el encargado procedió a dar una descripción que encajaba perfectamente con la de Nils Lindstrom exceptuando que se había dejado algo de barba y el pelo más largo, además de ir poco aseado. De todos modos, le extrañó que aquel agente, además de no querer llevarse los billetes como prueba, no quisiese echar un ojo a las grabaciones para asegurarse. En cuanto a las cosas que compró, fueron: ropa de abrigo, una canoa hinchable con accesorios varios, barras luminiscentes, botas de escalada, cuerda, etcétera. De los elementos más moderno, el cliente tuvo que dar una descripción no muy certera para dar a entender lo que era cada cosa, y a continuación recibir algo de explicación de su funcionamiento, como la forma en la que se hinchaba la canoa, algo que resultó de lo más curioso al señor Harrison.

—Un momento, un momento. —Thomas detuvo al encargado. —Si no le importa, mejor me saca una copia de la factura o me lo escribe todo en una hoja. Ah, y de paso me dice la dirección a la que envió todo esto, porque supongo que el cliente no se llevaría todo esto a cuestas.

—No, si el caso es que no se envió a su domicilio, —la respuesta de Harrison dejó intrigada a la pareja de pseudo agentes. —Se envió todo al aeropuerto Kennedy, a la pista número doce y a nombre de la señorita Amelia Van Slyke.

Lee y Thomas se miraron con los ojos muy abiertos. Un segundo más tarde estaban corriendo hacia el coche, dejando al encargado con las gafas puestas y buscando una copia de la factura.

—Un momento, ¿por qué corremos? —Thomas hizo que su amigo se frenase en seco. —No vamos a llegar. Ya se ha ido. La pista doce está reservada para vuelos privados. Y ya sabemos adónde ha ido.

—¿Ah, sí? ¿Lo sabemos?” —Lee no parecía muy convencido.

—Piensa Lee, piensa un poco. —Thomas insistió a su fornido compañero.

—Joder, te estaba vacilando. ¿Te crees que me ha afectado el alcohol? Bueno sí, un poco. Y el tabaco también. Ha tirado para Ecuador.

Thomas propuso, ya que estaban por allí, dar con la guarida de Nils. Y el cazador de recompensas estuvo de acuerdo. Así que pasearon por las caóticas calles de Greenwich Village tan adornadas de restaurantes temáticos que era más fácil guiarse por dichos locales hosteleros que por la numeración de las vías mismas. Adonde quiera que miraban veían a un chico ofreciendo droga a los viandantes u otros servicios igualmente de desagradables. Aquello le hacía a Lee recordar su época como agente de la policía secreta, el grupo Lima.

Los locales que cerraban por el día abrían sus puertas por la noche; la mayoría sórdidos y de dudosa legalidad, y restaurantes de contrastes y comidas internacionales que se llenaban de turistas curiosos, atraídos por una atmósfera bohemia y fantasiosa. Bloques de apartamentos eran las estructuras predominantes, con sus bajos dedicados a bares, sin olvidar sus numerosas librerías y tiendas de arte local, con obras de calidad cuestionable creadas por los autoproclamados “artistas refugiados” en la barriada.

Lee eligió uno de los subterráneos bares como primer punto donde llevar a cabo sus pesquisas, al cual se accedía mediante unos mohosos escalones que descendían hasta una puerta de madera con una ventanilla cuadrada de cristal lo bastante sucia como para no distinguir bien el interior. Se llamaba El gato de Cheshire.

Dentro podía respirarse ese ambiente bohemio del que tanto presumía el barrio, donde el gigantón Lee con su camiseta heavy y el flacucho Thomas con la suya de Fido Dido no encajaban en absoluto. Al fondo del amplísimo salón había una barra en forma de “U” cerrada por la pared, y repartidas por todo el local numerosas mesas bajas de madera rodeadas por cojines grandes y de diversos colores. En una de las paredes colgaban varias fotografías en blanco y negro, supuestamente artísticas de diferentes zonas del barrio, mientras que la contraria estaba dominada por un inmenso cuadro de vivos colores en el que se podía ver a una gran figura verde de faz tentaculada surgiendo de una especie de marisma multicoloreada. En la esquina inferior derecha se podía ver perfectamente una firma y una fecha: Russell, 23-3-1925. Todo ello iluminado por unos focos de luz violeta y coronado por una nube de humo procedente de los cigarrillos que los parroquianos del garito fumaban usando boquilla, algo que disgustaba a Lee.

A Thomas le repugnaba aquel ambiente, formado por tanto intelectual de espíritu libre pero igual de ligado a las mismas leyes biológicas que el resto del mundo. Allá donde mirase veía a mujeres famélicas con perforaciones por toda la cara, hombres con el pelo enmarañado y recogido con una coleta, barbas descuidadas y un fuerte olor a falta de higiene (como él). Eran todos artistas, escritores, poetas, pintores y de una sensibilidad especial, que estaban por encima de la humanidad aunque no tuvieran para comer, prefiriendo gastarse el poco dinero del que disponían sus padres en drogas y otros vicios inmencionables. Pero claro, ¿quién era Thomas para cuestionar tan noble y liberal estilo de vida si no era tan ilustrado como ellos?

Lee, que estaba más acostumbrado a toda clase de antros, fue el que dio el primer paso y se metió de lleno en un grupo, interrumpiendo bruscamente y preguntando si alguien conocía a Nils, ofreciendo una descripción. El grupo al que consultó estaba formado por dos mujeres y tres hombres, o eso parecía, y fue una de ellas la que contestó con tono receloso.

—¿Y para qué lo busca? ¿Eres policía acaso?

—¿Tengo pinta de serlo? Lo busco para ponerle una medalla, está claro. —El cazador de recompensas quiso dar a entender que no era miembro de las fuerzas de la ley, pero la chica no parecía precisamente convencida de ello. —Mi colega y yo lo andamos buscando porque le debe pasta a alguien. Un tipo como él no debería apostar en los hipódromos.

A Thomas le sorprendió lo bien que se desenvolvía su compañero, y cómo parecía tener respuesta para todo. Uno del grupo confesó conocer a Nils, diciendo que era un invitado de su amigo Darren. Explicó al tipo grande que Nils llevaba poco tiempo por allí, que se le presentó como amigo de Darren, su vecino, quien había ido a ver a su familia a Maine y que le había dejado las llaves del apartamento. Lee parecía volver a tener suerte en sus investigaciones, así que entregó a aquel tipo unos dólares por llevarle hasta el piso que ocupaba Nils.

—Claro que les acompaño, —dijo el bohemio. —Pero será un viaje corto, porque es en este mismo bloque.

Lee miró a Thomas sorprendido por el tino que había tenido. Así que invitó a una ronda a los allí presentes y se marchó junto al espía. Según las señas que les habían dado, el apartamento era el E de la planta cuarta. Tuvieron que subir por las escaleras, pues ascensor, aparte de oler a orina y estar pintarrajeado con anuncios de búsqueda homosexual, estaba fuera de servicio. Cuando subieron hasta la cuarta planta, un ejercicio que hizo recordar a Lee sus punzadas en la espalda, fue Thomas quien decidió ponerse delante, dejando al gigantón en la retaguardia.

Thomas llamó con mano firme un par de veces y, al no tener respuesta, sacó una ganzúa de un bolsillo del pantalón, dispuesto a abrir la puerta sigilosamente. Sin embargo, no había metido la punta del alambre aún cuando la planta de la bota de Lee se estampó contra la puerta, abriéndola y arrancándole alguna que otra bisagra.

—Bah, entremos, —dijo Lee adelantándose.

El apartamento estaba formado por un salón conectado a una habitación con baño mediante un marco del que colgaba una cortina de abalorios. El olor era una combinación de barro, vegetación, humedad, podredumbre y reptil. Thomas se tapó la boca con un pañuelo y encendió todas las luces, para ver el mismo escenario con el que Glen se encontrase en Arkham: una bañera llena de agua y plantas, una estufa y piedras de diverso tamaño, creando las condiciones propias para una criatura de sangre fría como un poiquilotermo. Además, encima de la única cama en toda la vivienda se encontraba un cadáver maloliente envuelto de mala manera por puñados de arcilla seca y una ruidosa nube de moscas. Aquella combinación de descomposición y barro endurecido resultaba lo suficiente desagradable como para provocar náuseas al espía y su compañero.

Mientras Thomas analizaba el cuerpo a cierta distancia, el cazarrecompensas se fijó en una escultura de unos veinte centímetros de altura, hecha de arcilla. Aunque a simple vista parecía tosca, examinándola de cerca Lee pudo apreciar que se trataba de una representación en miniatura de un monolito, y distinguir una serie de caracteres curvos y en espiral por una cara que era más lisa. En la base, también de arcilla, estaba grabado “Dr. Roberts 2001”. Lee no quiso darle a aquella obra más importancia de la que tenía, y acudió al dormitorio junto a Thomas.

El cadáver pertenecía a un varón de aproximadamente treinta años de edad, pelo largo y moreno, con perilla, y vestido con una camisa de tirantas y un pantalón corto. En su cuello lucía una herida profunda y diagonal, como la que lucían las demás víctimas de Nils Lindstrom. Los dos compañeros circunstanciales se pusieron a registrar el lugar, encontrando el recibo de compra en el que aparecían reflejados los productos adquiridos en la tienda de deporte.

—Vayamos a buscar a Glen, —dijo Clements, poniendo fin al registro.
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Re: La era de Mappo

Notapor Sconvix el Mié Sep 22, 2021 3:51 pm

II

La noche no podía estar más tranquila y el guarda de la mansión Van Slyke más aburrido. Mientras, Tani Chin esperaba cerca de la cancela, encerrado en su coche, a ver entrar o salir a Nils y/o Amelia. También se conformaba con ver al mayordomo que con tanto descaro les mintiese horas antes, para sacarle toda la información aunque fuera a base de golpes.

El matón y traficante estaba desesperado por acabar con todo aquel asunto, satisfacer a su jefe y volver a hacer lo suyo: estimar rutas y sobornar, o más divertido, intimidar a algún que otro funcionario para hacer una entrega. Lo que más le preocupaba de todo aquello era que no terminaba de entender lo que aquel grupúsculo de tres habló en el coche y en la cafetería. Según había entendido, el tal Nils actuaba influenciado por algo. Y Amelia parecía haber sufrido un episodio similar a edad temprana, dejando por tanto de ser quien era, y pasando a ser una persona distinta. Tani se preguntaba, en base a esos hechos, si Hwanga no habría sufrido aquel mismo trance en algún momento de su vida y si él mismo no había estado tratando con la persona equivocada.

Cuanto más tiempo pasaba, más tiempo pensaba Tani en aquello. Siendo de religión budista, le preocupaba pensar que el alma de Hwanga hubiese sido suplantada por un ente invasor. Asimismo, le inquietaba el haber estado ayudando de algún modo a dicho ente malévolo, pues su karma acabaría estando descompensado de ser así. Sabedor de que jamás conseguiría la iluminación por sus actos, Tani estaba condenado a reencarnarse, pero éstos posiblemente acabarían enviándole al reino animal, o tal vez a algún infierno gélido o ardiente hasta haber equilibrado la balanza y así poder retornar al reino humano. Puede que se encontrase con el verdadero Hwanga transformado en un fantasma hambriento tratando de colmar un apetito espiritual insaciable, pues lo pretas carecen de boca.

