La Secta del Idiota, de Thomas Ligotti

Relatos e historias de los Mitos de Cthulhu

La Secta del Idiota, de Thomas Ligotti

Notapor Chaugnar Faugn el Mar Dic 10, 2013 7:05 pm

Aunque no sé si alguien me habrá hecho caso con la recomendación de la colección de relatos Noctuario, de Thomas Ligotti, vuelvo a la carga. :mrgreen:

Este relato apareció en castellano en la antología La Fábrica de Pesadillas, de Thomas Ligotti, editada por la Factoría de Ideas. En inglés, además de en The Nightmare Factory, aparece en Songs of a Dead Dreamer.

Es un relato de los Mitos (el propio título ya da muchas pistas de por dónde van los tiros), pero llevado al estilo de Ligotti: ambiente deprimente, personajes grotescos, imágenes oníricas y surrealistas, etc. Es bastante corto y, como todo lo de Ligotti, me parece muy bien escrito.

En fin, si alguien se anima a leerlo (o ya lo ha hecho), espero que comente qué le pareció. Es uno de mis relatos de los Mitos preferido.
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Re: La Secta del Idiota, de Thomas Ligotti

Notapor chorimero el Mié Dic 11, 2013 4:51 pm

Pues no había leído nada de Ligotti y la verdad es que me ha gustado mucho, sobre todo la oscuridad que le da al relato cuando empieza a degenerar.

Voy a ver si encuentro algún relato mas, que este ha sido un poco corto y me quedado como a medias. :)
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Re: La Secta del Idiota, de Thomas Ligotti

Notapor sectario el Vie Dic 13, 2013 9:30 pm

Creo que no he leido nada de esta autor.. a ver si le encuentro un rincón. Aunque cada vez tengo una agenda más apretada :P
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Re: La Secta del Idiota, de Thomas Ligotti

Notapor Abdul Alhazred el Sab Dic 14, 2013 11:36 pm

La he encontrado en Scribd:

Thomas Ligotti
La secta del idiota

La secta del idiota

«El primer caos, señor supremo, el dios ciego e idiota: Azathoth»
El Necronomicón


Lo insólito es una competencia del alma solitaria. Una vez se pierde de vista la multitud, queda dentro de los grandes huecos de los sueños, un lugar infinitamente aislado que se prepara para tu llegada, y para la mía. Una alegría asombrosa, un dolor increíble, los terribles polos del mundo lo superan y lo amenazan. Es un infierno milagroso hacia el que uno camina sin saberlo. Y su puerta, en mi caso, fue un viejo pueblo cuya lealtad a lo irreal infundió en mi alma una locura sagrada mucho antes de que mi cuerpo hubiese llegado a morar en aquel lugar incomparable.

Poco después de llegar a aquella localidad (cuya identidad debe permanecer en secreto, así como la mía), me instalé en una habitación alta con vistas al ideal de mis sueños a través de cristales de diamante. ¿Cuántas veces me había quedado ya delante de esas ventanas producto de mi imaginación, a través de las que ahora miraba de verdad la vieja aldea? Después de deambular absorto por las calles, finalmente pude verme envuelto por sus visiones sensuales.

Descubrí una calma infinita en las mañanas nebulosas, milagros de silencio en las tardes indolentes y el retablo extrañamente parpadeante de noches interminables. Cualquier aspecto de aquel pueblo me transmitía la sensación de un lugar tranquilo. Había balcones, porches vallados, tiendas y casas en pisos superiores que creaban arcadas intermitentes sobre las aceras. Unos tejados colosales sobresalían por encima de todas las calles y las transformaban en pasillos de una única estructura que contenían una asombrosa multitud de habitaciones. Y los tejados menores de más abajo recordaban a fantásticos remates que caían sobre las ventanas como párpados medio cerrados y convertían cada entrada angosta en el armario de un mago que escondiera un fondo engañoso de sombras.

