La era de Mappo

Relatos e historias de los Mitos de Cthulhu

Re: La era de Mappo

Notapor Sconvix el Mar Jul 06, 2021 10:13 am

III

Lee Innes abandonó en su vehículo las vías muertas de aquel vertedero municipal de Washington D.C. En su cabeza repasaba los gestos y el modo de expresarse del padre de su objetivo. Su sensación era que las razones para localizar a Nils no eran meramente fraternales, sino más bien políticas. Lo que el senador Lindstrom trataba de hacer era impedir que su hijo manchase su nombre. Por otro lado, quedaban las incongruencias del atraco, las muertes, el asalto y demás factores en los que el cazador de recompensas no estaba dispuesto a ahondar. Y, a decir verdad, no era el momento de nada. Pensaba pulirse parte de lo adelantado en cargarse un par de putas y una botella de güisqui. Así que se dispuso a poner una canción que encajase con el momento y ya vería en qué momento comenzaría el trabajo.

Pero al dejar de pensar en todas esas cosas y apartar la mirada de la carretera un segundo, pudo ver por uno de los retrovisores las luces de otro vehículo, un Audi de color azul oscuro, y no el sedán negro como podía haberse esperado. A pesar de que aquella carretera era poco transitada, podía darse la casualidad de que alguien condujese por ella a esas horas; ¿no lo hacía él acaso? Además, si lo estuviesen siguiendo, su perseguidor lo estaría haciendo francamente mal, pues lo había detectado en seguida, sobre todo con tanta oscuridad. No obstante, ¿qué hacía un coche tan lujoso por allí? ¿Hombres del senador, policías, un detective, Nils…?

Pero todas esas preguntas y suposiciones no servían de nada, porque Lee vio al par de focos zigzaguear, como si el coche estuviese fuera de control. Los vaivenes a un lado y otro de la vía se hacían cada vez más abiertos, provocando que el vehículo acabase saliéndose de la carretera y deteniéndose en el arcén tras chocar con la ladera de tierra. Lee no se lo pensó mucho y frenó, dispuesto a averiguar la identidad de su supuesto perseguidor, o a ayudar a quienes hubiese dentro en caso de tratarse de una casualidad. De todos modos, dejó su coche en marcha, por si acaso.

El vehículo que estaba en la cuneta era un Audi A4. A pesar de la oscuridad, y en parte gracias a las luces de ambos coches, Lee pudo distinguir que solamente había un ocupante: una persona de pelo largo y descuidado y de complexión delgada. Abrió la puerta del conductor, pues la del acompañante no era accesible. El accidentado era un hombre de unos treinta y cinco años, bastante delgado, de altura media, con el pelo largo, hasta los hombros, enmarañado y graso. Lucía una barba de dos días, pero por lo demás parecía aseado: no olía a nada raro como cabría esperar y sus uñas y manos parecían cuidadas. Lee no pudo distinguir ningún olor extraño, ni en el coche ni en aquel individuo, quien vestía una camiseta ochentera y un pantalón vaquero desgastado.

—Eh, amigo. ¿Se encuentra bien? —Lee tomó por el hombro a aquel tipo y lo movió suavemente.

Aquel hombre se había golpeado la cabeza contra el volante, pero nada serio. Estaba bien, aunque algo aturdido.

—¿Por qué me seguía? —Lee no quiso andarse con rodeos, y soltó aquella pregunta para salir de dudas lo antes posible, respondiese aquél lo que respondiese.

El accidentado se enjugó los ojos con las manos, tratando de despabilarse; luego dijo al cazador de recompensas: —Te encuentras en peligro.

Aquella respuesta sorprendió sobremanera a Lee, pues no se la esperaba, ni mucho menos. Era tan intrigante que quiso averiguar el porqué presionando un poco al accidentado.

—No te precipites, Lee, —añadió el accidentado al sentir la presión en su hombro izuierdo. —A un par de kilómetros de aquí hay una cafetería de carretera llamada Noche y día. Allí podemos hablar tranquilamente.

A Lee no le gustó nada que aquel tipo tan extraño y de aspecto débil y desaliñado supiera su nombre y le hablase con tanta confianza, y menos aún que cada uno fuese en su coche, así que se lo hizo saber. El otro se encogió de hombros, y le dijo que irían juntos en el Focus, sin problema ninguno.

—Ya vendrá alguien a recogerlo, —dijo, refiriéndose al Audi.

Aquella indiferencia y el comentario no hicieron sino calentar más la cabeza del ya confundido Lee Innes.

Dispuesto a esclarecer la situación y la identidad del ya confeso perseguidor, Lee accedió a ir juntos en su coche, en buena medida porque aquel tipejo no parecía llevar arma alguna ni representar la más mínima amenaza. Y así fue como lo hicieron en la negrura de una noche carente de estrellas y en un lugar tan aislado como olvidado.

Los dos permanecieron en silencio a lo largo de los algo más de dos kilómetros que separaban el punto del accidente de la cafetería. El local era la estructura típica: una entrada en un lateral, con una extensa barra que se extendía a lo largo de casi todo el salón, el lado opuesto lleno de mesas y asientos alineados, y una cocina amplia en la parte trasera, donde seguramente había una puerta y fuera los contenedores de la basura.

Lee y su acompañante eran los únicos clientes. Una chica de veinte y pocos años mascaba chicle aburrida detrás de la barra, murmurando su incomodidad al ver entrar a dos clientes a esas horas en un sitio como aquel. Los dos pidieron café: el cazador de recompensas sin leche ni azúcar, y el perseguidor con mucha leche y mucho azúcar. Lee estudió a aquel personajillo, tan sumamente distinto a él, cuyo aspecto descuidado le desagradaba. Pero había algo en él…

—Ah, Iron Maiden, —dijo Tom refiriéndose a la camiseta de Lee. —Yo prefiero el folk, soy más de campo.

El cazador de recompensas vio en aquel comentario un modo de abordar el tema con rodeos, algo que no le gustaba.

—¿Por qué me seguía señor…?