Para Tani, la cuestión religiosa era lo que marcaba la vida de un hombre, y más en él, dado que temió siempre acabar en los infiernos. De ahí su necesidad de contrarrestar cada buena acción con una mala, y viceversa, pues tal es el budismo: no busca la satisfacción terrenal, sino el poder escapar de la tortura de la reencarnación, el poder detener el girar de la rueda.

En esos pensamientos se hallaba sumido el traficante cuando decidió salir de dudas e ir a preguntar a quien parecía saber más que él del tema. Había caído ya la madrugada, por lo que dudaba mucho que fuera a ver entrar o salir a nadie de la mansión Van Slyke. Así que arrancó el coche y regresó a la ciudad.

En su piso de Brooklyn Glen dormía a ratos, exhausto por tan largas horas de vigilia e intranquilo por el desconcertante desarrollo de los acontecimientos. La habitación en la que dormía estaba completamente a oscuras, con todo cerrado y sin ruido. Le recordaba a aquella que tuvo que alquilar cuando comenzó su carrera en el cuerpo de Policía, cuando no había conocido siquiera a quien sería su esposa, cuando su hija aún no estaba en proyecto, y cuando todo lo que le había sucedido desde la muerte de Harvey era algo impensable. No sabía si llovía fuera, si hacía viento ni ninguna otra cosa. Tampoco sabía qué hora era; solamente oía el segundero de su despertador avanzando sin cesar hacia un nuevo día de búsqueda.

De pronto, su puerta retumbó con un par de fuertes golpes. Glen saltó de la cama, palpó con una mano encima de la mesita de noche para coger su nueve milímetros y se dirigió a la puerta principal para ver quién era. Según el reloj del reproductor de DVD de la salita eran las tres de la madrugada, una hora impropia para visitas.

Glen metió la llave sigilosamente en la cerradura, con la idea de ganar velocidad y sorprender a quienquiera que estuviese al otro lado. Sin embargo, una imponente masa de grasa y músculo empujó la puerta nada más girar la llave. Tani Chin atravesó salvajemente el umbral agarrando al que fuera su protegido temporal y lo levantó del suelo cogiéndolo por el cuello, aplastándolo contra la pared y haciéndole perder la pistola, la cual cayó pesadamente sobre el suelo de la estancia, amortiguada por la moqueta. A pesar de la oscuridad reinante, Glen se daba perfecta cuenta de que aquel oriental estaba nervioso, y la pregunta que formuló era buena muestra de ello.

—Dígame, detective. ¿Era Hwanga uno de ellos? —dijo Tani con el mejor inglés que sus conocimientos le permitían.

Glen sentía las poderosas manos de aquel monstruoso chino presionando su cuello, sin poder respirar ni tampoco responder a una pregunta para la que carecía de contestación.

—Por supuesto que no. —Una voz familiar y serena respondió justo antes de que las luces del piso se encendieran. —O de lo contrario no se hubieran desecho de él.

Quien hablaba era aquel tipo delgaducho y mal vestido que iba siempre acompañado del gigantón canoso.

—Estoy absolutamente convencido de ello, —insistió Thomas.

Tani soltó a Glen y preguntó a aquel hombrecillo por qué lo tenía tan claro. El espía se limitó a responderle que se trataba de pura lógica. Mientras los dos discutían, Glen se recomponía en el suelo tras haber sido soltado por el gorila.

—Lo hemos comprobado, —dijo Lee a Glen mientras este último cogía aire. —Nils y Amelia partieron ayer tarde en un avión privado de los Van Slyke. Su destino era Ecuador, y ya sabemos cuál será su objetivo.

—Puedo conseguir pasajes para allí —intervino Thomas antes de despejar las dudas de Tani. —Sin embargo, el primer viaje de hoy no sale hasta las diez y cuarto de la mañana. Así que si lo desean, descansen y relájense mientras yo consigo cuatro asientos.

Thomas miró a Tani, contando con él, hecho que reconfortó al gorila asiático.

—Que sean cinco, —dijo Glen una vez recuperado el aliento y la verticalidad, e inmediatamente cogió su teléfono móvil para llamar a Adam.

—Bien, en el Kennedy a las nueve, —sentenció Thomas llevándose consigo a Lee y al traficante de aquel insulso apartamento propio de una persona olvidada por la sociedad.

—Adam, —dijo Glen por teléfono. —Vente ahora mismo para Nueva York.

—¿Por qué? ¿Ha pasado algo? —preguntó un somnoliento Adam. —Dígame qué sucede.

—No preguntes. Haz las maletas y tira para acá en el primer tren que salga de Arkham. Te necesitamos.

—¿Me necesitan? ¿Quiénes me necesitan? —Adam sentía curiosidad, pero el silencio de Glen le hizo replanteárselo. —Oh, está bien, no preguntaré. Pero los trenes no reanudan su servicio hasta las seis.

—Perfecto entonces. A las ocho estarás aquí y a las nueve en el aeropuerto Kennedy. No me falles.

Glen colgó sin esperar la confirmación del estudiante. Miró a su alrededor y se fijó en la hora. Apenas habían pasado unos minutos desde que Tani irrumpiese en su piso. Sus ojos se posaron en aquella cama vacía de sábanas revueltas, para luego pasar al pequeño escritorio junto a la ventana atiborrado de documentos, recortes de periódicos y servilletas con garabatos. Tenía que activarse…
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Re: La era de Mappo

Notapor Sconvix el Jue Sep 23, 2021 8:51 am

LAS LLANGANATES
EN UN PAÍS CON TODO LO QUE NECESITAS

I

No eran ni las siete de la mañana y ya estaba Tani Chin plantado frente a la casa de su afligido jefe, vestido con uno de sus caros trajes confeccionado a medida y una historia en mente. Antes había dejado a sus aves comida suficiente para dos meses y las puertas de las jaulas abiertas en el caso de que quisieran marcharse, por si él no regresaba. También tuvo tiempo para escribir y echar en un omnipresente buzón una carta al padre Victorin del Vaticano en la que le contaba que pretendía hacer un viaje, pero no el motivo.

Cuando el contrabandista fue admitido al interior de la lujosa mansión, fue conducido hasta la sala de lectura, donde un desanimado y cansado Brilliant Chang esperaba sentado y tremendamente afectado al que fuera uno de sus mejores hombres en lo que a asuntos de tráfico ilegal se refería. Aquella sala era el centro de meditación del viejo Chang, rodeado de libros budistas con sutras y mantras capaces de purgar el alma hasta del ser humano más aborrecible de la Tierra, como él. Una estatua dorada de Buda alzaba su mano sentada a horcajadas en un lateral de la estancia, justo entre dos estanterías donde se alineaban pulcramente numerosos tomos. Al fondo, una impresionante cristalera ofrecía la maravillosa y espectacular vista de un jardín zen de rocas negras y fuente de bambú.

—Señor, el asesino ha escapado. —La confesión directa de Tani apenas causó un efecto físico visible en aquella masa de arrugas y hueso que vestía un pijama blanco en lugar del habitual traje elegante. Tani esperó un instante y después prosiguió. —El detective no pudo darle caza.

—¿Y tú? ¿No has podido darle caza tú, hijo? —Sin levantar la mirada de la pulida mesa central la voz de Chang resonó por toda la habitación, denotando así su gran enfado ante tan indeseada noticia.

—No, señor. Pero sabemos dónde se encuentra: en Ecuador. Allí las leyes no son como aquí, y estoy seguro de que voy a poder cogerlo y matarlo sin problemas. Además, Moore no será un obstáculo. —Tani se explayó más de lo que solía, buscando la aprobación de su jefe.

—¿Me estás diciendo que ese asesino se ha marchado sin más? —Chang volvió a emplear el mismo tono, todavía sin levantar la vista de la lustrosa mesa. —Dime, ¿qué necesitas? ¿Hombres, dinero, transporte…?

—Absolutamente nada de eso, señor. Todo está preparado. Venía a informarle, y a pedirle que me mande esto. —Tani sacó de un bolsillo su fiel puño americano y lo dejó sobre la mesa. Brilliant Chang lo recogió ceremoniosamente, pues aquel objeto había hecho por su negocio más de lo que cualquier otro de sus secuaces, y porque representaba la herramienta de trabajo de un hombre fiel a él.

—Cuenta con ello, hijo. —Chang acabó alzando la cabeza para mirar fijamente a los ojos de su hombre. —Pero tendrás que traerme la cabeza de ese hombre; y si no lo haces, ya sabes lo que te espera si vuelves a cruzar la frontera…”

Con aquella amenaza carcomiéndole por dentro Tani abandonó el lugar, con dirección al aeropuerto. Pensó en que no había dispuesto de tiempo para buscar mapas del país ni para pensar en una estrategia, así que tendría que improvisar una vez en el terreno, algo que no le gustaba demasiado al precavido contrabandista. Ya en el aeropuerto aparcó en una amplia explanada muy cercana, la cual no dejaba de ser un solar de tierra allanado de mala manera, donde se mezclaban coches brillantemente pulidos con otros cubiertos de arena y polvo del tiempo que llevaban allí. Con paso firme y decidido el contrabandista se encaminó hacia la terminal, la cual ya conocía al dedillo de tantos viajes como había hecho, aunque en esta ocasión hacia el sur, porque siempre había salido de allí al norte o al oeste, lo cual era raro, considerando los numerosos cárteles de la droga que pululaban por Sudamérica.

Al llegar a la terminal pudo ver que no había sido el primero en llegar. Sentado en una de las largas hileras de asientos de metal tapizados en negro se encontraba Glen, vestido con su más que habitual gabardina marrón y hablando con un chico bajito y regordete. Cuando acercó a ellos, Glen le presentó a aquel muchacho como Adam, estudiante de arqueología. Tani no quiso estrechar la mano que el impresionado joven le ofrecía, limitándose a cruzar por delante, tomar asiento y preguntar: —¿Sabe español? —Glen miró a Adam, quien movió la cabeza afirmativamente, aunque no muy convencido. —Entonces puede valer, —añadió el contrabandista.

Los tres esperaron al resto allí sentados, mientras que la hora de facturar se acercaba irremediablemente. Glen, inquieto, se puso de pie y empezó a dar vueltas mirando a ver si veía a los dos que faltaban. Entretanto, Adam no dejaba de mirar al chino y de preguntarse quién era aquel individuo y por qué les acompañaba, porque el detective Moore no había tenido tiempo de explicarle completamente la situación desde que llegase a Nueva York.

Pasados unos minutos apareció Lee, con gesto preocupado y algo nervioso, tal y como pudieron distinguir todos excepto Adam.

—¿Y su compañero? ¿Va a tardar mucho? —preguntó Glen impaciente al recién llegado.

—No va a venir. —La respuesta de la cobra Innes fue seca, dejando helados a los demás.

—Pero… ¿por qué? —insistió el detective.

Pero Lee se limitó a explicar que su amigo lo había preparado todo, entregando a cada uno un billete de avión de ida y vuelta con un intervalo de tiempo de un mes. Glen insistió.