Por lo que es difícil explicar cómo aquel viejo pueblo también transmitía la sensación de no acabar nunca, de proliferar dimensiones ocultas, al mismo tiempo que servía de imagen perfecta para la pesadilla de un claustrofóbico. Incluso las noches infinitas sobre los grandes tejados del pueblo parecían simplemente el nivel más alto de un estado prosaico, a lo sumo un viejo desván con olor a humedad donde las estrellas eran reliquias inútiles y la luna un baúl de sueños cubierto de polvo. Y esta paradoja es justo el origen del encanto de esta población. Me imaginaba los cielos en lo esencial como parte de un decorado interior. De día, montones de nubes como bolas de polvo flotaban por las habitaciones vacías del cielo. Por la noche, había pintado un mapa fluorescente del cosmos sobre un gran techo negro. Cómo deseaba vivir para siempre en esos dominios de otoños medievales e inviernos mudos, cumpliendo mi sentencia de cadena perpetua entre todas las maravillas visibles e invisibles con las que solo había soñado desde muy lejos.

Pero no hay vida, por utópica que sea, sin pruebas ni trampas. Tan solo después de llevar unos días en el pueblo me empecé a preocupar por lo apartado que estaba aquel lugar, por la soledad que lo invadía y lo poco comunicado que estaba. Un día, a última hora de la tarde, mientras me relajaba sentado en una silla al lado de aquellas ventanas caleidoscópicas, llamaron a la puerta. Fue un ruido apenas perceptible, pero este hecho elemental fue tan inesperado, y tan desarrollada estaba mi susceptibilidad, que parecía un trastorno inusitado de las fuerzas atmosféricas, una especie de cataclismo de espacio vacío, un terremoto en lo invisible. Vacilante, atravesé la habitación y me paré delante de la puerta, que era una simple tabla marrón sin molduras alrededor del marco. La abrí.

—Ah —dijo el hombrecillo que esperaba fuera, en el pasillo.

Tenía el pelo bien peinado, canoso, y unos ojos tan claros que llamaban la atención.

—¡Qué vergüenza! Me han dado otra dirección. La caligrafía de esta nota es desastrosa —se quejó mientras miraba el trozo de papel arrugado que tenía en la mano—. Bueno, no importa, volveré y lo comprobaré.

Sin embargo, el hombre no dejó enseguida la escena que lo incomodaba, sino que se puso de puntillas sobre sus pequeños zapatos, se asomó por encima de mi hombro y miró fijamente mi habitación. Todo su cuerpo compacto, como lo era también en estatura, parecía estar en un estado de agitación concentrada. Por fin dijo:

—Bonitas vistas tiene su habitación —Y esbozó una sonrisita muy falsa.

—Sí —contesté y miré hacia la habitación sin saber muy bien qué pensar. Cuando me di la vuelta, el hombre ya se había ido.

Durante unos instantes de desconcierto no me moví. Luego salí y me quedé mirando a ambos lados del oscuro pasillo. No era muy ancho ni se extendía una gran distancia antes de llegar a un rincón sin ventana. Todas las puertas del resto de las habitaciones estaban cerradas, y no salía ni el más mínimo ruido de ninguna de ellas. Al final oí lo que parecían unos pasos que bajaban las escaleras de los pisos inferiores; apenas resonaban en el silencio, y hablaban el tranquilo lenguaje de las viejas pensiones. Me sentí aliviado y volví a mi cuarto. El resto del día no pasó nada interesante, aunque de alguna manera estaba influido por toda una gama de imaginaciones. Aquella noche tuve un sueño muy extraño que parecía la culminación de mi vida de sueños, así como una estancia ideal en el viejo pueblo. De hecho, la perspectiva que tenía de aquella localidad cambió a partir de entonces de forma radical. Y sin embargo, a pesar de la naturaleza del sueño, la transformación no fue inmediatamente a peor.

En el sueño ocupaba un cuarto oscuro, una habitación en un piso alto cuyas ventanas daban a un laberinto de calles que se desenmarañaba bajo un abismo de estrellas. Pero aunque las estrellas se esparcían por toda una gran oscuridad de fácil acceso, las calles estaban bañadas de una rancia penumbra gris que no sugería ni noche ni día, ni ninguna fase natural entre ellas. Mientras miraba a través de la ventana, sentí que se estaban llevando a cabo enigmáticos procedimientos en rincones apartados de esa escena, prácticas imprecisas sin ninguna clase de realidad en ellas. Parecía que tenía un motivo especial para preocuparme por determinadas cosas que estaban ocurriendo en otra de las habitaciones situadas en pisos altos de la ciudad, en una en particular cuya situación, sin embargo, no conocía. Tenía la impresión de que existía una peculiar correspondencia entre lo que ocurría en aquella habitación y mi propia vida, pero al mismo tiempo me sentía muy lejos de todo aquello: lo que sucedía en la otra pieza no tenía nada que ver con mi destino personal, no obstante de alguna forma lo afectaría profundamente. Yo era como una mota oculta, perdida en las circunvoluciones de extraños esquemas. Y esa misma lejanía de los diseños de mi universo onírico, esa sensación de falta de hogar en medio de un inmenso orden foráneo, era la fuente de unos miedos innombrables. No era más que una parte irrelevante de un tejido viviente atrapado en un lugar donde no debería estar, amenazada con ser atrapada en una gran red de drenaje de perdición, un trozo de carne accidental arrancado de su elemento de luz y arrastrado a una oscuridad glacial. En el sueño nada justificaba mi existencia, lo que me dio la impresión de que en cualquier momento podría alterarse de forma horrible o simplemente... acabar. En el sentido más profundo de la expresión, mi vida no importaba.