—Eso da lo mismo ahora, carece de importancia. Basta que te diga que sé quién eres y con quién fuiste a entrevistarte. El motivo de la reunión me es indiferente, no me interesa lo más mínimo. Supongo que el senador Lindstrom precisa de tus servicios para tapar algo. Pero te insisto, no me importa.

—Entonces… ¿por qué me dijo que estaba en peligro? —A pesar de las confianzas de aquel tipo, Lee no dejó de llamarle de usted.

—Verás, —Tom bajó el tono y se puso más serio. —Sé que te has dado cuenta de que no soy un mero fisgón, entre otras cosas por el vehículo que conduzco, o por el hecho de conocer tu nombre y otros detalles. Créeme cuando te digo que sé muchas cosas acerca de ti y del senador, entre otros. Sin embargo, como ya te he dicho, olvida todo eso. Lo importante es que corres un gran peligro. ¿Qué peligro es? No tengo ni idea. ¿Por qué lo sé? Porque así lo he sentido.

—¡Venga ya!

Lee hizo un gesto despreciativo hacia su interlocutor, y se hubiera marchado si la intriga y la mirada de aquel tipo no lo hubiesen retenido. Se dio cuenta de que ese hombre además de flaco y débil era muy listo. Su forma de hablar, a pesar del tuteo, era correcta, sus modos y gestos, todo muy bien medido; aparte estaba su falta de expresividad, algo que imposibilitaba el escudriñamiento psicológico. Aquel hombre estaba entrenado.

Ahora, sentado frente a él, encendiéndose otro cigarro y dando sorbos a su café, Lee tenía la impresión de que aquel tipejo no era un cualquiera, sino más bien alguien inteligente, capaz de ocultar sus emociones como un profesional.

—Y dígame, señor… —Lee volvió a insistir en averiguar el nombre de aquel tipo recurriendo a una argucia muy simplona.

—Mi nombre no viene al caso, —respondió Tom. —Ni siquiera el tuyo. Te investigué en relación al caso Lindstrom, eso es todo. Mi interés por tu bienestar es independiente de mi conocimiento de tu identidad y circunstancias.

El cazador de recompensas dejó el cigarro en el cenicero y optó por poner las cartas encima de la mesa.

—Está bien, señor… equis. Su nombre no importa. No pasa nada. Tampoco a mí. Lo que realmente me importa es por qué el señor equis me seguía. ¿Por qué no se fue para el senador directamente y le tocó los huevos a él?

Tom se mesó la poca barba que le cubría el mentón, pensando en la manera de explicar a aquel mastodonte, quien no dejaba de menearse en su asiento, el motivo de su interés.

—Hace un tiempo que me olvidé de Harold Lindstrom, porque he indagado lo suficiente como para tener la certeza de que no anda metido en nada turbio. Nada excepcionalmente turbio ni por lo que preocuparse, quiero decir. Digamos que tuve… una corazonada, llamémoslo así. Algo me impelió a acudir a este punto, donde os reuniríais. No creas que poseo un gran intelecto por ello, nada más lejos. Este lugar de reunión es conocido, y como te habrás dado cuenta no sé nada de la conversación que habéis mantenido, lo cual no quiere decir que no me interese ahora.

—Vaya al grano. —Lee se impacientaba.

—Como te digo, tuve una corazonada. Sentía la necesidad de estar presente porque podía acontecer algo importante. No obstante, no iba a ser lo que yo esperaba. En lugar de producirse un enfrentamiento o algo parecido, vi que tú eras una víctima. Y no me pidas detalles, es la sensación que tuve, y que sigo teniendo.

—¿Víctima de quién?

—No lo sé, pero te he visto morir.
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Re: La era de Mappo

Notapor Sconvix el Mar Jul 13, 2021 10:15 am

CRUCES Y SACRIFICIOS

I

Glen Moore no podía dejar de mirar las fotografías de las víctimas ni de leer las declaraciones de las personas interrogadas. Los cabos sueltos eran demasiados, y no parecía existir ninguna relación coherente entre ellos. Dos chicas asesinadas, religiosas y practicantes, móvil desconocido. Una pareja mayor, también religiosa y practicante, móvil: un atraco para robar dieciocho mil dólares. Una agresión a un vigilante de seguridad, al tratar de huir. Un sospechoso, hijo de Harold Lindstrom, senador por Indiana, sin necesidades económicas, sin antecedentes. Nils había estado en coma, como consecuencia de una fuerte impresión de naturaleza desconocida, previa sesión de hipnosis.

Mientras Glen pensaba en todo ello, con la mirada perdida en el horizonte de aquella ciudad olvidada, la lluvia golpeaba la ventana de su habitación. El agua se deslizaba dividiéndose en unas ocasiones y uniéndose en otras, al igual que los hechos del caso, para acabar en el alféizar formando un charco. Y lo que Glen no quería era meterse en un charco tan grande. Le aterraba pensar que aquel caso tenía toda la pinta de que duraría más que ningún otro en los que había trabajado, que contaba con una prueba sólida de la verdad, que no tenía ni idea del paradero del principal y único sospechoso. Pero, sobre todo, lo que más le aterraba era que su imaginación corría en paralelo a la realidad, aunque por una vía distinta, y que el caso estuviese más allá de sus posibilidades.

Para dejar a un lado su pesadumbre Glen decidió activarse, como él se refería al hecho de dejarse de conjeturas y empezar a moverse. Cogió su abrigo y salió disparado en dirección a la universidad, con una idea en mente. Si, como él pensaba, Nils no tenía planeado el robo, el haberse ido del campus era por otro motivo. Teniendo en cuenta la vía imaginativa, se había ido por temor a no ser reconocido como Nils. Una sesión de hipnosis, otra de espiritismo, cuatro días en coma, sus farfullas a su compañero de dormitorio, su no asistencia a clase y los entrenamientos, su lectura compulsiva de toda clase de temas en la biblioteca… ¿poniéndose al día? ¿Y qué había del brazo arrancado? ¿Y de la visión de Adam?

