La era de Mappo

Relatos e historias de los Mitos de Cthulhu

Re: La era de Mappo

Notapor Sconvix el Mar Ago 03, 2021 9:57 am

II

Para cuando Glen Moore llegó a Nueva York ya añoraba Arkham. Su bulliciosa ciudad, llena de luces de neón, edificios altos y ruido de todo tipo contrastaba tremendamente con aquella que acababa de abandonar con sus casitas grises e inclinadas, sus viejas iglesias a las que les costaba mantenerse en pie, y sobre todo su apacible y desolada campiña donde acechaban continuamente historias siniestras. Además, estaba el hecho de que Nueva York le provocaba la misma sensación que aquella ciudad que le arrebató a su compañero, y poco después cuanto tenía.

Por desgracia, las circunstancias que le habían llevado a Arkham lo devolvieron allí. Pero cual río que discurre hasta el mar, aquel caso fluía hacia una confluencia de corrupción humana. Afortunadamente Glen dejaba a Mark detrás, quizá el tiempo suficiente para atrapar a Nils antes de que el inspector se enterase de la jugada.

Glen veía cómo pasaban los días y no podía hallar ni una sola pista acerca del paradero de Nils Lindstrom. A pesar de haber llegado a Nueva York horas después que él, le había perdido completamente el rastro. Su única pista era el ejemplar de la revista ¿Quién es quién? en el que aparecían varios empresarios de renombre residentes en la ciudad de Nueva York. Entre los entrevistados estaban los herederos del imperio de Andrew Carnegie, el dueño de Aerolíneas Manhattan Arthur Van Slyke, el economista Sherman J. Maisel y el empresario Maurice Tempelsman. Todos neoyorquinos, aunque no necesariamente presentes en la ciudad en aquel momento, pues se trataba de gente que viajaba por todo el país y más allá continuamente. De todos modos Glen tuvo la precaución de pasarse un par de veces por las oficinas y residencias de cada una de aquellas personalidades sin otra recompensa que la imagen de grandes casas lujosas con extensos jardines y edificios de oficinas altos e impolutos.

Era lunes por la noche y la comisaría en la que Glen trabajaba, la sesenta y siete, recibió el aviso de que dos oficiales de mantenimiento de alcantarillas de la ciudad habían encontrado lo que parecía ser un cadáver en uno de los registros. El callejón en el que estaba ubicada la boca de acceso correspondía a un distrito correspondiente a tres comisarías, entre ellas la de Glen. Así que el detective de homicidios Glen Moore tuvo que dejar a un lado su particular caso no oficial y acudir al lugar de los hechos, aunque este posible asesinato podría estar relacionado. Una vez más Glen se olvidaba de que estaba en Nueva York, no en Arkham.

Cuando llegó al cruce, Glen tuvo que atravesar un muro formado por periodistas y curiosos que se estrujaban contra el débil cordón policial que impedía la entrada al callejón de los hechos. Casi al fondo se encontraba la alcantarilla destapada, y a su alrededor se apelotonaban unos cuantos agentes de las comisarías implicadas. El juez no había autorizada todavía el levantamiento del cadáver, por lo que Glen no llegaba tarde y se encaminó hasta el fondo, donde un motor portátil zumbaba incesantemente.

—Vaya, Glen, ¿qué tal tus vacaciones en Nueva Inglaterra? —Un compañero de otro distrito lo saludaba con objeto de averiguar si el detective manejaba alguna información adicional.

—Bien, Roland. Dime, no he tenido tiempo de enterarme de los detalles. ¿Un asesinato en el interior de las alcantarillas?

—Eso parece. He estado abajo y la escena es repulsiva. Hay una monja aplastada contra unas rejas. Su cuerpo está descompuesto y las ratas lo han devorado casi por completo. Además, huele fatal ahí abajo. Todo está tan sucio que será difícil sacar alguna prueba. Pero claro, aquí estás tú…

Aquel último comentario no gustó a Glen, quien echó un lado a su compañero de oficio y, tras ponerse guantes, se dispuso a bajar por las oxidadas y resbaladizas agarraderas hasta alcanzar el fondo de la cloaca, la cual había sido iluminada por una serie de bombillas unidas entre sí mediante un cable alimentado por el motor que había en el callejón. Moore analizó entonces la distancia entre el hueco y el suelo, dándose cuenta de que no habría más de tres metros de distancia. Era muy posible que el asesino empujase a su víctima al interior, o que la coaccionase para que descendiera. No era capaz de imaginarse a una monja bajando por tan difícil escalera, por llamarlo de algún modo, claro que antes tendría que saber la edad de la víctima. Así que el detective observó el suelo mientras oía murmullos procedentes de algún recoveco de aquel entramado subterráneo.

Glen buscaba sangre o algo que indicase que la víctima había sido empujada, cayendo contra el suelo. La tarea era difícil, pues el débil riachuelo viscoso y gris que corría por aquel punto se había crecido debido al taponamiento e invadía la pasarela. Aun así Glen ordenó a uno de los chicos de su comisaría que se encargase de buscar alguna evidencia que pusiese de manifiesto el modo en el que víctima y asesino hubiesen bajado.

Pero Glen no avanzaría demasiado por aquel túnel semicircular cuando tuvo que volverse a dar otra orden al agente al que acababa de asignar una tarea.

—Y cuando acabe, busque a lo largo de estos tubos algún trozo de tela reciente. —El detective reparó en las grandes agarraderas que unían, con menor fuerza en algunos puntos, las diferentes tuberías que corrían a lo largo de la alcantarilla. Todas estaban oxidadas y muchas tenían jirones de ropa, y puede que de piel, colgando de sus oxidados filos. Aunque todos los jirones parecían llevar allí mucho tiempo, alguno podría no llevar tanto y ser de la víctima o del asesino.

Atravesando un par de recodos Glen llegó por fin al lugar en el que estaban reunidos unos cuantos detectives, agentes e inspectores sacando fotografías y analizando la escena del crimen. Glen se puso de cuclillas y analizó detenidamente la amalgama de carne y huesos empotrada entre los barrotes, como si alguien de una fuerza sobrehumana hubiese intentado filtrar a aquella pobre mujer por el hueco entre los barrotes. Por los hábitos no cabía duda alguna de que la víctima se trataba de una monja, y a causa de ese hecho y de la supuesta fuerza que un solo hombre debía tener para tirarla y arrastrarla por la alcantarilla y después repellarla contra los barrotes, a Glen no le cabía duda de que Nils estaba volviendo a actuar, por un motivo que el detective seguía sin poder desentrañar. ¿Sería por mero placer, por venganza contra toda persona cristiana…?

A pesar del agua grisácea que se agolpaba continuamente contra el cadáver, Glen pudo distinguir algunos hematomas, cortes, huesos rotos… La verdad es que dado el estado del cuerpo, iba a ser muy difícil llegar a una conclusión acerca de la causa de la muerte exacta sin la debida autopsia. De cualquier modo, lo que sí estaba claro era que quienquiera que hubiese cometido el delito disponía de una fuerza descomunal, de una capaz de arrancar el brazo a un hombre…

Para cuando el juez decretó el levantamiento del cadáver, Glen ya llevaba un rato dándole vueltas al caso en el callejón. El cadáver fue cuidadosamente retirado, aunque con mucha dificultad, y trasladado para su examen. También se ordenó el análisis del agua estancada y de los muros y barrotes en busca de posibles huellas y otras pruebas. Unos pocos agentes iniciaron la laboriosa y desagradable labor de buscar entre el cieno y en las mohosas paredes curvadas.

Glen habló con el agente al que había dado la orden de buscar ciertas pruebas.

—No he encontrado nada de lo que me dijo señor. —Glen no las necesitaba, claro, pero le hubiese gustado tener alguna más que confirmase la autoría de Nils. —Sin embargo, al volver a subir he visto esto. —El agente hizo que su superior lo acompañara abajo, yendo delante. Pero no llegarían hasta el fondo, pues el agente hizo que Glen se detuviera justo bajo el registro.

—Fíjese justo detrás de esa agarradera.

El detective pudo distinguir, tras unos segundos fijando la mirada, un arañazo en la verdosa pared. Era de una mano derecha, y la sangre reciente. Si se hubiesen desprendido uñas, éstas ya se las habría llevado la corriente que anteriormente invadía la pasarela. Pero lo que aquello ponía de manifiesto era que el asesino había cargado con su víctima hasta el interior de la alcantarilla y que ésta estaba aterrada hasta el punto de querer escapar aferrándose a la pared.

—Comuníquelo al resto, —ordenó Glen al agente. A continuación salió fuera y se dispuso a irse de allí, cuando fue interceptado por el detective que lo recibiera antes.

—Moore, ¿no te quedas para interrogar a posibles testigos? —le preguntó su colega cogiéndolo por el brazo.

—No, debo irme. Ya lo leeré en el informe.

—Tienes algo, ¿verdad? Cuéntamelo, podríamos trabajar en esto junto y atrapar a ese malnacido.

—Ese agente podrá darte más detalles. —Glen señaló al policía que le había estado ayudando y que acababa de salir del registro. —Ya sabes que prefiero trabajar solo.

—Sí, lo entiendo. —Aquel detective soltó el brazo de Glen y dejó que se marchase, pues conocía bien el declive de su colega desde que éste perdiera a su compañero años atrás. —Pero mantenme al tanto, ¿vale?

Lo que el detective Moore hizo fue acudir al laboratorio del médico forense para ser el primero en leer los resultados y en ver el cadáver una vez analizado. Los detalles, sabía él, iban a ser insignificantes, pues lo que buscaba era una evidencia que pusiese de manifiesto la implicación de Nils Lindstrom en el asesinato.