—Porque dice que tiene algo más importante que hacer, que es su deber y que no puede dejarlo a un lado. —Lee resopló, como cansado. —Es algo relacionado con su trabajo. Dice que tiene que hacerlo, que es muy importante para todos nosotros y que tiene la sensación… —hizo un gesto de entrecomillado con los dedos —…de que ha de hacerlo.

Glen no podía creerse que el hombre que parecía estar dispuesto a llegar hasta el fondo del asunto hubiese abandonado el barco a las primeras de cambio, sin dar más explicación que “era su deber.”

—¿Qué puede haber más importante que esto que estamos haciendo? —replicó el neoyorquino una vez más, aficionado a las discusiones.

—Mira, Glen, a mí tampoco me gusta la idea de ir sin él; sin embargo, somos muy capaces de enfrentarnos al tal Nils ese. Me fío de su intuición, porque parece ser un hombre muy distinto a nosotros. Presiente lo que va a suceder, ve esas… cosas… En serio, estoy seguro de que es mejor así. Ahora vayámonos y os iré dando detalles del itinerario que nos ha preparado en tan poco tiempo.
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Re: La era de Mappo

Notapor Sconvix el Mié Sep 29, 2021 3:07 pm

II

Un anciano respira el viento del norte, estrecha sus ojos y frunce el ceño. Está nevando, mucho, no cabe la menor duda. Nieve y una luna maldita, porque ha llegado otra vez. La Luna vuelve a ser nueva, pero esa nieve… El anciano está cansado, sus huesos son como las ramas de un árbol en otoño; le duelen por culpa de ese frío infernal, y ya no es tan ágil como antes. Pero da lo mismo, la luna maldita se acerca y hay trabajo que hacer…

El viejo humedece sus agrietados y marrones labios y vuelve la vista a las plumas de águila que lleva en su mano en alto. Se pone de rodillas y traza un círculo en la nieve. Murmura una canción, la canción de futuros inciertos, la canción de las cosas por llegar. Canta a las plumas y al círculo en la nieve. Irguiendo la cabeza, canta a las montañas, al cielo. Ha de averiguarlo…

El ritual es simple: canta dos veces más, luego sigue con el brazo en alto y termina por dejar caer las plumas. Si caen dentro del círculo, la Bestia vendrá una vez más, para darse un festín ante la luz de la mala luna. Si no… significará que sus plegarias han sido escuchadas, y la Bestia pasará de largo una vez más.

De repente la oscuridad, los gritos de dolor de Lee y el crepitar de unas llamas inmensas, una detonación y el silencio… o el sonido del silencio.

Tom volvió a despertar empapado en un sudor frío, jadeando de pánico y terror. Se llevó las manos a la cara sintiendo mucha ansiedad, horrorizado por algo que era incapaz de entender ni de interpretar, por algo que parecía estar lejos de su alcance, lejos de poder solventarlo.

Miró a su lado, a la cama donde roncaba su compañero apaciblemente tras cargarse unas pocas de pintas, bocarriba, para así no dañar más su fastidiada espalda. Le alivió verlo allí, como cuando vio a su hermano Alan en aquella tienda de campaña, recuperándose milagrosamente de su grave herida en la pierna. También se acordó de su hermana, Karen, y del hijo de ésta, su sobrino Samuel. Entonces se dio cuenta de cuánto añoraba a su familia, a aquellos días apacibles y sin preocupaciones en Bowersville, la casita del lago y las montañas. Sentía la imperiosa necesidad de volver a ver todo aquello, pero también la sensación de que no podía. Por alguna extraña razón, aquel sueño era para él una especie de llamada, una llamada que de no responderla tendría como consecuencia un gran sufrimiento para Alan, reflejado en Lee.

Tom se levantó de la cama, determinado a hacer lo de siempre: actuar acorde a su intuición. Así que se preparó y esperó a Lee en el comedor del hotel. El cazador de recompensas no tardó demasiado en atravesar la puerta de doble hoja que separaba aquel espacioso comedor del pasillo, con sus paredes color salmón y mesas de madera con unos manteles individuales a juego con la sala. Un hombre grueso y medio calvo, vestido con camisa blanca y corbata, se encargaba de acomodar a los no pocos clientes del hotel, siendo éste quien señalase al gigantón la mesa en la que se encontraba su amigo, justo al fondo. Antes de llegar hasta allí, Lee cogió un plato y lo llenó con toda la comida que pudo del buffet. Una vez juntos, a Tom volvieron a invadirle las dudas, y esperó hasta el final a ver qué sucedía.

Los dos no hablaron demasiado, pues mientras uno se atiborraba de pasteles y café, el otro permanecía pensativo y casi no probaba lo que se había llevado a la mesa. Lee no consiguió hacer hablar a aquel tipo sin nombre que tenía ante sí y, dada su naturaleza, lo dejó estar, sabedor de que llegaría el momento en el que le acabaría explicando el porqué de su silencio.

Cuando por fin se pusieron en camino hacia el aeropuerto Lee trató de entablar alguna conversación con su abstraído copiloto, quien respondió con monosílabos a todos los comentarios y preguntas. Cuando por fin llegaron al aeropuerto los dos se dirigieron a la terminal con el escaso equipaje que llevaban, especialmente Tom, pues no llevaba más que una mochila con “cuatro cosas”, decía. Cuando atravesaron uno de los accesos al interior Lee se paró en seco, pétreo cual víctima de una visión espeluznante, con los ojos abiertos como platos y un gesto de puro terror en su rocoso rostro.

Parpadeó unas pocas veces para cerciorarse de que no se trataba de una jugarreta de su imaginación, ni de un sueño o de un efecto óptico producido por el reflejo de los numerosos cristales y espejos omnipresentes en toda la terminal. Reconoció aquello de lo que el rarito y aquel policía negro discutieran el día anterior, así como lo que viese el guardaespaldas del senador Lindstrom en el periódico. Sin creérselo, veía a una mujer pelirroja, con el pelo largo y rizado, de estatura media y elegantemente vestida. Se encontraba en medio de una cola que, según la pantalla de encima, reflejaba que tomaría un vuelo a Madrid, España. Y superpuesta a aquella mujer estaba la figura, etérea, de una criatura reptil, como una serpiente con extremidades, con la mirada perdida al frente. Su lengua salía y entraba incesantemente del interior de sus grandes fauces, escurriéndose entre unos labios blancos y carnosos, semejantes a los de una mocasín de agua. Sus portentosos brazos colgaban pesadamente rematados por unas largas uñas curvadas y afiladas. Y tras de sí, una gruesa y larga cola se extendía hasta dos pasajeros más allá, sin que nadie se percatase de la bilocación.

Lee no podía moverse, preso de un pánico sobrecogedor que nunca antes había sentido, ni siquiera cuando el caso Armbruster. Su cuerpo comenzó a temblar, acentuando en aquel instante la molestia que entonces pasaba a ser dolor de espalda. Fue en ese momento cuando la mano afectiva de su acompañante se posó encima de uno de sus hombros, tranquilizándole mínimamente.

—Sé que puedes verla, —le susurró Tom. —Yo también la veo, aunque no siempre. No sé por qué. Nos cruzamos con esa mujer en el aparcamiento, ¿recuerdas? Entonces no te diste cuenta.

—¿Y por qué puedo verla ahora? —preguntó impaciente y asustado el gigantón, muy confuso por la experiencia.

—No tengo ni idea. —El tono de Tom seguía siendo calmado, tratando de no poner más nervioso al que hasta entonces había sido su compañero. —Parece que con el tiempo, o dependiendo de nuestro estado mental… o ambas cosas, pudiésemos verlas. Puede que también se deba a que en un momento dado bajan la guardia y su ilusión queda rota.

—¿Hay más? —Lee se puso a mirar hacia todos lados mientras la cola en la que se encontraba la mujer pelirroja avanzaba en dirección a la puerta de embarque.

—No… no veo ninguna más.

—¡Pero hay más! ¡Debemos detenerla! —Lee quiso precipitarse en busca de aquella persona… o lo que fuera, pero Tom lo frenó.

—Déjala ir. No hay nada que podamos hacer aquí y ahora. No sabemos cuánto tiempo llevan entre nosotros, en nuestra sociedad. Puede, incluso, que nosotros seamos los auténticos usurpadores. Tampoco sabemos cuántas son. Es como si… se estuviesen manifestando ahora… desorganizadamente.

El silencio se hizo entre los dos en aquella terminal atestada de gente. Tom no estaba demasiado seguro de lo que estaba diciendo, pues se sentía fuera de sí hasta que un escalofrío recorrió todo su delgado cuerpo y le hizo reaccionar. Metiéndose la mano en el bolsillo de la chamarreta sacó unos billetes de avión y rompió uno, ofreciendo a Lee el resto.

—Ten esto. Id y regresad sanos y salvos.

El cazador de recompensas miró profundamente extrañado a su compañero anónimo, sin entender qué quería decir con aquello, aunque intuyéndolo.

—¿Acaso no vienes? —protestó.

—Mira, Lee. —Tom cogió aire para intentar explicarse. —Siempre me he movido por intuición, y siempre he tenido éxito en mi cometido, fuera cual fuese. Y ahora mi intuición me dice que tengo que ir a otro sitio, e ir cuanto antes. La noche que nos conocimos te dije que tu vida corría peligro, y lo mantengo. Tengo la sensación, casi la certeza, de que si voy a donde tengo que ir podría cambiarlo todo.

—En ese caso, voy contigo… ¡te acompaño! —Lee se dejó llevar por el ímpetu, por el momento. —Si mi vida depende de ello, deja que sea yo quien se arriesgue.

Tom negó con la cabeza, y adoptó el tono paternal que solía emplear a la hora de convencer a su hermano mayor de algo. —No. Es mejor que vaya solo. Tú tienes que ir a donde tienes que ir. Te prometo que nos volveremos a ver, y que haré lo imposible por solucionar todo esto.

Lee no terminó de ser convencido, pero al ver a aquel hombre hablar con tanta seguridad decidió dejarlo ir. Era una de las personas más excepcionales de cuantas había conocido, y eso que habían compartido nada más que unos pocos días. Así que cogió los billetes, le estrechó calurosamente la mano, y cada uno tiró para su lado, sin mirar atrás.
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Re: La era de Mappo

Notapor Sconvix el Lun Oct 04, 2021 1:43 pm

III

El viaje a bordo del avión mantuvo al grupo inmerso en sus pensamientos. Adam era el que tenía más preguntas en mente, pero ante el mutismo del agente Moore prefirió esperar a que fuese éste quien diese pie a una conversación. Entre las incógnitas que rondaban su cabeza estaba la de quién era el tipo que había decidido no acompañarles a última hora, por qué era absolutamente necesaria la presencia de aquel chino gordo y con cara de pocos amigos, qué se suponía que iban a buscar en el yacimiento del profesor Duprey y que pretendían una vez allí, si habían enviado o no una carta al profesor advirtiéndole de su llegada, y un montón más de cuestiones.

El viaje duraría cerca de cinco horas, el único periodo de tiempo del que dispondría el grupo perseguidor desde que todo aquel asunto empezara. Cada uno de ellos lo vivía con un interés y una intensidad muy distintos, ya fuera la venganza, como en el caso de Tani, o el desahogo, como en el de Glen. Lee, por supuesto, fue todo el viaje pendiente de si veía otra de aquellas serpientes y, a pesar de no verlas, sentía cierta repugnancia al saber que podía estar perfectamente rodeado de ellas. ¿Quién le aseguraba que aquel chico regordete que había traído el negro no era portador o anfitrión de una de ellas? ¿Y la azafata? O peor, ¿y el piloto?