La lluvia golpeaba con fuerza el mármol gris veteado de la biblioteca, como si tratase de destruirla y con ello enterrar sus oscuros secretos. Entre las columnas de la entrada caía agua en grandes cantidades, dando la sensación de que toda la estructura estaba recubierta por una fina película transparente, cual criatura quitinosa. Un hombre encapuchado y su perro se refugiaban bajo el techo, ambos deseosos de que su turno finalizara. Glen se detuvo ante la puerta para quitarse la gabardina, mientras contemplaba la anaranjada sala de lectura, de aspecto cálido y sereno, como si ahí dentro la realidad fuese distinta, como si los que estaban fuera no formasen parte de ese mundo.

El hombre encapuchado se dirigió a Glen. —¿Cómo va la investigación señor?

Glen se giró para mirarlo de frente, y se dio cuenta de que era el vigilante del campus, a quien había visto en más de una ocasión.

—No avanzamos, —le respondió.

El vigilante se levantó de la base en la que estaba sentado mientras el can permaneció sentado y con las orejas gachas, muy pendiente de su compañero.

—Si le sirve de algo, señor, yo paso mucho tiempo aquí, fuera de las paredes de este recinto. Cuando vi la noticia reconocí inmediatamente al tipo; venía mucho por la biblioteca, a diario diría yo. Lo recuerdo bien, porque Rocky, —señaló a su perro, que se puso tieso al oír su nombre, —se ponía frenético al verlo, ladrándole asustado mientras reculaba, buscando cobijo entre mis piernas.

Glen se quedó pensativo unos instantes, tratando de encajar ese detalle en toda la trama. Agradeció a aquel estoico hombre su información, y cruzó las puertas que separaban una realidad de otra, pero con un mismo denominador común: Nils.

Los zapatos de Glen rechinaban más que nunca por el brillante parqué encerado, como los de un jugador de baloncesto en una cancha o los de un funcionario que se ha equivocado al comprar los zapatos más baratos. Aunque Glen no iba a tener que andar mucho allí dentro. Se limitó a hablar con uno de los bibliotecarios presentes, solicitándole una lista de los libros consultados por Nils y sentándose a esperar. Al poco rato el servicial bibliotecario apareció con una ficha impresa de Nils Lindstrom, en la que figuraba una cantidad significativa de solicitudes desde poco después de salir del coma. Las anteriores eran escasas y siempre libros de economía, derecho y empresariales. Los libros solicitados posteriormente versaban sobre toda clase de temas, y eran libros que Nils no pudo consultar en su día por no estar disponibles. Además, en la ficha figuraban algunos libros prestados a éste, buena parte devueltos.

—¿Esta dirección que figura aquí abajo es la del señor Lindstrom? —preguntó Glen al joven bibliotecario.

—Sí, de hecho fui yo mismo quien le explicó nuestro servicio de notificación en caso de devolución tardía y adquisición o devolución de volúmenes solicitados. No parecía estar al tanto de este servicio, a pesar de que todos lo conocen y de haber recibido él mismo alguna que otra notificación, tal y como aparece en la ficha.

Glen vio que la dirección no correspondía a los dormitorios del campus, sino a un edificio apartado de la universidad. El cambio de domicilio de las notificaciones era bastante reciente, y al detective se le abrieron los ojos.

—Te tengo, —dijo para sí, saliendo precipitadamente de la biblioteca mientras se guardaba la ficha.
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Re: La era de Mappo

Notapor Sconvix el Mié Jul 14, 2021 4:02 pm

II

Arkham es una ciudad pequeña, que no se ha expandido por miedo quizá a las colinas que limitan sus fronteras, hogar y refugio de brujos y cónclaves, cementerio de antiguos practicantes de artes oscuras, lugar de altares dedicados a dioses desconocidos, pasto de los chotacabras y origen de numerosas leyendas contadas entre susurros ante la tenue luz de una vela a punto de extinguirse. Todo bañado aquel día por una lluvia incesante, como si quisiese borrar de allí el mal enconado durante siglos, desde que Salem pasó a llamarse Danvers. Y en el centro de la ciudad, los vehículos se agolpaban en sus angostas calles; nada que ver con la tranquilidad que Glen había percibido en el interior de la biblioteca de la Universidad Miskatonic minutos antes.

El detective tomó un taxi y se dirigió al apartamento de Nils Lindstrom, determinado a darle caza de una vez por todas y a cualquier precio. Si aquel estudiante ya no era tal, sino una cosa mucho más peligrosa, era algo que solamente él debía averiguar. Ningún compañero derramaría su sangre, no otra vez. Así que actuaría rápido, entrando en el domicilio y sacando de allí al sospechoso, sin mediar palabra ni dejar de apuntarle. Y si llegaba a atisbar su verdadera naturaleza, no vacilaría en vaciar el cargador.

Al llegar a la dirección pudo ver una imponente masa gris de hormigón, irguiéndose ominosamente hasta un cielo plomizo plagado de nubes, cubierto por una fina película de agua y golpeado incesantemente por miles de gotas a cada segundo. Aquel titán de veinte plantas era muy diferente a las estructuras que Glen viera cuando su tren entraba en la ciudad, y tenía la sensación de estar en un punto desligado de Arkham. Pero no dudó lo más mínimo a la hora de cruzar la calle, palpando su pistola por encima de la gabardina que llevaba puesta, para asegurarse de que no la había olvidado. Miró hacia todos lados disimuladamente para comprobar, con alivio, que no había ningún agente cerca.

Los bajos del bloque eran abiertos. Un pequeño patio dividido por una serie de pilares daba cobijo a unos cuantos grupos de jóvenes que se refugiaban de la incesante lluvia y aprovechaban para hacer negocios. En otro tiempo el detective habría tenido que hacer algo al respecto, pero hoy día el hecho de que aquellos muchachos estuviesen tirando su vida y la de otros por el retrete le traía sin cuidado; es más, él mismo hubiera estado encantado de tirar de la cadena. Siguió adelante con determinación y paso firme, fijándose en cuantos entraban y salían del portal, tan frecuentado a pesar del clima. Nada más entrar reparó en las pobres condiciones en las que se encontraba el edificio, lo cual indicaba un alquiler bajo para las viviendas que contenía. Ello venía a apoyar su teoría de que Nils no tenía planeado el robo antes de mudarse a tan cochambroso y deprimente entorno.