Tras aproximadamente cinco horas esperando en la sala adjunta al laboratorio, donde no apareció nadie el tiempo que Glen caminaba de una lado para otro con impaciente, el forense le permitió pasar para explicarle lo que la autopsia había dado de sí. Desgraciadamente se acercaba la hora del amanecer, y Glen no había pegado ojo, por lo que se encontraba seriamente cansado.

Al entrar vio aquella amalgama gris verdosa a la que se le había retirado el hábito de monja, reconocido como tal, el cual descansaba ahora sobre una mesa de exploración de aluminio. Según el forense, que explicaba al detective cuanto había recogido por micrófono, efectivamente el cuerpo presentaba heridas diminutas, producto de la depredación de los roedores. Tenía la espalda y las costillas rotas, posiblemente a consecuencia de una presión tremenda al haber sido encajado entre los barrotes. Asimismo, los hematomas y arañazos que lucía parecían tener su origen por el mismo hecho. Afortunadamente la difunta no debió sufrir ningún dolor, ya que presentaba un corte profundo en la garganta, de trazo diagonal y efectuado por una persona diestra. Dicho corte sugería el uso de un arma blanca curvada, casi con toda seguridad una especie de puñal curvado y dentado o poco afilado, pues el corte no era limpio. Quizás lo más acertado fuese un gancho de carnicero, aunque la fuerza necesaria para dejar aquella herida en un ser humano era considerable.

—Tan considerable como para aplastar a una persona contra unos barrotes, rompiéndole los huesos. ¿Verdad doctor? —Glen hizo esa apreciación ante el atónito forense, cuya prominente barriga comenzaba a pedir alimento.

—Sí… Tenga usted en cuenta que la presión necesaria para aplastar un cuerpo humano de tal forma sería de… yo diría… unos quinientos newtons o más. Claro que podrían haberlo hecho varias personas.

Mientras Glen y el forense hablaban la Policía no pudo hallar ninguna prueba en la escena del crimen que aclarase la identidad del asesino, ni tampoco se había podido encontrar a ningún testigo que viese a una monja por allí acompañada de alguien vestido normal.

Con todo lo que el forense le había dicho, Glen tomó la determinación de vigilar más activamente las residencias y centros de trabajo de los entrevistados en aquel número de la revista ¿Quién es quién? Además, iría a hoteles, hostales, edificios de apartamentos y cualquier tipo de hospedaje dando su número de móvil y la descripción de Nils. También buscaría en el registro cualquier contrato en el que apareciese el nombre de Nils Lindstrom, aunque no creía que el chico hubiera cometido el mismo error que en Arkham. Eso sí, no solicitaría ayuda a nadie del departamento. Aquello era algo de lo que debía encargarse él y nada más que él.
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Re: La era de Mappo

Notapor Sconvix el Mié Ago 04, 2021 10:33 am

III

La mañana del domingo siguiente al hallazgo del cadáver aplastado de la monja, Glen se encontraba dando una vuelta con su coche por la imponente propiedad Van Slyke localizada en las afueras. Las pistas obtenidas en la escena del crimen eran escasas, pero los detalles confirmaron al detective que el asesino no podía haber sido otro que Nils Lindstrom, y que debía estar en la ciudad por algún motivo relacionado con las personalidades que aparecían en la revista que el detective llevaba siempre consigo. Desde el lunes se había programado una rutina, basada en una serie de visitas matinales y nocturnas a las viviendas de las posibles víctimas, y dándose una vuelta por hoteles y demás dando la descripción del sospechoso.

Nadie había contactado con él hasta ahora, y el rastro estaba desapareciendo en aquella ciudad cosmopolita. Y cuando Glen vio un Porsche de color negro aparcado en la entrada, pensó que su suerte estaba cambiando. Contactó con la central para que, mediante el número de matrícula, le facilitasen el nombre del propietario del vehículo por si, por una casualidad, Nils lo había alquilado con el dinero robado del Primer banco nacional del Arkham. La respuesta fue casi inmediata, pero desconcertante. El vehículo estaba a nombre de Brilliant Chang, un conocido traficante de droga chino. Ante tal información el detective se olvidó unos minutos del caso Lindstrom, preguntándose por qué alguien como Chang estaría en la residencia de los Van Slyke. Sin embargo, no tardaría mucho en descubrir que no era Brilliant Chang el que conducía el coche, pues de la reja principal salió un chico de poco más de veinte años, rasgos orientales y con los ojos enrojecidos, como de haber llorado.

El chico se marchó de allí sin montar escándalo, y Glen permaneció por los alrededores vigilando y tratando de imaginarse qué tenía que ver el viejo Chang con los Van Slyke. ¿Era tal vez aquel joven familia del traficante o uno de sus hombres? Demasiado… normal para ser uno de los hombres de Chang, pensó Glen. Y como no tenía otro hilo del que tirar, siguió al chico.

Glen dejó ventaja suficiente al Porsche, hasta que lo vio aparcando frente a un bloque de apartamentos en la calle ciento cuarenta y nueve. No le cuadraba un cambio de escenario tan brusco y, a pesar de estar allí por otra razón, consideró el hecho de ponerse a indagar un poco. Aparcó a la vuelta de la esquina y entró en el edificio. Allí habló con la casera, una señora amable de unos setenta años y bastante gruesa que se mostró muy cooperativa, sobre todo porque su interlocutor se identificó como agente de Policía. Para empezar negó que en el edificio hubiese alguien con la descripción de Nils Lindstrom, pero cuando Glen le preguntó por un huésped de origen asiático la buena señora respondió: —En el ático, el señor Chin.

Glen no tenía nada más que hacer allí, así que se fue por donde había venido pensando en la ruta más corta hasta la siguiente área a comprobar. Y cuando salió del portal vio al supuesto señor Chin: un chino muy gordo, con una cabeza grande, redonda y afeitada, una papada considerable y unos tatuajes que le cubrían ambos brazos. Vestía un pantalón gris oscuro y unos zapatos negros resplandecientes. Llevaba una camisa blanca remangada hasta los codos y asía la chaqueta del traje con una mano. Se encontraba hablando con el chico que el detective viera cosa de una hora antes en la casa de los Van Slyke. Éste no se había dado cuenta de la presencia de aquel negro cotilla, pero el inquilino sí que se fijó en aquel hombre despeinado, sin afeitar y vestido, a pesar del bochorno, con una gabardina oscura llena de lamparones. Cuando Glen se dio cuenta su sensación era la de estar siendo escudriñado, pero no tenía tiempo para aquello.

Aquella misma noche, cuando el cielo se tiñó de negro y la brisa primaveral apartó las nubes de un lienzo estrellado, Glen tachaba en su comisaría los lugares que había visitado, y planeaba los del día siguiente, previa ronda por los hogares de los que aparecían en la revista. Aburrido, el detective conectó la radio y se puso a escuchar a ver si se producía un nuevo hecho que llamase su atención y pudiese relacionarlo con el caso que tenía entre manos. Todo era robos, acosos, peleas, accidentes… la cosas que caracterizaban a su indeseada ciudad.

La noticia que levantaría a Glen Moore de su silla sería la de un accidente automovilístico en Central Park, fuera de su jurisdicción. La matrícula del vehículo accidentado, así como la descripción de éste, coincidía con la del que viera en casa de los Van Slyke y en el bloque de apartamentos donde residía ese tal Chin, es decir el que estaba registrado a nombre de Brilliant Chang. Según el apresurado informe del agente a caballo que se hallaba en la escena, el único ocupante había fallecido aparentemente por los severos cortes sufridos con la rotura del parabrisas delantero y las ramas del árbol contra el que el vehículo había impactado con fuerza. Lo que hizo que Glen saliera disparado hacia Central Park fue el último comentario del agente: — “…un profundo corte en la garganta, a la altura de la yugular…”

A pesar de estar fuera de su jurisdicción, Glen se presentó en Central Park minutos después de captar el informe del accidente. Como en el caso del callejón, la discreción brillaba por su ausencia. Todo estaba lleno de curiosos, desde periodistas hasta transeúntes de todo tipo apiñados alrededor de un cordón policial que cada vez se cerraba más en torno al coche empotrado en un portentoso roble de raíces nudosas. Entre los presentes no se oía otra palabra que no fuese la de “accidente”, adoptada como tesis principal para explicar la causa de la muerte. Pero el detective Moore tenía la suya, y mostrando su placa a un par de agentes que formaban el ceñido cordón policial, pudo llegar hasta el vehículo y estudiar visualmente el cadáver.

Glen se puso a analizar cuidadosamente el lugar de los hechos, especialmente los embarrados rastros de las ruedas desde la supuesta entrada hasta el grueso roble contra el que el vehículo había acabado impactando. Le resultó extraño que el conductor, dada su pretensión, se hubiese arriesgado a recorrer toda esa distancia corriendo el riesgo de ser detenido o de sufrir un choque menos grave. El airbag había saltado, lo cual no apoyaba la tesis del suicidio, pues podría haber sido anulado o manipulado para no activarse con el impacto, asegurándose así el éxito. Además, el conductor llevaba puesto el cinturón de seguridad. Pero también estaba el factor del corte en la garganta, tan característico en los asesinatos de Nils Lindstrom. Si la autopsia confirmaba que aquel corte no lo había producido el cristal de la luna delantera, a Glen no le quedaría ninguna duda acerca de la autoría.

El vehículo, el Porsche negro, tenía todo el morro empotrado contra el árbol, el cual no se había movido ni un ápice gracias a su fuerte y milenario arraigamiento a aquella tierra. La fuerza del golpe había hecho que el motor saltase doblando el capó, y éste a su vez rompiendo la luna en varios trozos grandes, uno de los cuales contenía sangre y parecía haber sido el culpable del corte en el desinflado airbag y de la herida fatal en el cuello del muchacho.