Pero aun así no podía evitar mantener la atención alejada del otro cuarto, no podía evitar darme cuenta de las maquinaciones minuciosas que allí se estaban llevando acabo. Creí ver unas figuras borrosas que ocupaban aquella espaciosa cámara, un lugar amueblado solo con un par de sillas de un diseño sumamente raro y con unas vistas vertiginosas de la negrura estrellada. La gran luna redonda del sueño iluminaba lo suficiente para el propósito de la noche y pintaba las paredes de la misteriosa estancia de un intenso azul acuático; las estrellas, innecesarias y ornamentales, presidían como lámparas menores esta reunión y sus intervenciones nocturnas.

Mientras observaba esa escena —aunque no «de cuerpo presente», como ocurre en los sueños— llegué a convencerme de que ciertas habitaciones ofrecían una soledad maravillosa para tales funciones o celebraciones. Su atmósfera, esa cualidad intangible que existe aparte de los elementos que componen la forma y el matiz, tenía un tinte de ensueño, un estado en el que el tiempo y el espacio se habían trastornado: unos instantes podrían considerarse siglos y milenios, y el hueco más diminuto podía abarcar un universo. Sin embargo, al mismo tiempo esa atmósfera no parecía ser muy diferente de la que existía en las habitaciones de siempre, las altas y solitarias estancias que había conocido en mi vida cuando estaba despierto, aunque aquella sala pareciera limitar con los vacíos de la astronomía y las ventanas se abrieran al infinito exterior. Y me encontré especulando que, si la habitación en sí no pertenecía a una única especie, quizá eran sus ocupantes los que habían introducido el elemento extraño.

Aunque cada uno de ellos estaba totalmente cubierto por una enorme capa, la manera en la que la tela caía al suelo en extraños pliegues y la estructura inusual de las sillas en las que esas criaturas estaban sentadas revelaba una singularidad que motivaba mi curiosidad y me infundía terror. No podía evitar preguntarme qué ocultaban aquellas vestiduras. ¿Quiénes eran aquellos seres con esas formas tan antinaturales? Con sus sillas altas y angulosas colocadas en círculo parecían estar inclinados en todas direcciones, como monolitos inestables. Era como si estuvieran adoptando posturas misteriosamente simbólicas, encerrándose en hábitos hostiles a un análisis convencional. Del mismo modo, inclinaban la cabeza de forma sesgada en relación con el resto de sus formas majestuosas, y saludaban de un modo herético para su anatomía terrestre. Susurraban casi sin cesar, pues no se me ocurre una palabra más exacta para describir el suave murmullo que parecía ser su forma de hablar. ¿O era la suspensión de este sonido lo que transmitía de uno a otro sus mensajes desconocidos, aquellos silencios escasos pero notables que me aterrorizaban mucho más que el extraño susurro?

Pero el sueño presentaba otro detalle que tal vez estuviera relacionado con el modo de comunicación de aquellas figuras susurrantes que se sentaban bajo la luz estancada de la luna. De las mangas anchas que colgaban a ambos lados de cada figura sobresalían unos delicados y delgados apéndices que parecían estar atrofiados, unas zarpas encogidas con numerosas garras que se reducían a tentáculos flácidos, unos dedos fibrosos que parecían trabajar juntos con brío y una agitación incesante.