La cabina de pasajeros tenía capacidad para cincuenta personas, mas apenas iba una veintena a bordo. El grupo se había sentado junto, al fondo, en la parte supuestamente más segura tras la que se encuentra la caja negra. Hubo un momento en el que Adam no pudo más y quiso averiguar el motivo de tan repentino viaje y del misterio que rodeaba tanto a Nils como al Dr. Duprey.

—¿A qué vamos exactamente?

—A ver cómo te lo explico… —Glen se frotó la cara, como saliendo de un atontamiento inducido por la flojera. —Verás, digamos que hay un tipo que parece ver lo que tú viste en el periódico con bastante claridad. —Adam se quedó asombradísimo al escuchar tal revelación, pero el agente no se detuvo. —Y en Nueva York encontramos ciertas evidencias que apuntaban a que Nils se dirige a donde ahora vamos nosotros.

—¿A Ecuador? —La pregunta de Adam tenía toda la intención de parecer absurda, para que el detective le siguiese contando.

—Va a las Llanganates. Va buscando su lugar de origen, —sentenció Glen.

La palabra “origen” resonó en los oídos de Lee, quien estaba sentado justo delante, acompañado de Tani. Había estado oyendo la conversación por encima, pero a partir de ahí prestó mayor atención.

—¿Cómo que su lugar de origen? —Adam jamás hubiera esperado aquella respuesta, y menos de un hombre cuya profesión lo había obligado a basarse en pruebas y hechos, y no en elucubraciones.

Glen tomó aire y adoptó un tono paciente, más con él mismo que con aquel estudiante de antropología.

—Me dijiste que el Rumiñahui ese fue el que se encargó de ocultar el tesoro en las montañas Llanganates con la inspiración del dios Quetzalcóatl.

—Y no solo eso, —interrumpió Adam al detective. —También unificó las tribus incas de la zona bajo su ejército de Kitu. Fue el consejero de varios emperadores, y el sumo sacerdote de la Serpiente emplumada y precursor de su culto.

Glen volvió a tomar la palabra, sin asombrarse por los conocimientos del chaval.

—¿Y no te parece extraño que fuera tan longevo? ¿Qué hay de lo que me contaste acerca de esas fuentes que lo describían como una serpiente antropomorfa?

—Pero eso, señor Moore, bien pudieran ser meras leyendas, o que Rumiñahui vistiese pieles de reptil. Tenga en cuenta que aquél era un culto a la serpiente, y para acercarse más a un dios, hay que asemejarse todo lo posible a él. —Diciendo todo esto, Adam esperaba que alguna de sus teorías fuese cierta.

—Pero eso tampoco explicaría su longevidad en una época en la que la esperanza de vida apenas alcanzaba la treintena, ni por qué Nils mata a sus víctimas del mismo modo y con la misma fuerza con la que Rumiñahui sacrificaba a personas en su día. Es más, el hecho de que Pizarro traicionase al pueblo inca matando a Atahualpa reforzaría mi teoría.

—¿Cuál? —preguntó Adam muy intrigado.

—La de que Nils mata mayormente a personas de fe cristiana porque Pizarro era español, y por tanto cristiano. Y tú sabrás mejor que yo, que los conquistadores llegaron a este continente enarbolando banderas con cruces y acompañados de sacerdotes.

Las conclusiones de Glen sorprendieron al joven estudiante, quien había podido comprobar con el tiempo cómo un agente aparentemente escéptico formulaba una teoría de lo más rocambolesca, con el ceño fruncido y observando el vacío en un avión de tercera clase.

—¿Lo que me está diciendo usted es que Nils y Rumiñahui son la misma persona? —concluyó Adam.

—No, lo que digo es que Rumiñahui se ha apoderado del cuerpo de Nils. —Glen tragó saliva sonoramente, como digiriendo la barbaridad que acababa de soltar, pero en el fondo convencido de que aquello era cierto. —De ahí que vieses aquella bilocación ofidia, o su fuerza, su destreza… o incluso su capacidad para reconocer a otros de su especie… —recalcó esta última palabra.

—¿Otros?

Adam alzó la voz tan asombrado como asustado. Y antes de que Glen pudiese responderle, Lee se giró pesadamente en su asiento, incómodo por el tener la espalda tan quieta durante tanto tiempo.

—Sí, otros, —soltó el gigantón secamente.

Glen asintió rendido ante la evidencia, mientras que Adam seguía sin poder creérselo. ¡Cuánto habían cambiado las cosas en unos pocos días! Por su parte, Tani permanecía impertérrito, centrado en la conversación y captando partes de ella.

—Y yo he visto a uno de ellos, —prosiguió Lee. —El hombre anónimo que nos acompañaba podía verlos con mucha mayor claridad que nosotros. Yo no pude distinguir nada en la fotografía del periódico, sin embargo, tú sí, —dijo, refiriéndose a Adam. —Antes, en el aeropuerto, puede ver a uno. Temo que pueda haber algunos más, en cuyo caso el asunto no se limitaría a Nils.

Glen suspiró resignado, temeroso de que aquello fuese demasiado grande para la capacidad de tan reducido grupo.

—¿Y si no son algunos? ¿Y si son muchos?.

—Eso sería lógico. —Adam volvió a participar en la discusión. —Porque a lo largo de la historia ha habido cultos a la serpiente por todo el mundo. Sin ir más lejos en Luisiana, en los pantanos. La gente se desnudaba y retozaba en el suelo celebrando una orgía ofidia. También en Gran Bretaña, Grecia, Japón… ¿No han visto Conan el bárbaro?

Al oír el nombre del país nipón Glen sufrió un escalofrío involuntario, recordando al hijo del embajador japonés en Nueva York, quien fuera visto en compañía de Amelia Van Slyke y Nils Lindstrom durante una fiesta.

—Sean pocos o muchos no están organizados, —concluyó el cazarrecompensas.

—¿Y qué es lo que Nils pretende entonces? Si es quien creo que es, tendrá el liderazgo suficiente. —Glen contraatacó muy preocupado.

Con todo aquello dicho, los tres enmudecieron, sin saber qué decir ni por qué lo estaban diciendo. De pronto se habían dado cuenta, o al menos así querían pensar, que estaban hablando de cosas que la inmensa mayoría de la gente nunca llegaría a creer: posesión, hombres serpiente, sacrificios…
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Re: La era de Mappo

Notapor Sconvix el Mié Oct 06, 2021 1:15 pm

UNA LARGA TRAVESÍA

I


Los pasajeros del vuelo 714 a Quito, Ecuador, ya habían bajado del avión y cada uno se encaminaba hacia su destino. Sin embargo, el destino del grupo perseguidor era distinto, mucho menos terrenal y mucho más misterioso. Allí, en una diminuta terminal que había vistos tiempos mejores, los cuatro esperaban su trasbordo a Ambatos, ciudad en la que, según las autoridades aeroportuarias de Nueva York, se dirigió el avión privado de los Van Slyke.

Lee fumaba copiosamente, dejando caer las cenizas de su cigarrillo en un suelo beis plagado de quemaduras, y quejándose de vez en cuando de la incomodidad para su pobre espalda de tener que estar sentado durante tantas horas. Tani se encontraba despanzurrado en uno de los estrechos asientos de aluminio de la terminal, pensando en acabar cuanto antes aquel trabajo sin importarle si, como le había parecido oír, Nils era él mismo u otra persona. Los dos restantes, Adam y Glen, esperaban en silencio contemplando el paisaje desde la acristalada terminal.

Desde aquel aeropuerto, situado a mayor altura respecto a la ciudad que lo acogía, podía verse todo Quito apiñado en el fondo de un extenso valle. El diseño no era precisamente cuadriculado, sino que las calles zigzagueaban, subían y bajaban sin un sentido aparente, bordeadas por casas y edificios de muy diversa arquitectura en cada “manzana”. La mayoría era de un anodino color blanco; solo unos pocos, concentrados en barrios, tenían colores distintos: azul, verde, amarillo… Y al final de la vista, tras un bosque de como telón de fondo de tan estrafalario panorama, destacaba un monte enorme de cima nevada.

—Ese es el volcán Pichincha. —Adam rompió el silencio con su voz aguda, a la que Glen se estaba acostumbrando. —La última vez que entró en erupción fue en mil seiscientos sesenta y dos.

—Vaya, veo que te has documentado. ¿Cómo ha sido posible en tan poco tiempo? —El detective se giró, apoyando sus glúteos en la baranda de aluminio y observando qué hacían los otros dos.

—Cuando se hizo oficial la noticia de que el profesor Duprey pretendía organizar una expedición a las Llanganates, quise formar parte de ella, aun siendo imposible por no ser estudiante graduado, ni siquiera a corto plazo. A pesar de lo cual aprendí algo de español por mi cuenta y estudié algunas cosas de Ecuador.

—Se ve que sientes verdadera admiración por ese arqueólogo, —dijo Glen secamente, como pendiente a otras cosas.

—Sí, para mí es como un Indiana Jones menos fantasioso, más real. Me gusta su forma tan metódica de trabajar, y el mero hecho de pensar que pueda estar en peligro, y su legado también, hace que sienta deseos de aportar todo lo posible porque usted y sus amigos, —miró al gigantón y al chino gordo de reojo y con cierta desconfianza, —tengan éxito en esta empresa. Por cierto, ¿quién es ese del que tanto hablan ustedes y que nos ha programado todo el viaje en tan poco tiempo?

—No lo sabemos. Lee… —Glen señaló al cazador de recompensas, quien parecía ansioso por salir de allí y andar un poco al aire fresco. —Él parece conocerlo mejor, aunque tampoco creo que sepa su identidad. Por lo visto tiene los contactos suficientes como para que nosotros estemos aquí sin gastar ni un pavo. Nos ha conseguido billetes de ida y vuelta hasta esta ciudad y la de Ambato, así como un guía en esta última.

Adam asentía con la cabeza, satisfecho con las explicaciones del detective. Mientras tanto, Lee buscaba una salida para seguir fumando. Tani, sentado, esperaba pacientemente y en silencio.

—¿Y quién es ese?”—preguntó Adam refiriéndose a Tani.

—¿Cómo explicártelo chaval? Se llama Tani, es el matón de un traficante de drogas chino que opera en Nueva York…

—¿En serio?, —interrumpió el estudiante con cierta sorpresa. —¿Y qué hace aquí?

—Está aquí porque Nils, o lo que sea, mató al sobrino de su jefe, y él es el encargado, por decirlo de algún modo, de vengarse. Es muy peligroso, pero tampoco crea que sepa a lo que se enfrenta… ¡No lo sé ni yo!

El silencio volvió a reinar entre la pareja y el agente Moore volvió a replantearse por qué estaba allí. ¿Se lo debía a Harvey? ¿Se estaba redimiendo por sus errores pasados? ¿Era aquello el precio a pagar por haber tirado a la basura una carrera, una familia y un hogar? ¿Tal vez fuese un castigo divino? Era como si la responsabilidad le persiguiera, el tener que velar por un grupo de gente a la que no conocía, y con la que no quería encariñarse por ningún motivo. ¿Qué le importaba a él, por ejemplo, que un cazador de recompensas fracasado fuese sacrificado por un demente que se creía el sumo sacerdote de un dios inca? ¡Él no podía ser la niñera del mundo entero!