Cuando Glen acabó de formarse una opinión, se puso a preguntar si había algún testigo. Sin embargo, a pesar de que algunas personas llegaron a ver al vehículo avanzar a gran velocidad por mitad del parque, ninguna se encontraba lo suficiente cerca como para ofrecer detalles concretos. De cualquier forma el inquisitivo detective continuó preguntando si alguien había tenido ocasión de ver a alguien más en el vehículo en algún momento durante o posteriormente al accidente, pero todas las respuestas que recibió fueron negativas, y aquellos que le escuchaban cuestionaban si de haber ido otro pasajero éste no habría muerto igualmente.

A todo el mundo le parecieron las preguntas del detective maloliente de lo más inapropiadas y nada inteligentes. A todos salvo a un hombre imponentemente alto, musculoso, de pelo canoso y puntiagudo, que vestía un pantalón vaquero algo desgastado y una camiseta estilo heavy metal. El otro era más bajo y mucho más delgado, más bien poca cosa a decir verdad, con una melena descuidada que le llegaba hasta los hombros y una barba de pocos días, vestido con una camiseta de un videojuego de los ochenta.

—Usted debe ser el detective Moore, ¿me equivoco? —Quien dio inicio a la conversación fue el más bajito, ofreciendo su mano a Glen.

Glen estrechó la mano de aquel tipo tan fuera de lugar, preguntándole quién era él.

—-No se preocupe por mi identidad, estamos en el mismo bando. Por cierto, este es mi amigo, el señor Lee Innes. —Glen también estrechó la mano de aquel titán, sin dejar de preguntarse por qué el de cabellos largos no quería revelarle su nombre.

—No te preocupes por su nombre, —comentó Lee de forma jocosa. —Yo lo conocí hace poco y tampoco lo sé.

—¿Le gusta el café señor Moore? —Tom volvió a tomar las riendas aprovechando la estupefacción del detective. —A mí con mucha leche. Y creo que ahora es un buen momento para uno. Venga, le invito.

Gleen miró en silencio al gigantón y luego al anónimo personajillo. —Lo siento, no dispongo de tiempo, —fue toda su respuesta.

—Seguro que tiene tiempo. Acompáñenos. —Tom insistió empleando un tono de confidencialidad que convenció al detective, pues pensaba que aquella pareja podía saber algo acerca del asunto. Eso sí, antes de nada palpó su gabardina para asegurarse de que llevaba el arma.

—No la necesitarás. —Dijo el grandullón.

Mientras el trío se dirigía a una cafetería cercana el anciano Chang observaba su marcha con ojos acuosos por las lágrimas retenidas, dispuesto a hablar con aquel detective más tarde.
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Re: La era de Mappo

Notapor Sconvix el Jue Ago 05, 2021 10:00 am

IV

A un par de calles de Central Park fueron a parar Glen Moore y sus dos acompañantes. Entraron en una cafetería llamada Noche y día, de la clase que le gustaba a Tom.

—Abre las veinticuatro horas, buen sitio, —comentó Tom cediendo el paso a los otros dos.

Los tres se sentaron en unos sillones pegajosos de color rojo y pidieron café. Por supuesto, todos eran distintos. Y una vez servidos fue Glen quien se impacientó y se puso a hacer preguntas ante el mutismo del más joven y la celeridad del otro, quien se había bebido su expreso de un trago y se encaminaba hacia la barra examinando detenidamente todo el contenido de las amarillentas vitrinas.

—Y bien, —empezó Glen. —¿Qué es lo que quieren de mí?

Tom le dio un sorbo a su café poco cargado mientras Lee regresaba cargado con una pinta de cerveza y un cigarrillo encendido; tras él iba una camarera cargada con una bandeja repleta de dulces varios.

—Tranquilícese señor Moore, como ya le he dicho vamos en el mismo barco. Estamos aquí porque a quien buscamos también se encuentra aquí.

—Eso parece… —añadió Lee mientras plantaba delante de sí la bandeja y masticaba un cuantioso bocado de bollería.

Ante la asombrada mirada del detective, al cazador de recompensas no le quedó más remedio que admitir que su glotonería se debía a causas mortuorias, riéndose a continuación.

—En fin, no le haga demasiado caso, —se lamentó el especialista.

—Verás Glen, —Lee volvió al ataque con su imparable mandíbula, triturando cada bollo como si fuese el último. —Yo fui contratado por el padre de Nils, el senador Harold Lindstrom, para que averiguase quién se la estaba jugando al crío. Según me dijo, o al menos eso entendí, Nils pasó unos días en cama y luego dejó de asistir a clase. Lo siguiente que supo de él es que se le acusaba de robo, asesinato y lesiones graves. Me enseñó la noticia, aunque supongo que ya sabes a cuál me refiero” —Glen asintió mientras su interlocutor blandía otro bollo brillante y calorífico y le apuntaba con él. —Sinceramente no creo que Nils ni prácticamente nadie pueda arrancar un brazo a una persona de ese modo, aunque en cierta ocasión yo…

Tom interrumpió a Lee deliberadamente y continuó él con el relato.

—La cuestión es que teníamos pensado ir a Arkham. ¿Verdad señor Innes? —El glotón cazador de recompensas asintió dando el último trago a su cerveza. —Leí los informes del caso, y advertí que usted había sido solicitado por el inspector Frank Callaway como… consejero especialista, o algo así ¿verdad? También me enteré de que la decisión no fue del gusto del detective Bleetz, y que usted regresó a Nueva York sin el consentimiento del inspector y sin haber cerrado el caso. Sería el primero en su larga carrera… —Glen tomó aire y tragó saliva.

—Pero bueno, ¿quién es usted y cómo sabe todo eso? —increpó el ya cansado detective.

—Y casualmente se produce un doble asesinato que, por su brutalidad, solamente podía haber sido perpetrado por alguien con la fuerza… o la capacidad de arrancar el brazo a una persona. —Tom prosiguió con su argumento haciendo caso omiso de las dudas del detective. —¿Es demasiada coincidencia que usted estuviese ya aquí? Por lo visto ha rechazado casos aludiendo motivos personales. ¿Sabe lo que le digo? Mi sensación es que dejó a Callaway atrás. ¿Por qué? Pues supongo para que no le ocurriese lo mismo que a Harvey Walters.

Glen no salía de su asombro por cuanto aquel hombre sabía acerca de él. Sin duda estaba poniendo las cartas sobre la mesa sin ningún tipo de miramiento por algún fin tan especial como podía ser la detención de Nils Lindstrom. Además, quien lo acompañaba parecía estar de lo más tranquilo, oyendo todas esas afirmaciones y sin hacer el más mínimo comentario, a pesar de que su boca ya no masticaba.

Tom siguió minando al detective. —Sí, actuó usted muy valientemente. ¡Cómo se sobrepuso, se zafó y se hizo con el arma! ¿Sabía usted, señor Innes, que nuestro amigo Moore hirió limpiamente a seis de los allí reunidos?

Tanto Lee como Glen distinguían claramente el tono sarcástico del treintañero desaliñado, quien ni mucho menos lo ocultaba. De todos modos, Glen no dejaba de preguntarse cómo podía haber tenido acceso a un informe supuestamente traspapelado.

—Nos dirigíamos a su casa cuando nos enteramos de este accidente, y le vimos allí.

Glen seguía sorprendido, pero Lee le comentó: —Créeme, tiene contactos.

— Pues lo dicho, íbamos a verle, y nos topamos con lo del accidente. Y usted no cree que se trate de un accidente, ¿cierto? Usted está prácticamente convencido de que ha sido obra de Nils. Pero hay algo que no le cuadra… —La mirada de Tom era de complicidad, la de Lee era de la alguien pensando en si pedirse otra pinta de cerveza o no, y la de Glen de impaciencia. —Las víctimas de Arkham eran todas cristianas y, en cierto modo, practicantes, por no mencionar a la monjita. Pero el chico asiático… no. Sé que se trata del sobrino y ahijado de un traficante llamado Brilliant Chang, tal vez usted lo conozca.

—Sí, me suena. —Glen se atrevió por fin a abrir la boca. —Y ahora la gran pregunta, ¿qué quieren de mí?

—Yo, si me invita a otra… —respondió Lee meneando su jarra vacía.

Tom volvió a tomar la palabra, haciendo callar a Lee para que el ex secreta se lo tomase en serio. —Queremos que resuelva el caso, por eso estamos aquí. Queremos ayudarle. Y si nos cuenta algo, quizás podamos hacerlo.

—Está bien. —Glen se incorporó en su asiento y por fin decidió a hablar y a dar el primer sorbo a su café. —Fue efectivamente el inspector Frank Callaway quien me solicitó para el caso. Fui a Arkham hace un par de semanas y conocí a un estudiante que asistió a la misma fiesta que Nils cuando éste sufrió el colapso. Hasta ahí bien. Vi los cadáveres de las víctimas, y luego vino lo del atraco. Localicé a Nils, o mejor dicho, su apartamento. Por lo que vi allí intuí que había venido aquí, a Nueva York, pero no sé con qué propósito. Solamente sé que sigue dejando un rastro de sangre del que ya estoy cansado. Y creo que eso es todo.

Tanto Thomas Clements como Lee Innes tuvieron la impresión de que la explicación había sido demasiado breve y resumida, y que indudablemente había más.

—Venga hombre, no seas así. —Lee empleó un tono condescendiente para incitar al detective a la vez que buscaba otro cigarrillo en la cajetilla. —Si quiere resolver el caso tiene que contárnoslo todo. Este tipo es muy listo. —Señaló a un sonriente Tom.