La primera vez que vi aquellos gestos horripilantes sentí que casi me despertaba, que me llevaba al mundo la sensación de una espantosa explicación sin un significado acertado, o una posibilidad de expresión en ninguna lengua excepto los votos susurrados de aquella secta misteriosa. Pero permanecí más tiempo en aquel sueño, mucho más tiempo de lo normal. Presencié el nerviosismo insectil de aquellas pinzas arrugadas, la excitación crispada de aquellos miembros que parecían revelar un conocimiento intolerable, una manifestación máxima sobre el orden de las cosas. Tales movimientos sugerían un despliegue de analogías horrorosas: las hiladas patas de las arañas, la fricción ansiosa de las largas y flacas extremidades de una mosca, la ondulación de la lengua de un lagarto o el movimiento que hace su cola. Pero la sensación acumulativa que tenía en el sueño solo estaba en parte relacionada con lo que yo llamaría «el triunfo de lo grotesco»; puesto que mucho mayor era una percepción bastante diferente, la que iba acompañada de una euforia extraña contaminada de náuseas. Esta revelación —de acuerdo con el estilo de ciertos sueños— era complicada y exacta, y no permitía ambigüedades ni confusiones que consolaran al soñador. Y lo que se le trasmitía a mi mente testimonial era la visión de un mundo en trance: un desfile hipnotizado de seres sonámbulos por las manipulaciones detestables de sus amos susurrantes, esos monstruos encapuchados que estaban entre los hipnotizados, pues existe un poder que los supera, un poder al que sirven y del que simplemente emanan, algo que está más allá de la hipnosis universal en virtud de su inconsciencia, de su impresionante idiotez. Cada uno de los amos con capas fue partícipe de alguna medida de deidad y presidió de forma pasiva, como zombi inteligente, las multitudes en trance, ese dominio frenético de la esfera humana.

Y fue en ese lugar de mi sueño cuando me di cuenta de que allí conseguía una intimidad atroz entre yo mismo y aquellas efigies susurrantes del caos cuya existencia me aterrorizaba por su distancia de la mía. ¿Me habían permitido aquellos seres, con alguna macabra intención que solo ellos podían comprender, penetrar en su sabiduría infernal? ¿O era mi acceso superfluo a tal misterio asqueroso solo el resultado de una repugnante casualidad en el universo de átomos, una intersección del azar entre elementos demoníacos de los que se compone toda creación? Pero la verdad estaba, no obstante, en la superficie de esas locuras; tanto de modo premeditado como por accidente, yo era la víctima de lo desconocido y finalmente sucumbí a un horror extático a causa de aquel conocimiento insoportable.

Mientras caminaba, era como si me hubiera llevado una diminuta partícula como una joya de ese éxtasis horroroso y, por alguna alquimia de asociación, aquella oscura sustancia cristalina infundía su magia a la imagen de mi pueblo.

Aunque antes me creía el conocedor consumado de los secretos de aquella localidad, al día siguiente descubrí algo inesperado. Las calles que observaba en aquella mañana inmóvil estaban repletas de nuevos secretos y parecían conducirme a la misma esencia de lo extraordinario. Un elemento anteriormente desconocido aparecía en la composición del pueblo, algo que debía de haber estado escondido en alguna de sus zonas más oscuras. Quiero decir que, aunque esas fachadas arcaicas y pintorescas todavía adoptaban la apariencia de una paz de ensueño, ahora tenía a la vista una agitación maligna debajo de la superficie. El pueblo ofrecía más maravillas de las que conocía, un alijo oculto de ofrendas blasfemas. No obstante, fuera como fuese esa fórmula de engaño, de corrupción disfrazada, servía para intensificar los aspectos más atractivos del lugar: algunos tejados inclinados, una puerta principal baja o un callejón estrecho provocaban una profusión de sensaciones insospechadas. La niebla que pronto se extendió uniformemente aquella mañana por el pueblo estaba iluminada de sueños.

Deambulé todo el día con una exaltación febril por el lugar, como si lo visitara por primera vez. Apenas me paré un momento para descansar, y estoy seguro de que no me detuve para comer. A última hora de la tarde tal vez sufriera tensión nerviosa, puesto que había estado muchas horas alimentando un singular estado mental en el que unas caóticas corrientes de miedo invadían y enriquecían la euforia más pura. Cada vez que doblaba una esquina o giraba la cabeza para apreciar una vista atractiva, los temblores más oscuros quedaban inspirados por el espectáculo híbrido que presenciaba, unas escenas espléndidas y rotas por sombras malignas, lo espeluznante y lo hermoso fundidos para siempre en un abrazo. Y cuando pasé bajo el arco de una vieja calle y miré hacia arriba, hacia la estructura altísima que había ante mí, quedé casi abrumado.