Cogió el primer ascensor que pilló, metiéndose de sopetón y cerrando la puerta tras de sí antes de que una mujer y su crío entrasen. Ni siquiera pensó en lo poco educada de su acción; iba con un objetivo claro en mente, y cada piso que el ascensor pasaba hacía que Glen se sintiera más nervioso. Para cuando alcanzó la sexta planta, sus manos le temblaban, teniendo que coger aire y apretar los dientes antes de encaminarse hasta la puerta del apartamento por tan desatendido pasillo. Cuando consiguió centrarse, que no tranquilizarse, avanzó hacia la puerta con la mano derecha cerca del cinto. No iba a preguntar a los vecinos, tampoco iba a llevar a cabo una identificación positiva del sospechoso, pues no pretendía poner en riesgo a nadie. Él solo iba a poner fin a aquello.

Se detuvo ante la puerta y trató de captar algún ruido procedente del interior del apartamento. Nada, por fortuna o por desgracia, pero nada. Ni un solo ruido. Lo que le desconcentró fue el ruido de una puerta cerrándose en algún lugar de aquel laberinto de pasillos. Se agachó, sacó un juego de ganzúas del bolsillo izquierdo de su pantalón y se puso a hurgar en la cerradura. Aquellas eran las mismas ganzúas que utilizara para entrar en el despacho del senador Benson, en aquel fatídico día que marcaría el comienzo de su caída, laboral y personal. Desde que las usara había tenido que ver cómo una banda de lunáticos sacrificaba a su compañero, haciéndole entrar en una profunda depresión y perdiendo todo interés por las cosas, incluida su familia. Por eso no le extrañaba que su mujer lo abandonase. Aunque aquello fue lo mejor, sin ningún género de dudas; lejos de él correrían mucho menos peligro, especialmente durante el tiempo que tuvo que cumplir con aquellos agentes de la delta de color verde.

Por un instante Glen vio ante sus ojos la puerta del despacho de Benson, siendo entonces cuando le sobrevino el pánico y un malestar que provocaron su precipitación. Pudo abrir la puerta, sí, pero no sin dañar la cerradura. Y ya que había hecho algo de ruido, sacó su Colt enseguida y lo sostuvo con ambas manos, apuntando a todos lados y cerrando la puerta con un pie.

El apartamento no era más que una especie de salón diminuto con unas puertas corredizas que escondía una cocina americana, un balcón demasiado estrecho para albergar una persona y un pasillo que conectaba con su dormitorio al fondo y un baño a mediación. Le asaltó un fuerte olor a reptil, como en un zoológico. En el salón no había nada más que un sofá de dos piezas, una silla y una mesita de mimbre sobre la cual descansaba un pequeño televisor con dos antenas, una apuntando al techo y la otra a la calle. El corazón de Glen se aceleraba con cada paso que daba por el pasillo sin dejar de apuntar. Si Nils se encontraba allí, pensaba, no cabía duda de que le había oído entrar y de que estaba preparado para emboscarle. Así que aquello no sería una detención, sino un homicidio, y el punto final a su carrera, y puede que a todo lo demás si era capaz de reservar una bala.

Cuando llegó a la altura del baño apuntó dentro, sin dejar de mirar de reojo en dirección al dormitorio, ni perder de vista el salón que acababa de pasar. Aun así, le fue imposible no desconcentrarse al ver aquella verdosa estancia. La oxidada bañera estaba llena de agua de un tono amarillento, sobre la cual flotaban raíces y de la que surgían plantas sostenidas mediante cordones a la vara de la cortina. Encima del retrete había una estufa, desconectada y con el cable recogido. Daba la sensación de que Nils había intentado recrear un entorno climático más cálido, como un terrario para lagartos, solo que de mayores proporciones. El nerviosismo de Glen iba en aumento con cada conclusión a la que llegaba viendo aquel repugnante lugar.

Por otro lado, Moore sintió un alivio tremendo al comprobar que allí no había nadie. De cualquier manera, le faltaba el dormitorio.

Avanzó un poco más y llegó hasta aquella habitación donde no había nada más que un armario de tela y dos camas individuales separadas por una mesita de noche. Nils tampoco estaba allí, y Glen suspiró liberándose de toda la tensión que llevaba acumulando desde que llegase al edificio. Se sentó en una de las camas y se masajeó la frente con un par de dedos, dándose cuenta poco a poco de que el asunto iba a alargarse, y por tanto también su sufrimiento. Dos sentimientos contrapuestos que Glen disipó “activándose”. Se puso un par de guantes azules de látex y echó un ojo a las revistas y libros que había en la cama sin deshacer. Pudo comprobar que dos de ellos pertenecían a la biblioteca de la Universidad Miskatonic, otros cuantos a diferentes bibliotecas públicas, sacados en préstamo recientemente, y unos pocos posiblemente comprados. Abundaban los de historia: mesopotámica, egipcia, europea… Pero también de temas tan diversos como tecnología, geografía, política o economía, incluso un diccionario enciclopédico ilustrado y varios folletos de viaje. El patrón no era una temática, sino todas las temáticas. Pero si allí había algo que llamase poderosamente la atención de Glen, no fue algo revelador, sino más bien desconcertante, liando aún más el rompecabezas. Se trataba del último número de la revista ¿Quién es quién? en América, la cual recoge artículos de personalidades ricas e influyentes de Estados Unidos, Canadá y poco más.

Ya más calmado, Glen caminó hasta el salón mientras ojeaba la revista, tratando de imaginarse el interés de Nils por las personas que en ella salían. Se dejó caer en el sofá, guardando su arma. Volvió a repasar la revista, la pieza que no encajaba, y sus ojos se fijaron casi sin querer en un folleto, el cual llamó su atención porque no estaba junto a los demás libros en el dormitorio. Se trataba de una lista con los horarios de los trenes ordenados por destino. ¡Y en ese mismo instante Glen cayó en que no había visto ropa ni maletas!