GLen dudó unos instantes, sopesando si sincerarse con aquellos dos extraños, que a pesar de su aspecto podían ser de la CIA u otro cuerpo especial como que le salvara el pellejo en casa de los Benson, o si guardar silencio. Al final optó por lo primero, más que nada por pasar el caso y olvidarse de él para siempre, aunque en el fondo sabía que no podría.

—Está bien, no me guardaré nada. Pero ya les advierto que los detalles del asunto son de todo menos creíbles.

—Que sí, que sí. Tú cuenta,” —le apremió Lee apoyando sus portentosos brazos en la mesa como el niño que presta atención en clase.

—Supongo que no ignoran lo del profundo corte en las gargantas de todas las víctimas de Nils, incluida esta última. Allí en Arkham visité el apartamento de Nils y encontré un horario de trenes a Nueva York. Pero lo que más me llamó la atención fue esto. —El detective sacó del bolsillo interior de su gabardina una revista enrollada y muy trillada, entregándola a Tom. —En este número de ¿Quién es quién? sacado de la biblioteca de la Universidad Miskatonic se entrevista a varios ricos empresarios residentes en Nueva York. Creo que Nils va detrás de alguno de ellos, pero no sé por qué razón. Vigilando los domicilios me encontré con la víctima de Central Park, pero no le di mayor importancia. Ahora, no obstante, sí se la doy. Porque como en el caso de los Dank no parece tratarse de un asesinato por puro odio hacia lo católico, sino por algo táctico. Creo que Nils está a punto de hacer el siguiente movimiento camino de una cumbre social.

Tom preguntó al detective por los testigos en Arkham, y Glen tuvo que volver a mencionar a Adam. —Ese estudiante, Adam Fitzgerald, me comentó algo acerca de una noticia… —sacó una hoja de periódico plegada y la abrió para enseñársela a sus interlocutores. —Tampoco le di ninguna importancia, hasta que estuve en el apartamento de Nils y vi unas estufas en el cuarto de baño, además de la bañera llena de plantas y agua tibia.

—¡Vaya, ni que fuera un camaleón! —comentó Lee entre carcajadas. Sin embargo, a Tom aquello le parecía de lo más interesante.

—Pues bien, —continuó Glen, —aquel estudiante me dijo que en la imagen había visto la figura de una criatura ofidia. Aunque fue por un instante, después ya no pudo distinguirla.

A Lee se le abrieron los ojos como platos. —¡Me dejas de piedra! —exclamó. —Cuando me entrevisté con el senador Lindstrom, éste me comentó que uno de sus guardaespaldas, uno muy feo y que estaba allí, llegó a ver también a esa serpiente que mencionas. Y tampoco estaba del todo seguro.

Tom sostenía la hoja de periódico con ambas manos y lo miraba fijamente mientras comentaba: —Es curioso, yo no he dejado de ver esa serpiente en ningún momento.
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Re: La era de Mappo

Notapor Sconvix el Dom Ago 08, 2021 9:03 am

V

Eran las dos de la madrugada en la húmeda noche neoyorquina. Una vez más, Gleen Moore se encontraba esperando sentado a que el forense terminase la autopsia de un cadáver, en esta ocasión el de Hwanga Chang, y a que escribiese el informe. Lee Innes y Thomas Clements no se encontraban ya con él; los tres habían acordado volver a verse en el Noche y día a la mañana siguiente para decidir qué pasos dar, siempre, claro estaba, en la dirección de Nils Lindstrom.

Glen pasó las horas sopesando si sería mejor seguir con el caso tal y como lo había hecho hasta entonces, o si confiar en aquellos dos tipos que lo abordaron en Central Park y cederles el testigo. La verdad era que no deseaba verse inmerso en algo que apuntaba a lo sobrenatural, por más que no quisiese reconocerlo. A favor de esta última inclinación estaba el hecho de que el tipo desaliñado parecía conocer bastante bien el asunto, y que era capaz de intuir indicios con una facilidad más que pasmosa.

Tan inmerso estaba el detective de homicidios en sus pensamientos, que le costó darse cuenta de los pasos que se acercaban por el pasillo. Unos eran pesados, de unos zapatos de vestir, posiblemente caros; los otros se arrastraban un poco, y su sonido era más acolchado. Glen alzó la vista y vio a un hombre mayor asitático, de unos setenta y pico años, vestido con un chándal de color azul, un chaquetón negro por encima y unos tenis blancos. Lo reconoció inmediatamente como Brilliant Chang, familiar del trozo de carne que estaba siendo analizado en la sala contigua. El acompañante era un mastodonte oriental bastante grueso, vestido con un traje gris oscuro, a quien Glen reconoció como el hombre al que fue a ver la víctima la mañana previa a su muerte. De este último no sabía su nombre.

En aquella fría sala de espera anodina, Brilliant Chang se sentó a dos asientos del detective. Su guardaespaldas se quedó de pie en la puerta.

—Es curioso el modo en el que puede desaparecer de pronto toda una estirpe, —empezó Chang, rompiendo el silencio. —Hace un par de meses mi hermano mayor, quien me crió en épocas de penurias, murió víctima del cáncer.

Glen permaneció callado mirando al suelo, con las manos unidas y sin saber qué responder a aquel traficante. Pero el Sr. Chang siguió.

—Y ahora el accidente de su único hijo, mío también pues he cuidado de él desde que me lo enviaron a Estados Unidos para procurarle una buena educación. Pero vayamos al grano. Usted cree que no ha sido un accidente.

Glen se quedó estupefacto, intuyendo una nueva complicación a una trama que se escapaba de sus dedos firmemente entrelazadas en aquella sala de espera.

—Le he visto en el parque haciendo preguntas, indagando más que el resto. No parecía estar de acuerdo con la versión oficial, y ha escudriñado el cuerpo minuciosamente con cara de terror. No se sorprenda, sé perfectamente cuándo alguien está aterrado, y usted lo está. ¿Cuál es su nombre, hijo?

—Soy el detective Moore, —respondió secamente.

—No, no su nombre. El del bastardo que ha hecho esto a mi sobrino, el que me lo ha quitado.

A pesar de tener un rostro inexpresivo de no apartar la mirada del techo amarillento por culpa el humo del tabaco, Tani Chin trataba de seguir la conversación en inglés que su jefe mantenía con aquel agente entrometido.

Glen volvió a agachar la cabeza, más por fatiga mental que por otra cosa. Miró al suelo y se frotó las manos, buscando la mejor manera de no irritar a aquel hombre.

—No sé su identidad, —resolvió a decir. —Tengo sospechas, pero no pruebas concluyentes. Además, este caso no me corresponde.

—¿Y por qué está aquí entonces? —Brilliant Chang, desconfiado, trataba de acorralar a Glen contra las cuerdas de un cuadrilátero de mentiras y pretextos.

GLen se dio cuenta de que el viejo le había pillado. Lo suyo no era hablar con la gente, sino pensar en la táctica a seguir, en idear los movimientos a efectuar, y solo se había equivocado una sola vez, una…

—Podía estar relacionado… —Fue toda su respuesta, para salir del rincón.

—Bien, detective Moore. —Brilliant Chang volvió a adoptar un tono más sereno, cogiendo aire. —Yo quería mucho a mi sobrino, y aunque no estaba demasiado unido a él, y usted entenderá el porqué, lo apoyaba en todo. Lo único lamento es no haberle puesto un hombre antes para protegerle. —Señaló a Tani. —Necesito saber quién lo ha hecho, y estoy dispuesto a ayudarlo a usted en el modo que necesite.

—Lo siento señor, pero esto es un asunto estrictamente policial. Le agradezco su interés y colaboración.

Glen se puso de pie mientras procuraba actuar diplomáticamente. Tani dio dos pasos en su dirección, obstaculizando el paso hacia la salida con su voluminoso cuerpo.

—En tal caso, —Brilliant Chang volvió a la carga, —deje que mi hombre le proteja. Se ve que a quien busca es una persona peligrosa… mala gente. Mi hombre no hará nada que usted no quiera. Se mantendrá a raya, no se dejará ver junto a usted en lugares públicos, será su sombra. Solamente quiero que usted atrape al asesino y lo entregue a la justicia. Tani intervendrá en caso de que usted sufra algún percance.

Tani oyó su nombre y se dio cuenta de que estaban hablando de él, y porque su jefe lo había señalado con la mirada. Glen pensó que aunque se negara, aquel chino le iba a seguir de todos modos, así que aceptó resignado y un poco a regañadientes.

Pasados unos segundos de silencio, Brilliant Chang se levantó y se despidió de Glen Moore, deseándole suerte. Lo acompañó Tani hasta la puerta, y allí recibió indicaciones en mandarín: —Pégate a él. Entérate de quién mató a mi sobrino y mátalo tú a él. Si el poli se pone pesado, lo liquidas también.

Tani asintió con la cabeza. Estaba seguro de que su jefe le diría eso, como en otras ocasiones por motivos muy distintos. Recibida la oren, regresó a la sala de espera junto al detective. Ambos permanecieron callados un buen rato; al final, Tani habló.

—¿Usted quiere saber por qué Hwanga vino a verme por la mañana?

Glen, quien hasta entonces había mantenido la cabeza agachada, se giró y miró fijamente a aquel chino, tremendamente sorprendido. —Sí, —le respondió.

—Pues yo se lo diré.
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Re: La era de Mappo

Notapor Sconvix el Mié Ago 11, 2021 11:31 am

VI

A la mañana siguiente de la muerte de Hwanga Chang, el agente Moore conducía camino de la mansión Van Slyke. Con él iban Lee Innes, Tani Chin y aquel desconocido de aspecto desaliñado, es decir Thomas Clements. Dos horas antes se habían visto en el Noche y día para compartir información e ideas. Tom dejó que el detective llevase la voz cantante porque era quien más información manejaba, procurando ensamblar al improvisado grupo para alcanzar un objetivo común.