Reconocí el sitio de inmediato, aunque nunca lo había visto desde aquella perspectiva. Y de repente fue como si ya no estuviera en la calle mirando hacia arriba, sino que miraba hacia abajo desde la ventana que había justo debajo del tejado en pico. Era la habitación más alta del pueblo, y desde ninguna otra se podía ver lo que había en su interior. El edificio en sí, como algunos de los que lo rodeaban, parecía vacío, quizás abandonado. Consideré varias formas de forzar la entrada, pero no hacía falta ninguno de esos métodos, ya que la puerta principal, en contra de mi observación inicial, estaba ligeramente entornada.

En efecto, aquella vivienda estaba abandonada, sin mobiliario ni decoración ni accesorios básicos, y los pasillos estaban desiertos, como túneles, tan solo visibles bajo la horrible luz que entraba por las ventanas sucias sin cortinas. Otras ventanas idénticas aparecían en el descansillo de cada tramo de escaleras que subía por la parte central de la casa como una columna vertebral retorcida. Me quedé inmóvil, cerca del sobrecogimiento cataléptico, al ver el mundo por el que me paseaba, aquel paraíso deteriorado. Era un lugar de extrañas interferencias, de inquietud y melancolía infinitas, el residuo eterno de alguna desgracia cósmica. Subí las escaleras con una concentración solemne y mecánica y solo me detuve cuando llegué arriba del todo y me topé con la puerta de una habitación determinada.

Incluso en aquel momento me preguntaba si podría haber entrado a esa pieza con aquella determinación de haber esperado de verdad encontrar algo extraordinario en su interior. ¿Alguna vez tuve la intención de enfrentarme a la locura del universo, o al menos a la mía? Debía confesar que, aunque había aceptado las ventajas de mis sueños y fantasías, no creía profundamente en ellas. En el fondo era un escéptico, un total incrédulo que se había permitido demasiada libertad de imaginación y que a lo mejor había llegado a la locura por sus propios medios.

Todo parecía indicar que la estancia estaba deshabitada. Observé este hecho sin la decepción que da la expectación verdadera, pero también con un extraño alivio. Luego, mientras mis ojos se acostumbraban a la penumbra confusa de la habitación, vi las sillas en círculo.

Eran tan extrañas como en el sueño, más parecidas a instrumentos de tortura que a cualquier clase de objeto práctico o decorativo. Sus altos respaldos estaban un tanto inclinados y cubiertos de una piel gruesa que no se parecía a nada que hubiera visto antes; los brazos eran como cuchillas y cada uno tenía cuatro hendiduras semicirculares que lo atravesaban y quedaban separadas a partes iguales por toda su extensión; debajo había seis patas articuladas que sobresalían hacia fuera, una característica que transformaba toda la pieza en algo semejante a un cangrejo con la habilidad aparente de caminar por el suelo. Si, por un momento de asombro, sentí el impulso idiota de sentarme en uno de aquellos extraños tronos, rápidamente dejé de desearlo al ver que el asiento de cada silla, que al principio parecía estar compuesto por un cubo de cristal negro suave y sólido, era, de hecho, tan solo un cubículo abierto lleno de un líquido turbio que se agitó de manera extraña cuando pasé la mano por la superficie. Y mientras lo hacía sentí un hormigueo por todo el brazo, de tal forma que me dirigí a trompicones hacia atrás, en dirección a la puerta de aquella horrible habitación, detestando cada átomo de la carne agarrada a los huesos de esa extremidad. Me di la vuelta para salir de allí, pero me detuvo una figura que había en la entrada.

Aunque ya me había encontrado con aquel hombre, ahora era bastante diferente, más siniestro que simplemente enigmático. Cuando el día anterior me había molestado, no me había percatado: su actitud había sido inusual pero muy educada, y no me había dado motivos para dudar de su cordura. Ahora no parecía ser más que un maligno títere de la locura. Desde la postura retorcida que adoptaba en la entrada hasta la expresión imbécil y salvaje que poseían sus rasgos, era una criatura de extraña degeneración. Antes de que pudiera apartarme de él, agarró mi mano temblorosa.

—Gracias por la visita —dijo con una voz que era una parodia de su antigua cortesía.