Cuando por fin llegó la hora, los cuatro abordaron un pequeño avión a Ambato. Éste, un modelo regional con capacidad para apenas una veintena de pasajeros, iba proporcionalmente más cargado que el que llevase al grupo hasta el país sudamericano. El viaje duraría no más de una hora, por lo que no tardaría en hacerse de noche.

Desde las ventanillas se podía ver cómo el avión se acercaba a la ciudad de Ambato, una comunidad azotada continuamente por terremotos y erupciones volcánicas, levantada una y otra vez sobre sus cimientos cual ave fénix de sus cenizas. En el cristal empezó a formarse una fina película de agua, producto de la humedad de la noche en aquella cordillera. A pesar de ello, los pasajeros, curiosos, no tuvieron dificultad alguna para ver bajo un cielo teñido de azul oscuro las blancas casas y las numerosas iglesias con imágenes doradas que formaban aquel paisaje urbano. Se asemejaba a Quito en que sus calles no seguían un trazado rectilíneo ni cuadriculado, pero se podía distinguir una decena de barrios separados entre sí por calles más anchas y asfaltadas, siendo las interiores angostas y muy inclinadas, por donde apenas se veían vehículos transitar. Y también como en Quito, tras aquel escenario de civilización se alzaba otro coloso de la naturaleza con su cima nevada.

—Ese es el Chimborazo, —comentó Adam con la mirada fija en la ventanilla. —Otro volcán. Su nombre significa algo así como nevado candente. Se supone que es el punto más alejado de la Tierra, o lo que es lo mismo, el más cercano al Sol. Este lleva más tiempo inactivo, y está cubierto por glaciares.

—¿Y qué significa Llanganates? —se le ocurrió preguntar a Lee, quien volvía a estar delante de Glen y el estudiante de arqueología, pero que en esta ocasión no se atrevió a volverse para no lastimarse la espalda.

—Creo recordar que era montaña hermosa o cerro hermoso.

Nadie hizo ningún comentario, ni quiso profundizar en aquellos nombres. Cada uno estaba sumido en sus pensamientos, preocupado por el devenir de las cosas, pensando en cómo actuar llegado el momento, o en beberse una cerveza nada más pisar suelo ambateño.

Cuando por fin tomó tierra, el grupo debía recoger sus maletas y buscar un taxi que les llevase al hotel en el que, según el itinerario que aquel desconocido entregó a Lee, conocerían a Ramón Díaz, su guía. Los agentes de aduanas se mostraron algo recelosos al ver a tan variopinto grupo, registrando el pasaje de mano de los cuatro. Tani no movió ni un solo músculos mientras el suyo era registrado, aunque Lee trataba de apremiar a los agentes haciéndose el simpático y comentando con ellos anécdotas de cuando trabajaba en el aeropuerto de Chicago. Glen, en cambio, parecía más sosegado, y mandó a Adam a buscar un taxi. El llamativo taxi amarillo lo conducía un tal Carlos, o eso era lo que aparecía en la sucia licencia que colgaba oscilando del retrovisor. Su nariz era desagradablemente chata, su piel era morena, como la mayoría de habitantes de aquel país, y lucía un bigote perfectamente horizontal por encima de una sonrisa falta de dientes.

El taxi se abrió paso por las tortuosas y concurridas calles de Ambato, la cual parecía más un solo barrio que una ciudad en sí misma. Por todos lados podía verse gente sentada tomando el fresco en patios y portales, alguna con fogatas hechas a partir de maderos y cartones, cantando y pegando voces. Durante el trayecto el grupo pudo detectar numerosos puntos de venta de droga, distinguibles principalmente por la presencia de chavales delgaduchos y de malas pintas con mirada vigilante, o por la concurrencia de personas bajo una misma ventana de la que salía y entraba una mano para soltar y recoger algo. La presencia de vehículos, por el contrario, era más bien escasa, aunque uno de cada cuatro era lujoso y estaba siendo siempre vigilado por algún grupo de críos. Se jugaba al fútbol, al baloncesto y a las chapas, pues eran numerosos los solares cubiertos de tierra seca y delimitados por muros a medio caer. Y los más mayores discutían con una mano en el bastón y la otra sosteniendo una cerveza barata.

El hotel, llamado Ficoa, tenía tres plantas, su fachada era de un blanco impoluto y su entrada acristalada la flanqueaban unas lonas de césped claramente artificial. El diseño era moderno, y su proximidad al centro de la ciudad lo hacía ideal para el papeleo que el grupo necesitase hacer. Cuando el grupo pasó al interior, pudo ver a una joven maquillada en exceso de pie tras un mostrador. El nombre que figuraba en la placa que colgada en su chaqueta azul marino con el logotipo de la cadena hotelera era Verónica. Con una amplia sonrisa adornada por una inmaculada fila de dientes relucientes, preguntó a los recién llegados, en un inglés bastante correcto, si eran los huéspedes que esperaba del señor Johnny Cage. Todos, excepto Adam, pensaron inmediatamente en el enigmático personaje que les abandonara a última hora en la terminal del aeropuerto Kennedy, aunque ninguno creyó que aquel fuera su verdadero nombre.

Adam y Glern compartirían habitación, mientras que Lee y Tani se meterían en otra. A los visitantes les resultó bastante curioso comprobar que todas las ventanas tenían rejas, al igual que los bajos de los bloques. La impresión que daba aquella ciudad era la de tratarse de un lugar bastante conflictivo, y la presencia de turistas, aunque solo estuviesen de paso, había reunido a una buena cantidad de chiquillos curiosos en las inmediaciones del hotel.

En cuanto cerró la puerta de su habitación, Tani se puso a sacar las cosas de su maleta ante la atenta mirada del cazador de recompensas. El otro sabía lo que el gorila chino estaba haciendo, pues la corta estancia no hacía preciso sacarlo todo, y se había fijado en el modo en el que su ahora compañero de habitación colocara la maleta en la cinta transportadora de la máquina de rayos x del aeropuerto. Las suposiciones de Lee quedaron corroboradas cuando Tani rasgó el fondo de la maleta dentro del cual iba una placa de plomo de apenas unos milímetros de espesor y que encajaba perfectamente, bajo la cual, adheridos ella, estaban varios objetos imprescindibles para el traficante en todas sus operaciones a nivel internacional.

—¿Crees que te hará falta todo eso? —Lee habló lentamente para que el chino entendiera toda la pregunta, intentando, además, romper el hielo entre los dos.

—¿Qué dices tú? —A Tani le había pillado la pregunta distraído, ensamblando la pistola y cargándola, y no pudo entender bien al gigantón.

—Que si crees que te va a hacer falta, —insistió Lee mientras se reclinaba en la cama que le había tocado por casualidad y empezaba a liarse un cigarro.

—Espero que sí.

Aquella respuesta no dejó atónito al cazador de recompensas, quien se puso a buscar el mando del televisor para pasar el rato y olvidarse de aquel chino raro.

—¡Uh! ¡Nenas ligeritas de ropa!
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Re: La era de Mappo

Notapor Sconvix el Jue Oct 07, 2021 12:29 pm

II

Al despuntar el alba cada una de las habitaciones en las que se había hospedado el grupo recibió una llamada de teléfono desde recepción, avisando de que un tal Ramón, el supuesto guía que habían contratado, acababa de llegar y esperaba en el vestíbulo. Mientras se vestía, Glen trataba de calcular el tiempo que Nils y Amelia les llevaban de ventaja, teniendo en cuenta que él y sus compañeros habían salido un día más tarde, la escala en Quito y ahora esta parada obligada. No quiso compartir abiertamente con Adam su creencia de que Duprey y los demás miembros de la expedición pudiesen hallarse en grave peligro, si es que no estaban ya todos muertos. Necesitaba a aquel chico lo más centrado posible por si, una vez en el yacimiento, llegase a ser necesario.

Cuando los cuatro bajaron al vestíbulo se encontraron con un hombre de unos treinta y poco años, bajito, con el pelo corto y moreno, un bigote perfectamente horizontal coronado por una nariz aguileña, y una sonrisa amarillenta de oreja a oreja. Vestía un pantalón vaquero desgastado en las rodillas y una camisa a cuadros con las mangas remangadas. Se presentó como Ramón, el guía. Al ver a tan variopinto grupo el gesto de aquel ecuatoriano expresó cierta sorpresa y a la vez desconfianza, como si hubiera esperado otra cosa más… turística. Con un inglés algo flojo Ramón dijo tenerlo todo preparado, tal y como el señor Cage, a quien le decepcionó no encontrar allí, había solicitado; además, pidió al grupo que agradeciese al señor Cage su generosidad al contratar sus servicios. Dicho esto, los cinco salieron fuera y vieron que justo frente a la entrada había un jeep blanco y sin tapacubos, con las llantas muy oxidadas, cargado ya con equipo de acampada y víveres.

Lo primero que hizo Ramón fue llevar a sus clientes hasta el centro de la ciudad, un viaje que no duró ni diez minutos por aquellas zigzagueantes calles.

—Aquí estamos, —dijo. —Este es el Registro para la preservación del legado nacional. Aquí podrán consultar dónde está exactamente la expedición que ustedes buscan, si es que está formalmente registrada.

Adam confiaba casi al cien por cien en el profesor Duprey, y en su correcta forma de proceder. No lo consideraba ni mucho menos un pirata, un expoliador o un saqueador de tesoros ajenos.

—Entraré con alguno de ustedes. Pero recuerden que el dinero abre muchas puertas acá en Ecuador, —sugirió el guía mientras bajaba del vehículo.

Adam se ofreció a conseguir el documento en cuestión, y Glen le entregó unos cuantos billetes para que no tuviese problemas con la burocracia. Guía y estudiante atravesaron el umbral del viejo edificio que servía a su vez como oficina de correos y comisaría central, adornado con el escudo del país y numerosas banderas, entre ellas la del propio Ecuador y la de la ciudad de Ambato, el resto parecían tribales o conmemorativas.

Mientras tanto, Tani, Lee y MGlenoore esperaban en el jeep. El cazador de recompensas oteó las calles en busca de un estanco o cualquier local que vendiese tabaco ecuatoriano, fuera bueno o fuera malo, lo que quería era probarlo. Glen le aconsejó no alejarse demasiado, pero el gigantón hizo oídos sordos mientras contaba unas cuantas monedas de centavo que llevaba en el bolsillo. Por su parte, Tani permaneció atento ante la cantidad de gente de aspecto pobre e inclinada a la pillería que se estaba congregando en la pequeña plaza en la que se encontraba el vehículo. Daba la sensación de que en cualquier momento serían asaltados por aquella panda de desgraciados para pedir limosna y, lo que es peor, asaltar a los extranjeros una vez éstos rehusasen dársela, cosa que estaba claro que harían.

Pasados unos tres cuartos de hora Adam y Ramón salían de las arañadas puertas de aquel edificio gubernamental, con una carpeta de color manila en su poder. Glen estiró el pescuezo echando un ojo a las calles para avisar a Lee, pero éste ya estaba por allí, charlando amistosamente con un par de sujetos a los que les faltaba la mayoría de dientes, haciendo de su sonrisa algo cómico y a la vez desagradable. Le sorprendió al detective el comprobar cómo el que fuera policía secreto se desenvolvía en toda clase de ambiente.