Tani compartió con el grupo, y previamente con Glen, que Amelia Van Slyke estaba viéndose con un chico llamado Nils. Ese dato hizo que el detective recordase haber visto el nombre de Amelia en el artículo de la revista ¿Quién es quién? dedicado al padre de ésta.

—Puede que Nils pretenda seducir a la señorita Van Slyke para acercarse al padre, —señaló Glen.

—O puede que la señorita Van Slyke no necesite ser seducida siquiera, —replicó Tom.

—¿Qué quiere decir con eso?

A Glen le intrigó sobremanera aquel comentario, pero Tom se limitó a responder que no estaba del todo seguro. Guardó silencio pensando en ello hasta que llegaron al portón de hierro que separaba los terrenos de la mansión Van Slyke del resto de Nueva York. En una caseta diminuta había un vigilante de seguridad que leía un cómic de Superman, y que se puso en pie en cuanto vio llegar a tan variopinto grupo.

Glen salió del coche, seguido por su ya inseparable acompañante chino, y juntos fueron a hablar con el vigilante. Según éste, la señorita Van Slyke no se encontraba en casa, pues una hora antes había salido acompañada por un caballero joven llamado Nils Lindstrom.

—¿Cómo llegó ese tal Nils aquí? —Con esta pregunta el detective trataba de obtener una descripción de un vehículo adquirido o alquilado por el sospechoso. Sin embargo, la respuesta del vigilante fue que llegó en taxi, y que no se fijó en la matrícula del mismo.

Glen, educadamente, solicitó al vigilante poder pasar para hablar con el señor Donovan Van Slyke acerca de su hija, pero tampoco se encontraba por asuntos de negocios, llevando ya bastante tiempo en Phoenix. Allí se encontraban únicamente los miembros del servicio, y a pesar de ello Glen pensó que sería una buena opción hablar con alguno de ellos, especialmente con alguien que llevase bastante tiempo al servicio de la familia Van Slyke. Mientras, Lee y Tom esperaban en el coche.

En la puerta de entrada Glen y Tani eran esperados por el jefe de los criados, quien había sido avisado por el vigilante desde la caseta a través de un caro intercomunicador. Edward, de unos cincuenta y tantos años, era el más veterano de los empleados de la familia Van Slyke, y el encargado de coordinar al personal en todos los ámbitos. Vestía el típico atuendo de mayordomo, con pajarita incluida, su pelo era gris y corto, y lucía un fino bigote cuidadosamente perfilado. Edward recibió cortésmente a la visita, aunque ciertamente extrañado por la presencia de aquel chino calvo y cubierto de coloridos tatuajes, actuando acorde al protocolo indicado ante tales situaciones. Juntos pasaron al interior de la casa, donde un amplio recibidor ocupaba las dos plantas y cuyo resplandeciente suelo de lustroso mármol blanco acogía a los recién llegados con unos cómodos sillones de exquisito gusto, y con dos escaleras que se abrían como unos brazos protectores.

Tras las formalidades y las preguntas de Glen para asegurarse de la identidad del mayordomo y de su lealtad para con la familia Van Slyke, el detective decidió ir al grano.

—Dígame, señor Edward, ¿mantiene actualmente la señorita Amelia alguna relación?

—Bueno, —el mayordomo titubeó un poco antes de responder, obviamente incómodo ante una posible investigación policial, el encontrarse solo y la presencia de un tipo cuyo aspecto no era el de un policía. —No debería hablar de las intimidades de la señorita. No obstante, si como usted dice se trata de un asunto grave… Sí, aunque yo no lo calificaría como una relación. La señorita Amelia nunca se ha interesado por mantener una pareja estable, a pesar de que su padre ha intentado relacionarla con los hijos de conocidos, colegas y amigos de las altas esferas. Conoció al señorito Chang, al parecer, en una fiesta, pero nada más.

—¿Y qué me dice de Nils… Nils Lindstrom? —Glen dejó caer el apellido de Nils a ver si era él el nuevo pretendiente.

—Oh, el señorito Lindstrom. Un joven tremendamente educado y poseedor de un amplio abanico de temas sobre los que dialogar. Muy buen conversador. Ese joven sí que podría encajar con la señorita Amelia, y ella parece estar encantado con él.

—¿Y desde cuándo se conocen? —Inquirió el detective.

—Hasta donde yo sé, apenas tres días. Pero parecen haber conectado bastante bien.

Glen empezó a darle vueltas a la cabeza mientras una doncella salía por una de las puertas de roble portando una bandeja de plata con un tentempié para la visita. Eso le dio tiempo al detective a pensar en el comentario de Tom, y se le ocurrió algo más que preguntar a Edward.

—Cambiando un poco de tema. ¿Ha sufrido la señorita Amelia algún desmayo recientemente?

—No, señor. —El mayordomo casi no tuvo ni que pensar.

—¿Y anteriormente? —Glen no quería abandonar aquella casa sin algún dato de valor.

Edward hizo como el que pensaba, pero la sensación que daba, según Tani, pues a falta de saber inglés se fijaba mucho en los gestos, era de estar fingiendo.

—Hará unos diez años, cuando tenía ocho, se cayó incomprensiblemente de su poni, yendo al trote nada más. Estuvo inconsciente alrededor de cuatro días.

—¿Notó algún cambio en ella cuando se recuperó? —La presa ya había picado el anzuelo, así que Glen procedió a recoger hilo con su perspicaz carrete.

—Estamos hablando de una niña de ocho años; no tenía una personalidad significativa ni formada. Pasó varios días prácticamente sin hablar, y comiendo más bien poco. Una vez transcurrido un tiempo, volvió a ser la de siempre: estudiosa, aplicada y diligente.

—Sus padres, ¿iban a la iglesia?

—Sí, por supuesto, todos los domingos por la mañana. Hasta que la señora Van Slyke falleciera en el noventa y dos. Yo mismo me encargaba de llevar a los tres a la iglesia en Rockaway.

Este último dato descolocó bastante al pensativo Glen, pues si a Amelia le había supuestamente pasado lo mismo que a Nils, aborrecería todo lo relacionado con el catolicismo.

—Una última pregunta y ya nos marchamos. ¿Ha observado alguna vez, desde que la señorita Amelia sufriese la caída, algo raro o fuera de lo común en ella?

—…No.

—Muchas gracias caballero. Ha sido usted de gran ayuda.

Glen y Tani salieron de aquella mansión con una extraña sensación: algo les sobrecogía y les hacía sentirse escudriñados, como una presencia que les presionase. Atrás quedaba el receloso mayordomo que había actuado de forma esquiva y cuyas respuestas eran más bien disuasorias.

—Miente, ese hombre miente. —Glen se sorprendió al oír hablar a su compañero, y más todavía al darse cuenta de que él también lo había notado con tanta claridad.

—¿En qué miente? —El detective, cada vez que se dirigía a Tani, procuraba hablar pausadamente y con claridad para que éste le entendiese.

—No estaba nervioso, parecía tenerlo preparado. Fingía pensar las respuestas, pero no lo necesitaba. Y, además, no le ha pedido explicaciones por tantas preguntas. Él entendía las preguntas mucho mejor que yo.

Cuando la extraña pareja llegó al coche vieron cómo el gigantón Lee fumaba pegado a la ventanilla de la caseta del vigilante y hablaba con éste amistosamente. Tom esperaba dentro del coche, al parecer concentrado. Los cuatro acabaron dentro del vehículo y se dirigieron al centro, aunque sin saber exactamente a dónde. Glen contó a los demás lo averiguado en la mansión Van Slyke, y comentó la posibilidad de conseguir una orden de registro con cualquier excusa, y así poder echar un vistazo a las pertenencias de Amelia Van Slyke.

—Tal vez debamos averiguar si Nils está registrado en algún hotel, —planteó Lee tirando de manual.

Glen guardó silencio, y Tom comentó: —Me parece que nuestro amigo Glen no quiere implicar a más gente de la necesaria.

—Conseguí una lista de los huéspedes de la mayor parte de hoteles de la ciudad. En ninguna aparecía el nombre de Nils Lindstrom. Ahora me encuentro revisando hostales y albergues, así como casas en alquiler y registros de propiedad, por si hubiera suerte,” —explicó el detective.

Luego, mientras descendían por aquella serpenteante colina verdosa, a Glen se le ocurrió plantear una cuestión al que parecía saber algo en el grupo. —¿Amelia podría ser como Nils? —Tom admitió no saberlo.

Lo cierto era que, uno por no estar enterándose del todo de la conversación, dos por miedo a saber algo más acerca de unos hechos que, de ser verídicos, representaban algo sobrenatural, y otro porque parecía más interesado en llegar a un bar para echarse una cerveza bien fría, el grupo guardó silencio hasta que llegaron a una zona céntrica.

Fue el corpulento Lee, con su mano fuera de la ventanilla sosteniendo un cigarro que iba consumiendo calada tras calada, quien decidió romper el silencio.

—Creo que esa cuestión podría quedar zanjada en el funeral del chino. —Espía y detective fruncieron el ceño, asombrados ante la iniciativa del aparentemente despreocupado cazador de recompensas. —Sí, —continuó. —Si Amelia es como Nils, no se presentará al funeral. Primero porque el chino no le importaba una mierda, era una herramienta para algo. Y segundo porque será un acto religioso. Y dado que nos hallamos en un punto muerto, quizás sea una buena vía por la que retomar el caso. Por mi parte, preferiría hacer una cosilla antes del funeral.