Aunque no tendría tiempo de pensar en ello. Oyó unos pasos en el vestíbulo. Se guardó la revista en el bolsillo interior de la gabardina, llevó una mano al revólver, y se calmó al distinguir más de un juego de pisadas que, a pesar de acercarse sigilosamente, su oído entrenado le permitió captar antes de que la puerta se abriese con un fuerte golpe. El detective Bleetz le encañonaba con su arma.

—¿Pero qué cojones hace usted aquí?
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Re: La era de Mappo

Notapor Sconvix el Mié Jul 21, 2021 8:56 am

III

Glen Moore miró a Frank Callaway a los ojos mientras se escondía sutilmente el folleto dentro de la pistolera.

—Nada, —respondió pensativo el detective. —Que es lo mismo que ustedes harán cuando comprueben que aquí no hay nadie.

—Este es el apartamento de Nils Lindstrom, ¿verdad Glen? —Frank vio cómo el que fuera su compañero se guardaba el revólver con cierta torpeza, y temía que Carlton hubiese reparado en ello también.

—Sí que lo es, —respondió Glen con sequedad.

—Muy bien Moore, —Carlton intervino subiendo el tono mientras guardaba su arma y se encaraba con Glen. —¿Y por qué diantres no nos ha avisado de que había descubierto este lugar? ¿Acaso quiere hacerse el héroe? —Se dio la vuelta y habló a su inspector. —Señor, puede que este hombre sea de su total confianza, que sea muy bueno, —hizo un gesto con las manos, indicando que la última confirmación iba entre comillas. —Pero este es mi caso, y no quiero que su consultor especialista siga metido en él, ¡porque nunca lo estuvo!

Frank miró con gesto de desaprobación a su agente. No solamente le recriminaba con la mirada el haber alzado la voz, sino también el poner en entredicho la voluntad de Glen para resolver el caso.

—Bien, pues yo me voy. —Glen se dirigió hacia la puerta, pero Carlton lo frenó, furioso todavía.

—Ya les he dicho que no hay nada, Nils se ha largado. —Insistió el detective neoyorquino.

—¿A dónde? — le preguntó Frank, quien pretendía mantener la serenidad.

Pero Glen le dejó claro que no lo sabía, encogiéndose de hombros y apartando después a su homólogo arkhamita para salir por la puerta del apartamento.

—Adiós Callaway.

Glen estrechó la mano a quien fuese su rival en la carrera hacia el puesto de inspector, quien no consintió mirarle a la cara en ese momento, y sabía por qué: le avergonzaba mirar a quien, en una situación desfavorable con respecto a la suya; trataba de protegerle. Frank le dio las gracias y se puso a buscar pruebas junto a Carlton por el apartamento. Mientras tanto, el agente de paisano que había permanecido en el pasillo informó de la situación a su compañero que esperaba en la calle.

Carlton y Frank hicieron una visual de todo el apartamento, y se pusieron a registrarlo todo minuciosamente, aunque más ciegamente que Glen. La presencia de la estufa y de las plantas en el cuarto de daño no hizo sino confundir aún más a la ya de por sí desconcertada pareja, y Carlton, que seguía enojado y que sospechaba que Glen se estaba guardando algo por algún motivo egoísta, no pudo evitar sentir rencor y frustración; rencor por el detective entrometido, y frustración por no tener ni la menor idea del porqué de los libros, las plantas y otros elementos en aquellas estancias, poniéndose a despotricar acerca de Glen Moore.

Lo único que Frank pudo decir en defensa de su amigo fue: —Es un buen hombre, créeme. Es un buen hombre.

Mientras la desinformada pareja rebuscaba infructuosamente en el apartamento del sospechoso, Glen corría desesperadamente, presa del miedo, buscando un taxi. A media manzana del edificio gris pudo encontrar uno libre. El conductor fumaba sentado en el capó y Glen le apremió. Charlie, el taxista, dándose cuenta de la urgencia de su cliente, arrancó y salió disparado entre las bulliciosas y mojadas calles de Arkham, demostrando un conocimiento muy conveniente para la situación de los recovecos de la ciudad, escogiendo en todo momento calles menos transitadas y atajos para llevar a un desesperado Glen hasta su destino: la Universidad Miskatonic.

El detective pagó generosamente al taxista y caminó con largos pasos en dirección a los dormitorios del campus. Habló con el encargado de puerta para saber si Adam se encontraba por allí, y agradeció a los cielos el obtener una respuesta afirmativa. Sin demora subió de dos en dos los escalones hasta la segunda planta, para a continuación golpear con insistencia la puerta del estudiante de arqueología.

Adam abrió la puerta y se quedó estupefacto al ver el rostro ansioso y jadeante del agente negro. Pero ni siquiera tuvo tiempo de preguntarle qué le pasaba, porque el detective lo echó a un lado y entró al dormitorio.

—Necesito hablar contigo, es importante. —Glen trataba de coger aire conforme hablaba.

—He… he hecho lo que me pidió. —Adam tartamudeó un poco al darse cuenta de la mirada asustada que lucía aquel agente que resoplaba como si hubiese venido corriendo desde el mismísimo Dean’s Corners. Al oír esto, Glen frunció el ceño, pues no sabía a qué se refería el joven estudiante exactamente.

Adam sacó de un cajón de su escritorio el periódico del día posterior al atraco al Primer banco nacional de Arkham y se lo enseñó a Glen, cuyo horror pasaba a ser mayor que su impaciencia. En aquella fotografía de portada, bajo el titular “Atraco sangriento al Primer banco nacional”, Glen pudo ver por primera vez aquello que tan alterado tenía a Adam cuando se conocieron. Supuestamente en la imagen de Nils Lindstrom, Adam había dibujado, no demasiado bien, la figura de un ser ofidio enorme, de grandes y afiladas garras y la musculatura propia de un titán. A la mente de Glen vino entonces el extraño olor a reptil en el apartamento de Nils, las plantas y el agua amarillenta. También recordó el lanzamiento de jabalina, lo de las sesiones de hipnotismo y espiritismo, la declaración de Owen Preston y las consultas en la biblioteca.

