Es el eterno dilema de las clases, el que aquí nos encontramos.
Fraguar mortero y apilar ladrillos parecen actividades incompatibles con vérselas con románticos espectros a la luz de la luna.
Sólo a partir de mediados del siglo XX (cada vez más atrás, pero cada vez más añorado), los currantes, y sólo algunos de ellos, tuvieron acceso a la comunicación con el más allá.
Anteriormente, se estilaban siempre personajes diletantes, bohemios, con vidas disipadas por unos u otros motivos. Desde los directamente acaudalados, hasta los aristócratas venidos a menos cuya moral u orgullo impedían darle un palo al agua, aunque tuvieran la mansión pasada de moda y al servicio sin gratificaciones. Uno de los impulsores de esta tendencia fue Joseph Sheridan LeFanu, al que le debo todavía algún post en el apartado de Libros. El considerado como renovador de la Ghost Story, pese a lo revolucionario que fue en muchos de sus argumentos, no consiguió sacarse de encima la obsesión por los protagonistas de la alta alcurnia. En algunos casos se mofaba incluso (ver su cuento
El Fantasma y el Ensalmador, por ejemplo, en el volumen de hoy de Maestros del Terror, con el diario El País), pero lo cierto es que apetece más que el sujeto que va a sufrir el ataque sobrenatural no tenga problemas para llegar a final de mes, o que no lo desahucien por impago justo antes de que tenga la oportunidad de descubrir la puerta que lleva al desván maldito.
El Alquimista, por cierto, un buen relato pese a lo previsible, tanto más meritorio teniendo en cuenta la corta edad de Lovecraft cuando lo escribió.
¿Dónde está el norte en el universo sin fin? ¿Allí donde mi alma me arrastra sin vacilación? Sí, pero siempre con 3 cervezas en el estómago.