Los demás se manifestaron estar de acuerdo y pensaron en la mejor manera de aprovechar la mañana. Así que acordaron verse en el funeral a las cuatro o bien en la cafetería finalizado éste. Si alguno llegaba a ver a Nils, no actuaría solo, por recomendación de Tom. Aunque, para Glen y Tani la cosa no iba a ser así.
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Re: La era de Mappo

Notapor Sconvix el Jue Ago 19, 2021 8:10 am

DE VUELTA A CASA

I

Dicen que un hombre queda ligado a una ciudad cuando se sabe las paradas de metro que hay entre el trabajo y su casa, cuando ha ganado su primer sueldo y cuando ha leído tantas veces la sección de Empleo en el periódico como para desesperarse. Aunque lo peor no es pasar por todo ese proceso, lo peor es no tener a nadie esperándote en casa, donde tanto se desea estar, lejos de los problemas.

Nils Lindstrom se había habituado rápidamente a la metropolitana Nueva York. Tan solo como se sentía, pasó a tener la sensación de estar cálidamente arropado por uno de los suyos. Después de todo, el mundo ya no le parecía algo tan difícil, y si uno no sabe una cosa, siempre habrá otro que sí la sepa. Así es como ha funcionado siempre. ¿Quién iba a imaginar que la hija de su pretendida víctima era como él? Gracias a ella sería aceptado en la comunidad, en la que habría de conocer a otros de sus semejantes, entre ellos a Nomura Hirohito, el embajador japonés. El único obstáculo era Hwanga Chang, que llegó a presentarse en un cóctel enfervorizado por los celos. Así pues, no quedaba otro remedio que quitarlo de la circulación, y Nils no tenía inconveniente alguno en hacerlo, a pesar de los continuos ruegos de sus congéneres de no llamar la atención. Él era de otra casta. ¡Y además disfrutaba haciéndolo! De todos modos, el rastro de sangre que había ido dejando desde Arkham muy probablemente tuviera a las fuerzas de la ley tras él. Puede que, de haberlo sabido antes, hubiese sido más cauto. Así que, mientras su cuerpo yacía inerte y atrapado en una tiniebla pulsante y cavernosa, su mente se adelantaba a una nueva era.

Lo que Nils no sabía era que sus perseguidores eran cuatro, y que le pisaban los talones. Uno era Glen Moore, un detective de homicidios neoyorquino que había hecho carrera en Washington, teniendo que volver a su ciudad natal una vez estancado. Otro era el implacable Lee Innes, un fornido cazador de recompensas que acabó siendo expulsado de la Policía secreta tras un asunto de tráfico y consumo de drogas. También estaba el enigmático Thomas Clements, cuyo puesto como espía y consejero en la C.I.A. parecía ser nada más que una mera fachada para encubrir ciertas cualidades extrasensoriales. Y por último Tani Chin, un contrabandista sumamente violento cuyo único objetivo en la vida era seguir las órdenes de su jefe y ascender, pero cuya visión del mundo estaba cambiando por culpa de un sacerdote católico.

Y puede que hubiese un quinto, un estudiante que seguía a Nils en la distancia, desde la ciudad de Arkham concretamente. Adam Fitzgerald se ocupaba de realizar la tarea que Glen Moore le había encomendado: la de averiguar si existía algún dato de interés en los libros consultados por Nils Lindstrom en la biblioteca de la Universidad Miskatonic. Antes de que volviera a tener noticias del detective dispuso de tiempo para ojear varios tomos sobre temática muy diversa, algo que le extrañó sobremanera. Pensar que un estudiante de economía se interesaría de la noche a la mañana por tan variados temas, era algo prácticamente imposible.

Adam pasó muchas horas sentado en una de las mesas de lectura de la semicircular sala de lecturas de la biblioteca, bajo la luz de un potente foco fluorescente y con las visitas ocasionales de su nuevo amigo Jason Burke. Era ajeno a cuanto sucedía en el campus o más allá de éste, y hasta se había olvidado de la expedición Duprey en beneficio de su tarea. Y a pesar de continuar asistiendo a clase, pues no estaba dispuesto a desaprovechar su inversión y trabajo como camarero en el verano para poder pagarse la matrícula, sus pensamientos siempre acababan buscando ese dato o detalle definitivo que condujese al arresto de Lindstrom hijo.

Dicho dato surgió el mismo día del fallecimiento de Hwanga Chang, cuando Adam se enteró de la existencia de un diario que el profesor Vincent Duprey presentara al consejo universitario y a la Fundación Wilmarth para conseguir más subvenciones e ir planteando una futura publicación. Fue gracias a uno de los profesores adjuntos del Dr. Duprey que Adam descubrió la existencia de dicho diario. Casualmente, el mismo profesor que confesara su existencia a Adam, tenía constancia de que otro estudiante llegó a interesarse por el mismo. Con la excusa de profesar un repentino y gran interés por la arqueología a pesar de ser un campo bien distinto al suyo, Nils pudo convencer al mencionado profesor para que le permitiese fotocopiar el diario.

Adam convenció a su profesor, recurriendo a su admiración hacia el Dr. Duprey, de que deseaba profundamente el diario. Y a la mañana siguiente después de clase, recibió una copia, para ponerse a leerlo inmediata e incesantemente, haciendo callar ocasionalmente al pesado de Burke. Adam absorbió cada dato e intentó discernir por qué motivo Nils se había molestado en tener acceso a él.

Echado en la cama de su cuarto, Adam fue pasando una a una las páginas de la garabateada fotocopia, leyendo con fervor, memorizando todo detalle de la expedición y las minuciosas descripciones del profesor. El texto combinaba entradas del día a día de la expedición con información histórica relacionada con los incas, especialmente con una tribu que se refugiase en las montañas Llanganates cuando fue traicionada por Francisco Pizarro.

Cuando llegó a cierto punto, Adam se detuvo. Seguiría leyendo, pero antes debía hacer una llamada a Nueva York y advertir al detective Moore.
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Re: La era de Mappo

Notapor Sconvix el Mié Ago 25, 2021 9:07 am

II

Lo que Lee Innes tenía que hacer antes de acudir al funeral era algo que a cualquier investigador se le habría ocurrido ante tales circunstancias. Se buscó una guía telefónica, se metió en la cabina de un garito maloliente, y paquete de cigarrillos y cenicero de papel en mano se puso a llamar una por una a las no pocas centralitas de taxi que operaban en el centro de Nueva York. El resultado no se hizo esperar, pues a la novena llamada o así dio con la que buscaba, una suerte poco habitual cuando se indaga en un caso.

Lee abandonó el silencioso bar de polvorientos cuadros de béisbol, donde unos pocos parroquianos calentaban cabizbajos sus vasos de güisqui, y salió a la calle directo a la dirección de la centralita en cuestión, preguntando a la gente ocasionalmente y con los cinco sentidos puestos en un poco probable tropiezo con Nils Lindstrom o Amelia Van Slyke.

La centralita de taxis se encontraba en la planta baja de un edificio de oficinas situado en la calle Varick, no muy lejos de una comisaría de policía y a un par de manzanas de la plaza Hudson. La puerta no era más que una reja pintada de negro y descinchada seguida por otra de madera y cartón, ambas abiertas a aquella hora del día. Lee cruzó un estrecho pasillo con paredes cubiertas de horarios nuevos y antiguos, anuncios para compartir y vender licencias y alguna que otra pintada obscena. Al fondo había una pequeña sala con un par de sillas de plástico descoloridas y un mostrador tras el que se sentaba un hombre de escaso cabello y algo de barba, fumando un puro de mala calidad y tosiendo entre caladas. Una radio más propia de la década anterior descansaba junto a aquel hombre, emitiendo los mensajes de los taxistas conectados a aquella central.

Lee se cruzó de brazos y se apoyó en el mostrador, y explicó a aquel supuesto encargado qué era lo que andaba buscando. Tirando de físico y de algunos dólares, el cazador de recompensas no tuvo problema alguno en convencer a aquel gordo de poco pelo y bigote revuelto de que avisase al taxista que había realizado un servicio aquella misma mañana en la casa de los Van Slyke. Mientras llegaba el individuo en cuestión, Lee se sentó en una de las poco estables sillas de plástico y se fumó los tres últimos cigarros que le quedaban durante los cuarenta minutos que tuvo que esperar.

El taxista en cuestión se llamaba Travis. Apareció en la central con una cazadora verde militar y un corte de pelo estilo mohicano, y con unas gafas de sol que en cuanto se las quitó dejaron ver sus ojos rojizos, poniendo de manifiesto que acababa de fumarse algo. Cuando la imponente masa de Lee Innes se puso de pie, a Travis se le dibujó una mueca de sorpresa en la cara. Lee lo cogió por los hombros sin mediar palabra y se llevó al taxista a un rincón, diciéndole a continuación que le describiese a su cliente de aquella mañana y le dijese dónde lo había recogido, todo mientras sacaba de su cartera unos cuantos dólares más.

Travis esgrimió entonces una sonrisilla, y se puso a explicar al gigantón: —A aquel tipo lo recogí en Greenwich Village. Sí, sé que no es mi zona, pero tenía que recoger… una cosa. ¿Me entiende? —Se rascó la nariz, pero Lee se puso en plan serio, para que el taxista creyese que la cosa no era de risa y “cantase” cuanto antes. —Un muchacho joven, guapito, de pelo rubio… ¡De esos tras los que van las niñas! ¡Ja, ja, ja! Me pidió que lo llevara a esa dirección, a la mansión Van Slyke. ¡Guau, menuda carrera para mi bolsillo! En fin, que por mí perfecto, sacaría pasta. Además, llevaba un señor fajo de billetes. No sé por qué no le di un palo allí mismo, supongo que porque el tío me daba grima. Pensé que sería el hijo jipi de algún ricachón que había bajado al thrillage buscando sensaciones fuertes. Que era maricón, vaya. —Travis volvió a reírse con su gracia.