—¡Escúchame bien, Adam! —Glen devolvió al chico el periódico, estampándoselo contra el pecho, dispuesto a abandonar aquel lugar cuanto antes. Cogió su cuaderno y un bolígrafo y se puso a escribir algo de forma atolondrada. —Este es el número de mi casa, y este otro el de la comisaría en la que trabajo. Vete para la biblioteca de aquí… y para las públicas que conozcas de la ciudad, y averigua qué otros libros y documentos ha consultado Nils. Si ves algo que te llame la atención, comunícamelo cuanto antes. ¿Has entendido? ¡Cuanto antes! Y no hables con nadie de esto, ni enseñes el dibujo.

Adam tragó saliva sonoramente mientras prestaba atención a las palabras del detective y trataba de comprenderlo todo. Sin embargo, no pudo reprimir el preguntarle a dónde se dirigiría y por qué razón.

—Obviamente a Nueva York, —le respondió. —Pero si alguien, quien sea, te pregunta, le dices que no tienes ni idea. Ah, y si ves a Nils, llámame y quítate del medio. Ni se te ocurra seguirle o hablar con él.

Todas aquellas advertencias no hicieron sino acongojar aún más al joven estudiante, quien prometió hacer todo lo posible y seguir las órdenes y recomendaciones de Glen. Con todo eso dicho, los dos se despidieron el uno del otro, el detective con la sensación de que no volvería a pisar Arkham nunca más, y el estudiante de que no llegaría a recibir noticias desde Nueva York.

Jason Burke, que hablaba con un compañero en el pasillo, vio cómo aquel detective salía de uno de los dormitorios y se marchaba pensativo y presuroso. Así que fue dentro a averiguar qué estaba sucediendo, pero la respuesta de Adam fue: —Ojalá lo supiera.
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Re: La era de Mappo

Notapor Sconvix el Jue Jul 22, 2021 4:38 pm

NUEVA YORK

TANI CHIN

I

Una noche otoñal en el casco antiguo de Toronto siempre es sinónimo de frío y humedad, sobre todo en las áreas próximas al río Humber, y más aún si una espesa niebla gris se apodera de de toda la ciudad. Y lo incómodo no es únicamente el clima, sino también el no poder ver lo que uno tiene delante, ni tampoco lo que hay debajo. El caminar por adoquines mojados y resbaladizos en un ambiente fantasmagórico acaba dando la sensación de vagar por el interior de una bestia moribunda. Nada más que la débil luz de las farolas pueden ofrecer una idea acerca de la disposición de las calles, algo no muy aliviador si eres extranjero.

Así de confundido se sentía Tani Chin, un grueso chino de ojos extremadamente estrechos y cabeza afeitada, quien había sido enviado por su jefe a Toronto en busca de una ruta segura por la cual pasar cierto cargamento hasta el lago Ontario y, posteriormente, a Estados Unidos. Con lo que a Tani le había costado aprender y comprender algo el inglés, el verse en una ciudad donde la gente hablaba dos lenguas distintas era algo que le daba cien patadas en el estómago. Y para colmo, había tenido que escoger aquella noche para abandonar la comodidad y calidez del motel en el que se hospedaba, e ir a estudiar un punto del río por el que podrían pasar sus lanchas aprovechando el traqueteo del tren a determinada hora.

Tani volvió a meter las manos en los bolsillos, asomándose al puente para ver el río. La densa niebla se lo impedía. Tenía que buscar una fecha en la que la humedad no provocase tal efecto, o sus lanchas sufrirían sin duda algún tipo de accidente. Paseó de un lado para otro del puente, mirando su reloj de pulsera de oro. En pocos minutos pasaría un tren, o así aparecía reflejado al menos en el cartel que consultó en la estación más próxima. Quizá, pensaba, su costumbre de presentarse con antelación a las citas, ya fuera una persona o un medio de transporte quien le esperase, le estaba jugando esa noche una mala pasada.

Con cada paso que daba entre aquella niebla tan anormalmente compacta, la cual parecía tan sólida que daba la sensación de estar enterrado en hormigón, Tani se iba dando cuenta de que los adoquines de aquel nostálgico casco antiguo eran cada vez más resbaladizos. El aburrimiento, y esas incomodidades, le hacían sentirse en el interior cavernoso de alguna bestia de tamaño descomunal, como si se lo hubiese tragado y ahora deambulase sin rumbo por su estómago.

Impaciente, Tani volvió a consultar el reloj. El tren se retrasaba, así que tendría que buscar río arriba un punto seguro donde sus lanchas pudiesen esperar con el motor apagado en caso de retraso, pero eso lo haría otro día, claro. Aguzó el oído para comprobar si captaba el repiqueteo de las vías en la lejanía, pero en lugar de ello oyó un ruido extraño. Era una especie de chapoteo, pero no procedente del agua de abajo, o al menos eso le parecía a él. Por un momento se imaginó un pez ahogándose y brincando nerviosamente sobre los húmedos adoquines; sin embargo, aquel ruido, aunque intermitente, seguía un patrón, ¡un patrón de movimiento!

Tani se concentró en aquellas pisadas. Estaba seguro de que eran pisadas, y dado el sonido que éstas producían, como de goma, a su mente la vino la imagen de un buzo. Aquello le resultaba imposible, pero puesto que las supuestas pisadas procedían de detrás de él y cada vez estaban más cerca, fue metiendo la mano derecha en el bolsillo del chaquetón para colocarse disimuladamente su preciado puño americano, finalizador de tantas peleas. Pero… Tani no tuvo tiempo de ello. Había calculado mal. Las pisadas debían estar más cerca, tal vez por no estar acostumbrado a aquel entorno. Sintió cómo docenas de pequeñas cuchillas afiladas se le clavaban en la carne a la altura del hombro izquierdo, provocándole un fuerte dolor punzante que fue rápidamente sustituido por una sensación de debilidad y poco después de relajación. Aquella sensación la conocía bastante bien, la del frío atravesando su piel. Aunque en esa ocasión el arma le era desconocida. Sentía cómo las cuchillas rotaban rajando la zona afectada, rodeadas por un chupón que succionaba su sangre a gran velocidad. Se oía el tren.