—¡He pillado tabaco de fumar! —gritó Lee desde cierta distancia. —Y está bueno, me cago en la puta.

Ramón espantó a los curiosos alzando los brazos y gritando: ¡Fuera! ¡Largaos de aquí!, y no tardó en arrancar el coche una vez todos a bordo. Los documentos que Adam acababa de fotocopiar a precio de oro confirmaban que la expedición del profesor Duprey se hallaba en el área de las Llanganates, y que se había solicitado un periodo de dieciséis semanas, contando con la supervisión de un funcionario del gobierno llamado Ángel Martínez, quien debía acudir una o dos veces a la semana al yacimiento para controlar y recoger todo avance en la excavación… cosa que por supuesto no estaba haciendo, pues en el registro de dicho funcionario no aparecía nota alguna, solamente la firma de él mismo fingiendo que se había tomado la molestia de subir hasta las Llanganates.

Adam y Glen comprobaban los documentos mientras Glen y Tani escuchaban con más o menos atención a su conductor y guía. Al comienzo el viaje fue por carretera, por unas vías sinuosas de dos carriles y doble sentido que cruzaban una y otra vez mediante puentes el río Ambato. Para amenizar un poco el viaje Ramón se puso a hablar de curiosidades de su ciudad natal y de su país; luego probó suerte con el fútbol, pero al ver que a aquellos estadounidenses no les interesaba el famoso deporte europeo, y menos al chino, que no se enteraba de nada, terminó hablando de cine.

—¿No conocen al Santo? —Todos pusieron cara de no tener ni idea. —Sí, el Santo. El enmascarado de plata. Tiene más de cien películas, y nunca perdió un solo combate. Ni siquiera contra su compadre, Blue demon…

La cuestión es que aquella charla por parte de Ramón en un inglés muy hispanizado consiguió su objetivo, el de amenizar el viaje. Al llegar a cierto punto de la carretera Ramón se salió de la misma y continuó por un camino de tierra que descendía hasta el río, corriendo en paralelo a lo largo de éste. Adam preguntó al guía el porqué de tan brusco cambio de superficie, y Ramón le explicó que la carretera no llegaba hasta donde pretendían ir.

—Esa carretera sigue en dirección a Quito hasta el pueblo de Guapa. Lo mejor y más rápido, y más seguro para no perderse, es remontar el río por este viejo camino.

Efectivamente, el camino no se separaba de la linde el río y siempre a mayor altura. Para Lee, que iba en el asiento del copiloto, le resultó muy incómodo cada bache y piedra que el jeep cogía durante su trayecto. No sabía si su dolor de espalda se había acentuado por pasar tantas horas sentado o por la penetrante humedad del lugar, o por ambas cosas.

El paisaje que rodeaba al grupo pasó de ser de unas montañas y colinas preñadas de cactáceas, magueses y algarrobos, pero vacías en las cimas, a una campiña un tanto peculiar. Los laterales del río, que discurría por aquel valle, eran escalonados. En los escalones más próximos al río, y que por tanto corrían un mayor riesgo de inundación durante las crecidas, podían verse numerosos huertos y algún que otro silo y pequeñas casas de madera, sin duda temporales y de fácil reconstrucción. En los superiores sí que había fincas más grandes, cobertizos y ganado. Las casas eran de obra, hechas con materiales de construcción más resistentes y duraderos, con unos terrenos de cultivo más limitados en cuanto a extensión se refiere. Ramón explicó a sus clientes que cada finca tenía una serie de cultivos repartidos en diferentes niveles, aprovechando así las crecidas del río Ambato según la estación. Por eso las estructuras más inferiores tenían que ser fáciles de reconstruir y de poco coste. Según los caprichos del río, continuó explicando el guía, un año podía haber buena cosecha o no, factor del que dependían muchas familias.

Glen, que seguía dándole vueltas al asunto, y por tanto desoyendo los comentarios del hablador Ramón, preguntó a éste si existía algún método para llegar a las Llanganates más directo o rápido.

—Con el río crecido sí, —fue la respuesta de Ramón, añadiendo: —Entonces se pueden ver pequeñas embarcaciones por aquí. Pero con la sequía de este último año… como mucho en bote o en canoa, aunque no sería lo más rápido.

—¿Y una lancha? —saltó Tani, tan poco comunicativo hasta el momento que todos se sorprendieron al oír su voz.

—Bueno, nunca he visto ninguna por aquí. No es un río que suela visitar la gente en vacaciones. Pero una chiquita posiblemente pudiera, y llegaría enseguida.

Glen pidió a Ramón que parase el jeep un momento a la altura de alguna de aquellas casas. El guía se detuvo cerca de una de dos plantas y pintada de blanco, con numerosos desconchones y manchas amarillentas. El detective bajó y dijo a Adam y a Ramón que lo acompañasen. Los pocos trabajadores que había por allí se encontraban afanados en las parcelas de los niveles más bajos, quienes volvieron sus miradas al vehículo que acababa de llegar. En el porche se hallaba un hombre mayor, de piel muy tostada y arrugada, con el pelo corto, algo rizado y canoso, con una boina gris a cuadros protegiéndole la cabeza y un bastón de madera fabricado a la antigua usanza: a fuego y cuchillo. Ramón lo identificó como un patriarca, por su mirada altiva y su actitud poco acogedora, entre otras cosas.

La entrevista no duraría mucho, pues todo cuanto Glen quería saber era si alguien en la casa había visto pasar por allí una lancha o similar. Dada la incultura imperante en la zona Ramón tuvo que describir la embarcación, consiguiendo una respuesta afirmativa expresada en un movimiento vertical de cabeza por parte de aquel inexpresivo personaje. Como el guía sabía que ese tipo de gente, no precisamente humilde ni acogedora con los que no eran de los suyos, decía lo que los demás querían oír para no perder el tiempo y seguir a lo suyo, tuvo que insistir un poco hasta conseguir una descripción positiva de la embarcación y sus ocupantes.

Según Glen bien pudiera ser. El patriarca les habló de una mujer, un muchacho rubio y dos hombres, posiblemente guías o porteadores, en una barca de plástico con motor y varios petates. Habría sido imposible no fijarse en ellos por el medio de transporte que utilizaban. Ya era raro de por sí ver una canoa en el río, así que más aún algo parecido pero con motor. Agradecidos, los tres regresaron al jeep, donde compartieron aquella información con Lee y Tani, dejándoles claro que Nils bien pudiera llevarles un día y medio de ventaja, tal vez dos, a menos que hubiese sufrido algún contratiempo en las montañas.
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Re: La era de Mappo

Notapor Sconvix el Mié Oct 13, 2021 10:08 am

III

Pasado el mediodía Ramón se salió del camino del río y avanzó hasta donde buenamente pudo con el jeep. Una vez allí comunicó al grupo que debían seguir a pie. Se encontraban en lo que era un parque nacional desde 1996, de una superficie bastante extensa, y el punto al que tenían que ir no se hallaba precisamente en la parte más baja, así que tocaba andar, y mucho.

Entre los cinco se repartieron todo el equipo que había en el vehículo: sacos de dormir, dos tiendas plegadas, linternas, cuerda, etc., e iniciaron el ascenso. Glen, Lee y Tani no dejaban de mirar para todos lados buscando la lancha que supuestamente había llevado hasta allí a Nils y los demás.

—Dígame, Ramón. ¿Hay algún otro punto en el río desde el cual se pueda iniciar el ascenso? —preguntó Glen al guía, quien encabezaba el grupo y buscaba la ruta menos pronunciada.

—Claro, muchos. —Ramón no apartaba la vista del suelo. —¿Por qué lo pregunta?

—Porque me hubiera gustado saber la ruta que habrán seguido las personas que buscamos.

—Entiendo. Desde que me hizo detenerme en aquella finca me di cuenta de que ustedes no venían a colaborar con la expedición. Es más, ya sospechaba que pretendían otra cosa cuando los vi. ¿A quiénes buscan?

—A unas personas muy peligrosas, —intervino Lee. —Así que mejor será que te mantengas al margen cuando lleguemos, morenito.

—Por cierto, ¿hay guardabosques? —Glen consideró la posibilidad de que el parque estuviese patrullado.

—En absoluto, señor. Verá más llamas que guardabosques, se lo aseguro. Y eso que llamas aquí hay pocas.

Amenizando el ascenso y poniendo rígida la espalda, Innes se puso a hablar de las leyes estadounidenses relacionadas con los parques y bosques nacionales, las cuales obligaban a la presencia de un guardia rural cada cierta cantidad de acres.

El ascenso prosiguió durante unas horas que se hicieron muy largas, especialmente para Tani, quien estaba acostumbrado a ciertas comodidades, y cuyos zapatos de vestir no eran los más apropiados para subir una montaña. Tampoco le resultó fácil a Lee, quien sentía cada vez más fuerte el dolor que parecía apretarle la columna vertebral como una garra que intentase aplastársela.

Aquellas montañas que conformaban las Llanganates estaban cubiertas de cedros, arrayanes, olivos y otra flora. Ocasionalmente podían verse tapires y osos hormigueros ocultándose ante la presencia de extraños. Aunque la presencia más imperante era la del propio Sol, el cual pillaba de frente al grupo y no dejaba de alejarse en el horizonte en busca de descanso, y cuando lo consiguió Ramón decidió parar para pasar la noche y descansar.

—Estoy de acuerdo, de todos modos ya vamos tarde. —comentó Glen.

—Sí, prefiero llegar más entero por si hay gresca. Además, nunca me había echado un cigarrito al pecho a tanta altura, —añadió el cazador de recompensas.

El grupo se puso a montar las tiendas y a acomodarse lo mejor posible, todos menos Tani, pues no estaba acostumbrado a aquellas labores. El único que se atrevió a reprochárselo fue el gigantón Lee, pero sin más efecto que una mueca de desprecio por parte del traficante.

—¿Por qué lo llevamos? —preguntó Adam al detective, refiriéndose a Tani, con algo de desprecio en su tono.

—Porque con un poco de suerte será más violento que Nils, —le respondió Glen. —Y porque creo que de todos nosotros será el último en salir corriendo cuando llegue el momento.

Aquellas palabras sonaban a mal presagio en la cabeza de Adam, quien se volvió a Ramón, preguntándole si conocía la localización de una roca con forma de reptil, o con rasgos ofidios. El guía le explicó entusiasmado, es decir, como siempre, que la había visto alguna vez que otra, pocas en realidad, pero no últimamente. No sabía si podría llevarlos hasta allí, lo cual no quería decir que no lo fuese a intentar. Adam le insistió en la necesidad de llegar hasta dicha roca porque supuestamente por allí se encontraba la ruta de acceso al valle interior o a la sima de un volcán donde se estaban llevando a cabo las excavaciones.

En aquella discusión estaban enfrascados el guía y el universitario cuando Glen percibió un olor con el que ya estaba familiarizado. Llamó la atención a los demás para hacerles callar, y todos obedecieron y trataron de captar algo. Sin embargo, ninguno oyó sonido alguno, al menos sospechoso. Así que Glen se organizó con Lee y Tani para dirigirse hasta el lugar de donde procedía aquel hedor a putrefacción, dejando a Ramón y a Adam en el campamento, vigilando. Ramón sacó un fusil HK y se puso a ensamblarlo hábilmente bajo la tenue luz de la lámpara.