—¿Te comentó algo? ¿Notaste algo raro en él? —le preguntó Lee.

—Como era un trayecto largo claro que intenté darle algo de palique cuando dejamos la zona de semáforos. Pero creo que le dolía mucho el culo como para poder hablar. —Travis volvió a reír como un poseso, para liarse a toser justo después. —Me corté un poco porque parecía muy serio y… bueno, no lo vi parpadear ni una sola vez. Tenía la mirada fija en la carretera, y cada vez que le miraba por el retrovisor, estaba más quieto que una estatua.

Lee comenzó a sacar sus propias conclusiones, tratando de entender la discusión entre su nuevo e inesperado “compañero” con el detective neoyorquino. Confiaba en poder pasarse por alguna hemeroteca, pero cuando consultó su reloj vio que no disponía de tiempo. Agradeciendo la información al taxista, abandonó aquel “gargantuesco” local y se encaminó hacia el cementerio Marble.
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Re: La era de Mappo

Notapor Sconvix el Jue Ago 26, 2021 10:10 am

III

Tras haber dado de comer a sus palomas, Tani buscó en su extenso ropero un traje negro con el que poder asistir al funeral del sobrino de su jefe. Antes de acudir al camposanto, por supuesto, debía ir a casa de Brilliant Chang para llegar toda la “familia” junta.

Tani estaba deseando ver por fin al tal Nils y partirle la cabeza, para que su jefe lo recompensase con un fin de semana en un buen burdel asiático. Sin embargo, dependía de la pericia de aquel detective suspicaz para encontrar al asesino de Hwanga. Claro que, si esos tres habían llegado a decir algo importante en el coche o en la cafetería, a él se le había pasado por alto. De lo que sí estaba seguro era de que, pasado el funeral, se iría para la residencia Van Slyke a ver si veía al estirado criado que tan descaradamente les había mentido a él y al detective negro horas antes, y le sacaría toda la verdad hundiéndole su puño americano en las costillas.

Al pensar en una posible paliza Tani recordó recoger su puño americano de la mesita de noche, y en cuanto abrió el cajón vio la carta de Jean-Paul, la cual le había llegado esa misma mañana. Como tenía tiempo suficiente se sentó en la cama y se puso a leerla cuidadosamente, para poder entenderla en su totalidad.

Por lo visto, el sacerdote había estado recientemente de visita en París, acudiendo al Palacio de la ópera para ver una ópera de Verdi, al Museo del Louvre, y a la Biblioteca nacional, entre otros lugares igualmente interesantes. Tani envidiaba, en el fondo, el estilo de vida tan correcto y protocolario que llevaba el buen samaritano que años atrás salvase su vida. No carecía de lujos ni comodidades, y contaba con el respaldo económico y moral de una institución como la Iglesia. Lo malo era lo peligroso que podía llegar a ser su trabajo, pues quedó patente por su primer encuentro en Canadá, y posteriormente en Nueva Orleáns, que aquel hombre había conocido cosas inimaginables durante su singular labor de recolección de textos antiguos.

Al hablar del Palacio de la ópera, Jean-Paul mencionaba en su carta al autor Gastón Leroux y su obra El fantasma de la ópera, libro que le recomendaba como entretenimiento y del que hizo un breve y acertado resumen en la misiva. Conforme la leía, Tani iba distinguiendo ciertas similitudes entre el fantasma y el hombre al que buscaba: alguien peligroso y de muchos recursos, prácticamente invisible y capaz de moverse en determinados entornos, enfrentado a numerosos perseguidores, disfrazado y, al parecer, enamorado.

A Tani se le ocurrió entonces la idea de utilizar a Amelia como señuelo. Pero raptar a la hija de un rico empresario neoyorquino tal vez fuera algo a lo que su gente no estaría dispuesta a arriesgarse.

Sin querer, las cavilaciones del contrabandista impidieron que se diera cuenta de que se le hacía tarde, así que bajó presurosamente a la calle y vio que allí le esperaban para recogerle. En el interior, un abatido pero firme Brilliant Chang lo esperaba para recibir respuestas.

—¿Qué has averiguado hijo? —preguntó el viejo directamente y sin mostrar el más mínimo dolor.

—Nada, señor. El asesino oculta bien sus pasos. Hay dos más que lo persiguen. De ahí que sea tan cauteloso. Pero podría pillarlo esta noche, si es que no lo veo antes en el funeral. —Tani respondió con decisión.

—¿Se va a presentar acaso al funeral de mi sobrino? —Chang alzó la voz, irritado ante la mera posibilidad de que aquel infame asesino acudiese al entierro.

—No creo, pero existe la posibilidad. No se preocupe, lo sacaré discretamente de allí y lo retendré hasta que todo acabe y usted pueda hacer con él lo que desee.

La respuesta fue del agrado del viejo Chang, quien dio una palmadita en el hombro a su gorila diciéndole: —Bien, hijo, bien.
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Re: La era de Mappo

Notapor Sconvix el Mié Sep 01, 2021 10:19 am

IV

Un anciano respira el viento del norte, estrecha sus ojos y frunce el ceño. Está nevando, mucho, no cabe la menor duda. Nieve y una luna maldita, porque ha llegado otra vez. La Luna vuelve a ser nueva, pero esa nieve… El anciano está cansado, sus huesos son como las ramas de un árbol en otoño; le duelen por culpa de ese frío infernal, y ya no es tan ágil como antes. Pero da lo mismo, la luna maldita se acerca y hay trabajo que hacer…

El viejo humedece sus agrietados y marrones labios y vuelve la vista a las plumas de águila que lleva en su mano en alto. Se pone de rodillas y traza un círculo en la nieve. Murmura una canción, la canción de futuros inciertos, la canción de las cosas por llegar. Canta a las plumas y al círculo en la nieve. Irguiendo la cabeza, canta a las montañas, al cielo. Ha de averiguarlo…

El ritual es simple: canta dos veces más, luego sigue con el brazo en alto y termina por dejar caer las plumas. Si caen dentro del círculo, la Bestia vendrá una vez más, para darse un festín ante la luz de la mala luna. Si no… significará que sus plegarias han sido escuchadas, y la Bestia pasará de largo una vez más.

Las plumas caen lentamente a la tierra. El viejo coge aire. En ese mismo momento las plumas han caído justo en el centro del círculo, salvo una que se ha posado en el borde. Empiezan a arder y explotan en llamas. Sus ojos se abren con sorpresa y miedo, el viejo salta hacia atrás debido al fuego. Este vaticinio no es bueno. En absoluto. Debe marcharse, ha de avisar al resto. Y ha de darse prisa…

…Porque la nieve está empezando a caer.

Thomas Clements se despertó sobresaltado en su habitación de hotel. Una fina película de sudor frío cubría su cuerpo. Miró a la que había junto a la suya, la de Lee, que estaba vacía. Seguramente había ido a hablar con el taxista, pensó.

Tom siempre había tenido visiones, o sueños premonitorios, pero aquella última se le repetía; además, era demasiado vívida, y por algún motivo la relacionaba con un mal para Lee, quien le recordaba a su hermano Alan. Lo más curioso era que le resultaba imposible interpretarla, amedrentándole hasta el punto de hacerle sudar de aquella manera. Debía desentrañar su significado, y metido en la ducha se le ocurrió por dónde empezar.

Tom salió a la calle buscando la boca de metro más cercana. A pesar de que el cielo estaba despejado, el Sol apenas calentaba esa tarde. Caminó un par de manzanas hasta que encontró la boca que andaba buscando y se metió dentro. Una vez allí consultó el mapa y los horarios. Su objetivo era la Universidad de Columbia, y andaba justo de tiempo.

El agente de la CIA se sentó en un banco del andén a esperar al metro. A esa hora el lugar no era muy concurrido, pues nada más que había unos pocos usuarios y un hombre bajito y de pelo corto y moreno que tocaba canciones estilo folk con su guitarra, buscando ganarse unos pocos dólares, posiblemente para gastarlos en putas de la séptima avenida. Reparó en otro tipo vestido con una gabardina, el cual caminaba muy directo y con el puño cerrado. Aquella figura enigmática no se detuvo, llamando la atención de Tom, sino que caminó decididamente hacia el interior del túnel, perdiéndose entre las sombras.

El metro apareció un par de minutos después, y el tipo de la gabardina que Tom viera perderse en la oscuridad del túnel no había regresado. Así que se metió en uno de los vagones y se sentó pegado a una de las ventanillas de lateral que daba al andén. Cuando se metro se puso en marcha Tom escudriñó el interior del subterráneo en busca de un acceso u otra cosa por donde el desconocido pudiera haber salido, o entrado. Pero lo que distinguió fue una frase escrita con tiza: “La verdad se encuentra en las paredes del metro.”

Tom estuvo todo el intermitente trayecto dándole vueltas a aquella frase, tratado de hallarle un significado. Cuando por fin llegó a su parada, salió a la luz del día para encontrarse ante él un campus universitario que bien podría haber sido los campos Elíseos en otra época. Edificios con aulas, laboratorios, bibliotecas y apartamentos coronados por tejados de color verde claro se alineaban a cada lado formando una avenida de jardines cuyo final representaba un monumento al saber, con su gran bóveda y su columnata blanca en la entrada. Dada la fecha, no eran muchos los estudiantes que pululaban por los verdes y extensos jardines que adornaban aquella ciudad en miniatura. Pero Tom no tardó mucho en averiguar dónde se encontraba exactamente el Departamento de historia antigua, en el que esperaba encontrar a algún profesor a pesar de la hora. Afortunadamente el antropólogo Christian Delacroix se hallaba en su despacho corrigiendo los tediosos y soporíferos exámenes de unas pobres almas que aspiraban a algo en la vida. El despacho era bastante amplio y las paredes estaban recubiertas de madera de nogal, y éstas a su vez por estanterías con libros y reliquias de excavaciones en distintos yacimientos. El escritorio tras el cual se sentaba el Dr. Delacroix dominaba casi toda la estancia, y sobre él se acumulaban pilas de documentos y exámenes pendientes de revisión.