Me atrajo hacia él, bajó los párpados y sonrió de oreja a oreja como si estuviera disfrutando de una agradable brisa en un día cálido. Después dijo:

—Quieren llevarte con ellos cuando se marchen. Quieren a los elegidos.

Nada puede describir lo que sentí al oír aquellas palabras, que solo tendrían sentido en una pesadilla. Sus consecuencias eran una quintaesencia del delirio infernal, y en aquel instante todas las maravillas del mundo se convirtieron en algo espantoso. Intenté liberarme de las garras del loco mientras le gritaba que me soltara la mano.

—¿Tu mano? —me gritó.

Después empezó a repetir aquella frase una y otra vez, y se reía como si algún chiste sardónico hubiera llegado a su conclusión en lo más hondo de su locura. Gracias a su alegría repugnante se debilitó y yo pude escapar. Mientras descendía rápidamente la gran cantidad de escaleras del viejo edificio, su risa me perseguía como una resonancia hueca que llenaba la misteriosa vivienda.

Y aquella risa estrafalaria y retumbante me acompañó mientras deambulaba aturdido en la oscuridad, intentando huir de mis propios pensamientos y sensaciones. Poco a poco, aquellos ruidos horribles que llenaban mi cerebro amainaron, pero fueron sustituidos por un nuevo miedo: el murmullo de los extraños delante de los que pasaba en las calles del pueblo. No importaba lo bajo que hablaran o lo rápido que se acallaran unos a otros con embarazosos carraspeos y miradas adustas, pues sus palabras llegaban a mis oídos en fragmentos que era capaz de reconstruir al repetirse con tanta frecuencia. Los términos más comunes eran «deformidad» y «desfiguración». Si no hubiera estado tan consternado podría haberme acercado a aquellas personas aparentando buena educación, aclarar la garganta y decir: «perdone, pero no he podido evitar escuchar lo que decía. ¿A qué se refería exactamente, si no le importa que le pregunte, cuando ha dicho...?». Pero descubrí por mí mismo lo que aquellas palabras significaban —¡qué horror, pobre hombre! — cuando volví a mi habitación y me puse delante del espejo de la pared sujetándome la cabeza con una mano.

Pues solo una de aquellas manos era mía.

La otra les pertenecía a ellos.

La vida es la pesadilla que te marca para demostrar, de hecho, que es real. Y sufrir una locura solitaria parece la alegría del paraíso cuando lo comparamos con las condiciones extraordinarias en las que la propia locura de uno solo es el reflejo de la del mundo exterior. Los sueños me engatusaron, ya nada tiene sentido.

Déjenme escribir, mientras todavía pueda, que la transformación no se ha limitado; ahora me resulta difícil continuar con este manuscrito sin manos; estos tentáculos que no paran de moverse apenas pueden coger el bolígrafo, y estoy perdiendo la voluntad necesaria para pasar una garra arrugada por esta página. Aunque me he alejado a mucha distancia del pueblo, su influencia no ha disminuido. En estas cuestiones es aterrador cómo desaparecen las leyes del espacio y el tiempo. Yo estoy ligado a unas leyes mayores, unas fuerzas extrañas que intervienen mientras yo me quedo mirando impotente.

Por el bien de los demás, he tomado precauciones para ocultar mi identidad y la ubicación exacta de un horror que no se puede evitar; sin embargo, también he tratado por todos los medios de revelar, como si fuera con intención maliciosa, la existencia y la naturaleza de aquellos mismos horrores. A la larga, ni mis motivos ni mis acciones han tenido consecuencias: tanto los unos como las otras son bien conocidos por las cosas que susurran en la habitación más alta de un viejo pueblo. Saben lo que escribo y por qué lo escribo. Tal vez incluso guíen mi bolígrafo por medio de una mano que es una extensión de las suyas. Y si alguna vez deseé ver lo que había debajo de aquellas capas negras, pronto satisfaré esta curiosidad con tan solo mirarme al espejo.

Debo volver al pueblo, pues ahora mi hogar no puede estar en ningún otro sitio. Pero ya no entraré en aquel lugar como antaño: cuando vuelva a aquel mundo de sueños lo haré a través de un umbral que ningún ser humano ha cruzado jamás... ni lo hará.
Efficiunt Daemones, ut quae non sunt, sic tamen quasi sint, conspicienda hominibus exhibeant.*
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* (Los demonios hacen que lo que no es, se presente, sin embargo, a los ojos de los hombres como si existiera.)
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