Si aquel dichoso tren no se hubiese retrasado, si Tani hubiera escogido otro día u otro lugar, quizá entonces no se encontraría casi desvanecido, presa de algo que le había hecho dejar caer su puño americano, cosa que nunca nadie había logrado. Estaba a punto de ceder, de clavar las rodillas en el suelo y de dejarse llevar al lecho de muerte que sería aquel puente adoquinado. Era tal su debilidad por culpa de la acelerada y e incesante absorción, que era incapaz de proferir siquiera insultos a su agresor.

Cuando todo se volvía más oscuro que la propia niebla, más pasos. En esta ocasión de zapatos… zapatos de vestir. Y a continuación un chasquido.

Tani cayó por fin al suelo, jadeando y profundamente mareado. La succión se había detenido, a pesar de que las cuchillas seguían clavadas en su carne, y la manguera o lo que fuese colgaba lánguidamente, sin vida, de su espalda. Sintió cómo alguien lo ayudaba a sentarse, quitándole la ropa y arrancándole de cuajo tan extraña arma, para a continuación taponarle la herida con algo de tela. El alivio que sintió fue casi inmediato, sobre todo al saberse a salvo de algo que estuvo a punto de poner fin a su vida. Quienquiera que fuese su salvador, parecía saber lo que hacía, y le debía la vida.

—¿Se encuentra usted bien? —Una voz cálida, amable y pausada llegó a los oídos de Tani, quien respondió moviendo la cabeza abajo y arriba. —Recuéstese ahora, ha perdido mucha sangre, pero se recuperará.

Poseía cierto acento europeo, no demasiado marcado, que el contrabandista no terminaba de concretar. Tani entendió perfectamente el inglés de su salvador pues, a pesar de haber sido siempre su asignatura pendiente, la forma de hablar calmada de aquel hombre le facilitaba el distinguir cada una de las palabras que decía.

Aquel buen samaritano dejó a Tani apoyado en el puente, para sumergirse en la niebla de la que había surgido. Fue entonces cuando el contrabandista oyó algo pesado caer al agua, y se atrevió a mirar a su lado, para ver una especie de pseudópodo grisáceo y pringoso, algo parecido a una trompa elefantina aunque no rematada en un hocico, sino en un disco carnoso cubierto de hileras circulares de afilados colmillos manchados de sangre. Tani sintió unas náuseas muy fuertes, cuando visualizó mentalmente aquel apéndice pegado a su espalda, extrayéndole sangre a tan prodigiosa velocidad. Le resultaba repugnante el imaginarse cómo la trompa se iba hinchando con el paso de la sangre hasta a saber qué criatura.

De pronto, una mano surgió de la niebla, agarró la trompa y la arrojó también al agua. Un segundo después Tani pudo ver la figura de su salvador. Era un hombre de unos cincuenta años de edad, cabello moreno y ligeramente cano en algunas zonas. Su expresión facial era piadosa y su mirada cálida y reconfortante.

Aquella enigmática figura se puso de cuclillas delante de Tani, examinándolo.

—Tenga esto, —le dijo, —se le ha caído.

En su mano abierta llevaba el puño americano de acero que Tani perdiera minutos antes, cuando experimentó el miedo por primera vez en mucho tiempo.

Con un esfuerzo considerable cogió el puño y le dio las gracias a aquel hombre, quien se volvió a poner en pie ayudándose de un bastón de madera de nogal en el cual Tani no había reparado hasta entonces.

—Ahora le llevaré a donde pueda recuperarse. Por cierto, mi nombre es Jean-Paul Victorin.

—¿Es usted italiano? —preguntó el desorientado contrabandista mientras el tren pasaba por fin.

—No, soy vaticano.

Entonces fue cuando Tani pudo distinguir con algo más de claridad el traje de su samaritano, y el alzacuellos blanco que lucía.
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Re: La era de Mappo

Notapor Sconvix el Mié Jul 28, 2021 9:06 am

II

Un día más en la alborotada Nueva York, plagada del ruido del tráfico, de las omnipresentes luces de neón, de peleas, robos… A Tani Chin todo aquello no le preocupaba. Estaba acostumbrado. En su ático de la calle ciento cuarenta y nueve él era de lo más feliz. De vez en cuando subía al tejado utilizando una escalerilla de aluminio que guardaba detrás de una puerta para ver si sus aves necesitaban alguna cosa. Y en otras ocasiones, como la de aquella mañana, practicaba su gramática inglesa respondiendo a la carta que su amigo Jean-Paul le había enviado. Aunque no tenía mucho que contar al sacerdote, pues llevaba una vida solitaria, y tampoco le iba a revelar qué tipo de trato había cerrado ni a quién acababa de pegar una paliza, siempre trataba de extenderse todo lo posible para mejorar su segundo idioma.

Por otro lado, Tani disfrutaba leyendo las cartas que recibía, a pesar de tener que traducirlas diligentemente. En ellas el sacerdote le hablaba principalmente de libros de cierta rareza, contándole curiosidades respecto a ellos; y no era para menos, pues según él mismo estaba a cargo de lo que llamaba “una colección muy especial”. También le relataba anécdotas de sus numerosos viajes por todo el mundo en busca de información, documentos o algún tomo incunable de dudosa autenticidad. Algunas veces dichas anécdotas iban acompañadas de una fotografía del lugar que el padre Victorin visitaba. El contrabandista envidiaba en cierto modo la suerte que tenía su salvador al gozar de tanta libertad de acción, porque aunque él también viajaba regularmente, no había abandonado Norteamérica desde que emigrase procedente de China.