Tom se presentó al Dr. Delacroix como agente de la CIA mostrando su placa y una identificación falsa con el nombre de Cody Travers. El buen profesor era de padres franceses, tenía el pelo corto, gafas de montura metálica, era bajito y rondaría los cuarenta y cinco años. Su modo de hablar era atropellado y difícil de entender, pero su predisposición a colaborar con el agente era un punto a su favor que Tom estimaba mucho.

Tom le dijo estar interesado en saber qué tribu india utilizaba plumas de águila y diseños circulares a la hora de realizar predicciones. También le describió al indio de sus sueños, aunque sin revelar su origen a aquel antropólogo. El atento y curioso profesor se puso en pie y se acercó a una estantería atestada de ejemplares relacionados con su campo de estudio. Mesándole la barbilla buscó pensativo hasta seleccionar uno: Folclore de las tribus indias de América del norte.

—No es que haya muchas que empleen ese sistema de adivinación, señor Travers, —fue explicando el profesor mientras volvía a tomar asiento detrás de su escritorio. —Claro que si supiese a qué clase de águila pertenecen las plumas que me ha comentado, podría ofrecerle una respuesta más exacta.

—Si le sirve de algo, tiene que ser en un sitio con bosque y nieve, —contestó Tom.

El Dr. Delacroix soltó una carcajada. —No, no me sirve, porque tanto en Estados Unidos como en Canadá nos sobran los bosques y la nieve. ¡Podríamos estar hablando hasta de Central Park en un día de invierno! Pero claro, nevar ahora… en estas fechas… —el profesor fue pasando páginas del libro, sin duda buscando una donde él consideraba estaría la respuesta más acertada. —Aquí tengo uno, los assiniboine, una rama de los ojibwa, del valle Snowflake, en Manitoba, Canadá. Según esto, los assiniboine eran y son una tribu que cazaba bisontes y trabajaba hábilmente la piedra. Su relación con los primeros colonos españoles fue muy estrecha, y al parecer también lo fue con los franceses posteriormente y con los ingleses durante la guerra. Los pocos que quedan se dedican a la extracción de minerales, pero a pesar del tiempo han mantenido sus tradiciones intactas: veneración de sus ancestros y mayores, el dominio por parte de un consejo de chamanes o sabios, la adivinación… Sí, ya veo. Según el libro se dejan caer doce plumas desde la mayor altura posible extendiendo el brazo. Previamente se traza un círculo donde supuestamente ninguna pluma ha de entrar, o de lo contrario se augura un mal, siendo éste mayor cuantas más plumas queden dentro. Puede ser desde un aborto hasta la extinción de la tribu o un gran cataclismo.

—¿Y si una cae en el borde del círculo y el resto dentro? —preguntó Tom muy excitado.

—No viene nada, pero podría significar que la catástrofe es evitable, por conjeturar algo.

—Gracias doctor Delacroix, me ha servido de mucho. —Tom estrechó la mano de aquel hombre y salió después en busca de una cabina telefónica. Cuando localizó una, llamó sin tardanza a su superior, siendo ésta una vía de comunicación menos rastreable que un teléfono móvil (de ahí que nunca llevase tal artilugio moderno).

—Clements, me alegra oírle. Encontraron su vehículo cerca de un vertedero, y temimos lo peor. —La voz ronca que surgió del otro lado de la línea no expresaba ningún tipo de emoción en su tono.

—Bueno, digamos que se ha producido un giro inesperado, señor, —respondió el especialista. —Me encuentro en Nueva York. El senador Lindstrom está limpio, pero no así su hijo.

—¿Qué pasa con él?

—Un detective de homicidios de aquí lleva siguiéndolo desde Arkham, en Nueva Inglaterra. Intuye, y respaldo su opinión, que Nils Lindstrom ha cometido una serie de asesinatos, además de un atraco a un banco.

—Sí, estoy enterado de ello. ¿No se supone que el sargento Bleetz está a cargo del caso? Además, ¿por qué se preocupa usted por ese asunto?

—Señor, este no es un caso para Bleetz. Tampoco lo es para el detective que le he mencionado, así que necesito que me haga un favor para adelantarme a él.
Sconvix
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Re: La era de Mappo

Notapor Sconvix el Jue Sep 09, 2021 3:55 pm

V

Las paredes de la comisaría número sesenta y siete asfixiaban a un Glen Moore, deseoso de activarse y actuar a pie de calle, de recorrerse todos los hoteles, moteles y bloques de apartamentos en alquiler hasta dar con la persona que le había hecho revivir aquella angustiosa sensación de desamparo e impotencia que sintiese años atrás. Sin embargo, tenía que volver a repasar los recortes de periódico que había recopilado desde que el azar quiso que se viese inmiscuido en aquel caso. En su escritorio blanco, con un ordenador que apenas usaba, fue colocando los recortes uno a uno, así como las notas y fotografías de las que disponía. Le exasperaba el pensar que no tenía realmente nada, y mantenía la esperanza de que el gigantón de Lee Innes tuviese razón y pudieran coger a Amelia en el funeral esa misma tarde.

Cuando más sumido estaba en sus pensamientos, su teléfono móvil sonó y vibró en su bolsillo. Quien llamaba era el estudiante arkhamita, Adam Fitzgerald, quien, con voz nerviosa, decía haber descubierto algo. Por su tono de voz tan alterado, el detective supuso que debía tratarse de algo serio relacionado con el caso Nils, y ojalá que revelador.

Adam explicó a Glen que había analizado en la medida de lo posible los libros que Nils Lindstrom consultó en la biblioteca de la Universidad Miskatonic. También que éste obtuvo una copia del diario del profesor Vincent Duprey.

—¿Y para qué diablos quería el diario? —preguntó Glen impaciente.

—No lo sé. Por otro lado, enterarme de su interés por el diario hizo que yo también quisiese echarle un vistazo. Y fue ahí lo que tanto me intriga.

—Dispara, chico.

—El diario es bastante extenso y recoge por entradas la expedición a las Llanganates de principio a fin: itinerarios, costes, anécdotas… ya se lo puede imaginar. Luego, hacia el final, el profesor Duprey habla de la tribu inca de las Llanganates, de la traición de Pizarro y de la maniobra Rumiñahui.

—Para el carro, no sé de qué me estás hablando. —Glen interrumpió a Adam, quien se había puesto a explicar cosas de corrido como si el detective ya las conociera.

—No importa si no sabe la historia o no. Lo importante es que Rumiñahui, el sacerdote inca que engañó a Pizarro y ocultó tanto el tesoro como a su gente en las profundidades de las montañas, según numerosos documentos citados por el profesor, practicaba rituales sacrificiales distintos al resto de tribus precolombinas. La costumbre era hundir una daga en el pecho de la víctima. —A Glen se le revolvieron las tripas al escuchar aquello. —Rumiñahui, sin embargo, cortaba el cuello a las víctimas con un tajo diagonal que seccionaba la yugular. ¿Y con qué lo hacía? Según las fuentes consultadas por el profesor Duprey y de acuerdo con el folclore de la zona, Rumiñahui había sido bendecido por el mismo Quetzalcóatl, de ahí su longevidad, pues no en vano fue consejero de cuatro emperadores antes de desaparecer en la jungla, ¡y no hay constancia de su muerte! Pero lo peor de todo es que físicamente se le describe como, y cito textualmente: “Un reptil capaz de alzarse sobre dos patas, más grande que un hombre y dotado de unas largas y afiladas garras curvadas capaces de cortar la roca.” Son varias las fuentes que lo describen así, añadiendo una cabeza ofidia, colmillos, cola, etcétera. ¿Se da cuenta de lo que digo agente Moore? ¡Es la misma cosa que vi en la fotografía! ¡La que le dibujé en el periódico!

Glen se sobresaltó sobremanera en su estridente silla mientras trataba de asimilar toda aquella información. Era incapaz de aceptar que, de algún modo, existiera un hombre reptil o serpiente campando a sus anchas y matando a gente en el siglo veinte ni en ningún otro. ¡Aquello era de ciencia ficción! Y lo peor no era eso, lo peor era que el espíritu de aquella cosa se había alojado, al parecer, en el cuerpo de un estudiante de económicas e hijo de un senador de Estados Unidos y le había dado por cometer crímenes con Dios sabe qué finalidad. “No, no puede ser,” se repetía Glen una y otra vez.

El detective agradeció a Adam la información y lo encomió a seguir indagando todo lo posible hasta averiguar el porqué del interés de Nils por el diario de la expedición Duprey. Dicho aquello, Glen colgó el teléfono sin haber digerido completamente tan tremenda revelación, y se recostó en la silla. Se sentía mentalmente agotado, harto de todo aquel asunto. Sus ojos se fijaron en el periódico que había en el escritorio de uno de sus compañeros, y como era un hombre que no sabía estarse quieto, lo cogió y se puso a leerlo. En las páginas interiores venía un artículo referente al “accidente” mortal de Hwanga Chang, con una corta referencia a Amelia Van Slyke, un acompañante desconocido y Yusuke Kikujiro, hijo del embajador japonés en Nueva York.

A Glen le hubiera gustado mucho ver alguna imagen del trío, o al menos de Nils, en el artículo, y más aún tener tiempo de ir a las oficinas del periódico por si existiese tal fotografía por haber acabado descartada. Pero el reloj le anunciaba que tenía un entierro al que acudir.
Sconvix
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