Los tres que avanzaban en dirección a la fuente del olor lo hicieron cautelosamente y separándose en abanico para cubrir más terreno. Lee y Tani fueron dando un ligero rodeo, cada uno por su lado, mientras que Glen siguió recto. El contrabandista no tardó en sacar su arma aplastada bajo su imponente y colgante estómago, pero al llegar al sitio se dio cuenta de que no le haría falta.

De entre unos arbustos salieron unos roedores correteando, dispersándose y huyendo ante el ruido de pasos de unos seres mucho más grandes que ellos, y por tanto más peligrosos. Abandonaban los cadáveres de dos hombres de aspecto claramente sudamericano, posiblemente ecuatorianos. Estaban completamente destrozados, pero no solamente por culpa de la rapiña de los carroñeros. Cuando Glen llegó se puso de cuclillas y los observó atentamente, estudiándolos y oteando en diferentes direcciones. Al final llegó a una conclusión bajo la despreocupada mirada de Lee, quien ya había encendido otro cigarro liado: los dos hombres, guías o lo que fuesen, habían sido empujados desde cierta altura (señaló un saliente rocoso unos metros por encima de donde se encontraban). La caída les provocó numerosas heridas y roturas, pero no la muerte. Lo que puso fin a sus vidas fue el más que conocido “desgarrón” en sus cuellos.

Sin ningún tipo de pudor, Tani metió el dedo en una de las hendiduras pretendiendo comprobar el tamaño de la hoja que había producido tales cortes. De tratarse de la uña de una zarpa, tal y como al contrabandista le había parecido oír en alguna conversación de sus compañeros, ésta debía pertenecer a una bestia de proporciones descomunales, por no hablar de la fuerza. Para evitar el olor y la acumulación de carroña, Glen volvió al campamento, cogió una pala y se dispuso dar cristiana sepultura, todo ello antes de dar explicaciones a los otros dos miembros del grupo que esperaban impacientes en el campamento. Lee le echó una mano, pero Tani se acercó a la lámpara para frotarse las manos, calentándoselas y pensando que ahora sí, sí podría matar a lo que había acabado con esos guías y con Hwanga.
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Re: La era de Mappo

Notapor Sconvix el Jue Oct 14, 2021 11:07 am

LA ÚLTIMA FORTALEZA

I

Muchos son los colonos que se asientan en una tierra sin preguntarse quiénes las habitaron antes o a quiénes pertenecían. Algunos, llamados eruditos o estudiosos, se encargan de averiguar el pasado de una región, de una tribu o de toda una civilización. Estos antropólogos y arqueólogos ahondan en costumbres y culturas, sin imaginar que, al hacerlo, podrían hallar algo de verdad en tras fantástico folclore. Como siempre, la ignorancia del hombre arrasa con la verdad, ya sea porque le es indiferente o porque le aterra en lo más profundo de su ser. Sin embargo, la verdad continúa siendo inmutable, y prevalece eternamente bajo las capas de las crecientes ciudades, sabedora de que algún día éstas desaparecerán y así podrán volver a la superficie para reclamar un mundo que una vez les perteneció.

Una fina llovizna otoñal despertó al grupo la mañana de un día que se presuponía épico. El que quizá estaba más asustado era Glen, pero también era el más dispuesto a poner fin a todo aquello… por miedo. Claro que, según lo que habían averiguado hasta la fecha, todo apuntaba a que el problema no se limitaba a aquella región del planeta, o tal vez sí…

Cada uno se acicaló lo mejor que pudo, recogió sus cosas y juntos reiniciaron el fatigoso ascenso en busca de la pirámide escalonada. Los zapatos de vestir de Tani estaban perdiendo la suela por culpa del terreno, y al chino le costaba mantener el ritmo de los demás. Ramón guiaba al grupo a la vez que trataba de localizar la roca que viera hace años por última vez, la cual marcaba supuestamente la entrada a un valle o sima que, según Adam, nadie había descubierto en varios siglos salvo aquel arqueólogo al que no dejaba de elogiar. El chico, recordando la disertación del Dr. Duprey y el diario de éste, intentó en todo momento relacionar las descripciones y las diapositivas con la ubicación del grupo.

Tal y como Ramón afirmase, no vieron por allí a ningún guardabosques, y de hecho a ningún otro ser humano aparte de ellos mismos o los dos cadáveres que encontraron la noche anterior. Siniestras montañas se erguían majestuosas bajo un cielo gris, conformando una fortaleza natural y laberíntica cuyo secreto trataba de desenterrar Duprey, y de desentrañar un grupo formando a base de circunstancias que ascendía temeroso en pos de algo que desconocía.

—¡Esa, esa es la roca! —Los cinco hombres llevaban unas cuatro horas y media de ascenso cuando Ramón se puso a gritar como un loco de contento al vislumbrar y distinguir una roca en la lejanía cuya forma recordaba vagamente a la cabeza de una serpiente.

Ante la incredulidad y escepticismo de sus clientes el guía trató de delinear oralmente los rasgos que hacían que aquella piedra tuviese ese nombre. Claro que, mientras que Adam parecía distinguirlos con claridad, a Lee y a Glen aquello no le parecía más que algo romo y sin depresiones que sugiriesen una forma concreta, y menos Tani, que no prestaba atención al verse rezagado.

—Luego, como mínimo, tenemos que andar hasta allí. —La apreciación de Lee fue seguida por un suspiro de conformidad de quienes iban a la cabeza y por un resoplo de pesadez de quien iba el último. Ramón asintió satisfecho y, antes de echarse a andar, vio que el joven Adam ya se le había adelantado.

En cuestión de hora y media, o poco más, el agotado grupo alcanzó la roca que señalara Ramón antes y que supuestamente servía de punto de referencia para localizar el acceso.

—Ahora hay que encontrar la dichosa entrada, ¿no? —dijo Ramón mientras los demás se inclinaban, poniendo las palmas de las manos sobre sus rodillas y jadeando debido al esfuerzo, la humedad y la altura. Lee, además, escupía y tosía a la vez que su cara adquiría un tono rojizo, jurando que no volvería a fumar nunca más ni a subir más montañas.

—No será necesario, —Adam señalaba con el dedo un poco más arriba, para descontento de todos.

En el punto indicado por el dedo se veía una especie de camino delimitado por dos hileras de banderines ojos clavados en el suelo a intervalos regulares. Algunos estaban partidos, otros conseguían aferrarse a la tierra a pesar de las rachas de viento, mientras que otros habían sido barridos completamente y no se veían por ningún lado.

Cuando el grupo llegó a la altura de los banderines pudo detectar, a pesar de la acción de la llovizna, un par de juegos de pisadas muy recientes en el camino. Ello podía confirmar que Nils y Amelia habían pasado por allí, y que nadie más les acompañaba. Lo que restaba entonces era tragar saliva, armarse de valor y seguir un poco más, hasta la boca de una cueva que se hundía en la montaña y que, curiosamente, había sido limpiada de toda vegetación, posibilitando así su localización.

Lee encendió una linterna y todos se dieron cuenta al instante de que aquella cueva apenas tenía profundidad; la pared que delimitaba el fondo se encontraba a unos pocos metros nada más. La idea de una posible confusión o una posible jugarreta por parte de Nils eran las opciones más claras, sin embargo, al penetrar un poco más en aquella cavidad montañosa el grupo se fue dando cuenta de que el interior formaba una especie de recodo natural, y que la cueva, húmeda y resbaladiza, proseguía en forma de túnel hasta una salida no mejor iluminada.

La luz se batía en duelo por filtrarse a través de una espesa cortina de lianas verdes que colgaban del techo de la montaña. El interior era un valle diminuto semi enterrado en lo que Adam estimó un volcán o la oquedad de la montaña. Todo era frondoso y verde, con las paredes cubiertas por una espesa capa de musgo surcada por largas enredaderas que ascendían hasta la cima cuales venas gigantes y se descolgaban lánguidamente hasta el suelo del valle, formando así una gruesa cortina o catarata verde exageradamente difícil de atravesar. Era como estar en el interior de una bestia y contemplar su organismo.

La penumbra y la vegetación no permitían distinguir gran cosa a pesar de la hora del día y el de luz de la linterna. El grupo decidió cogerse de las manos y avanzar cautelosamente por aquel mar verde, notando a cada paso cómo el manto que se extendía por la caverna producía el mismo sonido que una lechuga fresca al pisarla. Afortunadamente, Adam pudo distinguir una especie de sendero, por llamarlo de algún modo, formado por rastros de pisadas y de objetos pesados que habían sido arrastrados, y por donde yacían unas cuantas lianas aplastadas tras haber sido cortadas pacientemente a cierta altura. Aquello favoreció en muy buena medida el avance, imaginando los cinco el tedioso trabajo que habría llevado abrir aquella ruta. Al final, el grupo alcanzó el claro que coincidía con la boca del… llamémoslo volcán.

Los cinco exploradores se hallaban en un nivel superior respecto al claro, el cual contenía un tesoro arqueológico a la vista de cualquiera con dos dedos de frente, sobre todo para Adam, quien había soñado tantas veces con aquel momento, aunque jamás en aquellas circunstancias. El claro no tendría más de doscientos metros de diámetro, si es que éste pudiera considerarse circular, y su contenido representaba un descubrimiento mayor que cualquier otro en la región o el continente entero. A ambos lados podían verse grandes montones de madera que evidentemente había sido apilada con sumo cuidado y de forma ordenada, apartados de unos puntos carentes de la perfecta alfombra verde que cubría todo el área circundante. Según pudo apreciar Adam, eran claramente chozas que se habían derrumbado con el paso del tiempo y el peso de la lluvia, y que lo más seguro es que el equipo de Duprey las hubiera retirado para buscar reliquias y evidencias, o al menos así lo manifestaban las cuerdas y piquetes que delimitaban las parcelas de búsqueda.

Entre las chozas había un estanque, posiblemente el lugar donde más agua se acumulaba durante las precipitaciones, del cual procedía un olor muy desagradable y donde un montón de insectos se congregaba para darse un interminable festín en el agua estancada. Su forma era, con algo de imaginación, rectangular, cosa que sugería un posible origen artificial. Protegido del cielo y los elementos gracias a un techo de piedra sostenido por numerosas columnas, algunas plagadas de enredaderas, otras partidas, se extendía una columnata en anillo alrededor del estanque. Algunas secciones del techo se habían desprendido, con el moho invadiendo parte de la estructura. En el extremo más alejado podía apreciarse algo parecido a una tarima, con los restos de una estatua encima.

Más allá del estanque yacía una mugrienta estructura de piedra caliza que parecía haber sido en tiempos remotos un templo. De aquel templo, del cual no quedaba nada más que meros cascotes, se debió haber venido abajo hacía mucho tiempo. En los pocos pilares de base cuadrada que habían sobrevivido podían distinguirse unos bajorrelieves de serpientes enrolladas a su alrededor, así como otras de… ¡serpientes antropomorfas! En uno de aquellos pilares había algo que no era un relieve ni una estatua, sino un ser humano atado e inmóvil, con las cuerdas manteniéndolo erguido y con la cabeza antinaturalmente ladeada por el motivo que Glen no tardó en intuir. Y a unos pocos pasos del supuesto cadáver un pozo oscuro, cubierto de manchas de sangre, y una pila de huesos ennegrecidos por la acción del fuego a su vera.

Y al fondo, dominando toda aquella aldea y centro de culto, alzándose majestuosa a pesar de los siglos, apuntando al cielo desde aquella cavidad, se erguía cual titán una pirámide escalonada, alta y prohibida. Compuesta por doce niveles de piedra caliza, con una ancha escalera ascendiendo por la cara enfrentada al poblado desde el suelo hasta la cima, donde descansaba un altar de dimensiones desproporcionadas y no vistas hasta entonces en ninguna otra pirámide precolombina. La hiedra cubría las bastas y pesadas rocas utilizadas para construir la ancestral pirámide, en cuyas grietas anidaban pájaros y las serpientes se deslizaban entre ellas.

Y entre todas aquellas estructuras antiguas, varias tiendas de campaña montadas y repartidas azarosamente para el ojo desentrenado, las cuales hubiesen pasado desapercibidas de no ser por tratarse de los elementos más modernos de todo aquel valle interior. Desde la distancia a la que se encontraba el boquiabierto grupo resultaba imposible distinguir signos de lucha, pero lo que estaba claro es que allí se había producido una tragedia, pues no se veía a ningún ser humano, y la pila de huesos chamuscados hacía presagiar lo peor.

—No hay tiempo que perder. —Menos impresionado que el resto, tal vez porque no comprendía aún la magnitud de cuanto estaba o pudiera estar sucediendo, Tani se dispuso a bajar la loma en dirección a las ruinas y sin haber planeado junto al resto la táctica a seguir. Por ello, Glen lo frenó al instante agarrándole por el hombro.

—Un momento, ante hemos de organizarnos. Ya vemos que hemos llegado tarde, así que no importa si tardamos un poco más. Ramón, usted quédese aquí con Adam.

—No, yo tengo que ir. Me necesitan ahí con ustedes. —Adam no estaba dispuesto a dividir al grupo y mucho menos a dejar pasar las posibles evidencias que quedaran en el campamento y sus alrededores. —Existe la posibilidad de que encontremos algunas notas del profesor Duprey o de cualquier otro miembro del equipo expedicionario, por no mencionar los grabados que podrían arrojar algo de luz acerca del auténtico significado de todo esto. Además, hasta donde sé la pirámide cuenta con una serie de cámaras, y yo soy el único aquí que puede desentrañar el cometido de éstas y guiar al grupo en caso de que formen un laberinto.

Glen se lo pensó unos instantes, y sabía que aquel chico pudiera tener razón; además, Lee era de la opinión que lo mejor es no dividir a un grupo… nunca.

—Está bien, —el detective replanteó la táctica. —Ramón, quédese usted aquí, vigilando. Escóndase donde buenamente pueda y avísenos con un disparo de su fusil si se viese en peligro u ocurriese algo. No se le ocurra acercarse a nadie que no seamos nosotros, ni siquiera a los miembros supervivientes que puedan quedar. Tampoco dispare a nada. Puede que una bala no sea suficiente. Y si pasado el tiempo que usted considere prudente no hemos regresado, márchese por donde hemos venido, corriendo.

Ramón, quien no esperaba un discurso tan sumamente alarmante, tragó saliva claramente asustado ante tal cantidad de precauciones inesperadas y asintió con la cabeza, aferrando su fusil con ambas manos. El resto bajó en dirección al claro, dispuesto a ver a quién pertenecía el cuerpo que había atado a una de las columnas y llevar a cabo una estimación del número de víctimas examinando los huesos ennegrecidos amontonados junto al pozo. Mientras, en el cielo, el Sol desaparecía tras las nubes.
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Re: La era de Mappo

Notapor Sconvix el Vie Oct 15, 2021 10:09 am

II

Los cuatro descendieron por aquella corta y resbaladiza loma en dirección al templo. Todos iban pendientes de cualquier movimiento, y avanzando lo más sigilosamente posible amparados por la parcial oscuridad del claro. Tani sentía el dolor de sus pies aliviados al pisar un terreno más llano, incluso esponjoso, en aquella húmeda cavidad rocosa. A medida que se aproximaban, los aventureros distinguían con mayor claridad una escena dantesca que presumiblemente Nils había preparado para su propio deleite, y no para espantar a posibles perseguidores ni curiosos. ¿O acaso sospechaba de algún modo que alguien le venía siguiendo los pies desde la desconocida Arkham?

Lo primero que hizo el grupo fue acercarse al pozo lleno de agua negra, casi petróleo en color y espesor, y de profundidad indeterminable, y junto a él una pila de huesos rodeada de moscas y otros insectos necrófilos ante la que Glen se acuclilló con el ceño fruncido escrutando los restos detenidamente. Su objetivo era hacer una estimación aproximada de la cantidad de personas allí incineradas, tarea fácil contando el número de cráneos cuyos dientes destacaban por encima de la oscura masa ósea. Al detective de homicidios no le llevó mucho tiempo concretar que había unos diez esqueletos, y pudo distinguir, además, restos carbonizados de fibras de cuerda, ropa y otros objetos metálicos que lograron sobrevivir al abrasador fuego que terminó con la vida de aquellas víctimas recientemente.

—Adam, ¿sabes de cuántos miembros constaba la expedición? —susurró el neoyorquino sin dejar de estudiar los huesos, ahora tocándolos para ver si podía estimar el tiempo que llevaban allí.

Pero, al no obtener respuesta, alzó la mirada, y vio al chico sollozando frente al cuerpo atado a la columna, un mudo testigo de las atrocidades que allí se habían cometido. Se trataba nada más y nada menos que del profesor Vincent Duprey, amarrado a la columna por las manos, con el pecho al descubierto, lleno de laceraciones y con la inconfundible herida en el cuello. Adam parecía estar muy afectado por tan macabro hallazgo, y Glen se daba perfecta cuenta de que el estudiante muy posiblemente no pudiera superar la impresión sufrida.

Se tomaron unos minutos para que Adam se recobrase un poco, pudiendo contestar finalmente a la pregunta de Glen. La expedición original estaba formada por ocho miembros, pero no cabía duda alguna de que durante su visita a la Universidad Miskatonic el profesor Duprey se había hecho con más efectivos, por no mencionar la posible presencia de algún que otro guía o algún representante gubernamental del país para la supervisión de la excavación.

El siguiente paso fue localizar a algún superviviente o localizar un indicio en el campamento de la expedición. No había tiempo para estudiar en profundidad el cadáver del arqueólogo. El conjunto estaba dispuesto radialmente alrededor de un círculo de piedras que sirvió hasta hacía poco de fogata. La tienda más grande era un comedor con “cocina”, iluminada todavía por una lámpara rectangular que colgaba de su cable atravesando las guía del techo y que se perdían hasta la parte trasera, donde un generador a gasolina ya no emitía su zumbido constante y apagado bajo un toldo impermeable. Al otro lado del silenciado generador se encontraban las hornillas y unas cuantas bombonas, además de otros útiles para cocinar. En unas cajas había almacenados montones de latas de comida en conserva, tales como judías, ternera, maíz, etc. También podía verse un cubo grande lleno de café molido y otro con manteca. El pequeño frigorífico, también apagado, estaba abierto y resultaba patente que se había quemado. En su interior tenía una bolsa llena de panceta en laminada y numerosas lonchas de queso.

Las demás tiendas eran claramente compartidas, algunas para dos y otras para tres personas. Todas contenían sacos de dormir y pertenencias varias, pero a Adam le interesó especialmente la que supuso sería de la Viola Daniels, la fotógrafa de la expedición. En un rincón de aquella tienda el estudiante de arqueología vio un portafolio. En su interior se encontraban numerosas fotografías de todo el proceso, desde la primera reunión en Nueva York hasta imágenes de las oscuras cámaras subterráneas, así como calcos de inscripciones muy similares a la losa que el profesor Duprey llevase a Arkham durante un breve periodo de informe. Adam, con la mirada fija en aquellas arremolinadas inscripciones, pensaba que podía llegar a desentrañarlas si es que en alguna parte del valle podían localizar una “guía”, pudiendo así averiguar el cometido de aquellas estructuras, el origen del supuesto pueblo reptil y la relación de éste con los incas y otras tribus de América. Como no sabía si podría volver por la tienda de la señorita Daniels, plegó los calcos y se los guardó en su mochila junto con las fotografías.

Tani, que había acompañado al muchacho, pues Lee y Glen registraban mientras la tienda de campaña contigua, aprovechó la ocasión para desaparecer sin hacer el más mínimo ruido. Era la oportunidad que tanto llevaba esperando para adelantarse al fastidioso detective y dar caza a su presa, poniendo fin de este modo a la misión que su jefe le encomendara. Cuando Adam se propuso abandonar aquella tienda con un fuerte olor a cosméticos, vio que el chino no estaba, ni siquiera en las inmediaciones ni ayudando a los otros dos, quienes buscaban en el interior de una tienda con unas linternas diminutas.

La tienda que Lee y Glen registraban era la del profesor Duprey. No había nada más que un saco de dormir y una mesa plegable que se usaba de escritorio y sobre la cual descansaba una lamparita a pilas. Si el buen profesor estuvo llevando alguna especie de diario, era obvio que allí no estaba. Fue entonces cuando Glen recordó haber visto restos de papel carbonizado entre la pila de huesos, considerándolos combustible y sin llegar a darse cuenta de que podrían haber representado una importante pista de haberlos podido rescatar a tiempo. De todos modos, lamentarse era ya inútil. Por allí escondido había también un fusil del calibre .30-06 junto con una caja de cincuenta balas. Glen no tardó en echárselo a la espalda, por si las moscas…

Al salir de aquella tienda los dos se percataron de la presencia de una caseta de apenas un metro cuadrado a cierta distancia, y que por su forma bien pudiera haber pasado por un excusado. La puerta tenía un pesado candado que la cerraba, así que Lee no se lo pensó dos veces y buscó algo en la tienda comunal que pudiese utilizar para forzarla. Mientras Glen esperaba, Adam se le acercó diciéndole que el chino había desaparecido. Aquella inesperada noticia impactó sobremanera al detective, quien se puso a otear en todas direcciones, sobre todo hacia la pirámide, preocupado por el posible destino de aquel violento gordinflón.

Lee no tardó mucho en aparecer con varios utensilios de cocina que fue probando hasta dar con uno lo suficientemente rígido como para reventar el candado, cosa que hizo con suma facilidad y sin atender a los gestos de preocupación de sus compañeros. Dentro había unas cuantas herramientas como palas, picos y demás, propias de una excavación. Y en medio de todo, una caja cubierta por un plástico transparente a través del cual podían verse unos cartuchos de dinamita cuidadosamente amontonados. Consciente del peligro pero también de la ventaja que aquello representaba, el cazador de recompensas fue a coger uno o dos cuando por todo el valle resonaron con un fuerte estruendo varios disparos. Los tres se miraron entre sí, luego al valle buscando a Ramón… y una nueva detonación indicó su procedencia: la cúspide de la pirámide.
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