Tani se apresuró a terminar su carta. Se pasaría por una oficina de correos para echarla antes de reunirse con su jefe en el club. Según sus cálculos le sobraba tiempo, y no porque pretendiese esperar cola en la oficina postal (siempre se las saltaba), sino porque prefería presentarse antes, por si acaso… Se terminó de vestir y se ajustó la corbata de su traje gris oscuro y salió por la puerta de su diminuto y sobrio ático chaqueta al hombro. Hacía fuera algo de frío, pero a él le gustaba lucir sus coloridos tatuajes de los brazos.

Tal y como tenía previsto, Tani llegó al club en Bloomingdale unos diez minutos antes de lo acordado. Sin saludar siquiera al soñoliento camarero que lustraba vasos detrás de la barra ni a los dos matones que estaban sentados junto a la puerta del despacho, el contrabandista atravesó aquel salón repleto de pequeñas mesas redondas y sillas tapizadas con motivos orientales. Cuando abrió la puerta uno de los guardaespaldas de su jefe lo acompañó hasta el fondo de la estancia, donde éste se encontraba sentado en una larga mesa acompañado de su contable.

Tani hizo una pronunciada reverencia ante su jefe, y éste lo invitó a tomar asiento y ordenó a su guardaespaldas que trajese a su hombre algo de beber.

—¡Qué gusto me da verte, hijo mío! —Brilliant Chang, un hombre anciano, enjuto, de aspecto débil pero con un don para los negocios y una mano firme, vestido elegantemente con un traje oscuro a medida, recibía a Tani con una sonrisa y cordialidad fingidas. —Siempre tan puntual, hijo. Veo que tu reloj biológico nunca se equivoca. No como el mío, —se dio unas palmaditas en el abdomen, —que ya se desequilibra cuando pasan cosas que no me gustan.

El contable, chino por cierto, como todos los empleados en el club, se retiró en cuanto Tani tomó asiento junto al jefe. El Sr. Chang acercó un platillo con unos caramelos blandos e insípidos recubiertos de semillas de sésamo a su corpulento hombre.

—Hijo, no deberías comer tanta basura americana, ni tampoco la comida que ponen esos restaurantes chinos a la plebe.

Las bebidas llegaron y Chang se echó a reír mientras Tani permanecía impasible.

—En fin, lo que quiero decir es que te estás poniendo muy gordo.

Ambos brindaron y bebieron de sus respectivos vasos un caro güisqui japonés.

—Te he hecho llamar, —continuó Chang, —porque mi hermano me ha pedido que cuide de su hijo. Quiero para él lo mejor, y sé que él está dando sus pasos para ello, pero yo voy a procurar que lo consiga. Quiero que vaya metiendo cabeza en la sociedad neoyorquina, en la clase alta. Y me parece que ya se ha puesto en marcha.

El Sr. Chang se levantó pesadamente de la silla y, arrastrando los pies, anduvo hasta un mueble cercano donde guardaba documentos. Tani se puso en pie para ayudarle, pero su jefe le dijo que no se molestara, que era recomendación de su médico el andar. De entre todos los papeles Brilliant Chang sacó un ejemplar del The New York Times de hacía dos días, y volvió a sentarse torpemente, buscando por las páginas hasta llegar a una en la sección de sociedad. Entregó el periódico a Tani y le dijo: —Lee.

Tani cogió el periódico y buscó todo lo rápido que su inglés le permitía el artículo al cual se refería su jefe. En la esquina inferior izquierda vio un artículo algo escueto sin fotografía titulado: “La heredera de la fortuna Van Slyke encuentra pareja”, y decía lo siguiente:

La hija de Donovan Van Slyke, Amelia Van Slyke, asistió la pasada noche a un cóctel en la sala Gotham de Broadway con su nueva pareja: un chico muy apuesto y de rasgos orientales, una combinación exótica para servidora de ustedes. El desconocido acompañante de la joven es uno más de la larga lista de pretendientes, a la espera de saber la opinión de “papaíto”. La pareja estuvo junta toda la noche, mostrándose abierta y educada. Pronto sabremos la identidad de él, o puede que pase a engrosar la ya larga lista de ligues anónimos de Amelia. Hasta entonces, no sabemos si el joven desconocido logrará conquistar el corazón de la hija y el bolsillo del padre.

A pesar de lo breve del artículo, a Tani le costó un mundo terminarlo. De quien hablaba era de la señorita Van Slyke, una joven amante de las fiestas que disfrutaba codeándose con los famosos para hacerse hueco en tan exclusiva esfera. Su padre era un rico empresario, fundador y propietario de Aerolíneas Manhattan, cuya expansión en los noventa fue meteórica y supuso pingües beneficios para él.

—Como puedes ver, hijo mío, —retomó el viejo la palabra cuando vio que su hombre terminaba de leer la noticia, —mi Hwanga no pierde el tiempo. A mí me conviene mucho que esa relación fructifique; ya sabes por qué… Y por eso quiero que lo vigiles.

Tani se iba dando cuenta de las pretensiones de su anciano jefe, y le extrañaba mucho que fuese a molestarse ahora por un sobrino al que no había criado ni apenas visto en mucho tiempo. De cualquier modo, la sangre entre los chinos tira mucho, y si hay negocios de por medio, más todavía. Así que el contrabandista aseguró a su jefe que así lo haría. Chang frunció entonces el ceño, escudriñando la verdad o falsedad detrás del impertérrito contrabandista, a quien eligió precisamente por sus dotes para mentir, y por su falta de escrúpulos también.

Chang cambió el tono. —Bueno, bueno. No te preocupes hijo. Ya veremos qué sale de todo esto.

—Desde luego, señor. —Tani percibió cierta amenaza y respondió de manera tajante.

—Así que ahora relájate un poco. Tómate esto como unas vacaciones. Acércate un poco a mi sobrino, pero sin entrometerte demasiado, e intenta sacarle todo lo que puedas sobre los Van Slyke. Te prometo que si la cosa va bien, te recompensaré como mereces. Ahora vete, tengo cosas que hacer.

Tani abandonó aquella habitación y el edificio con la misma solemnidad con la que había entrado. Ante él tenía la tarea más difícil que su jefe le había impuesto hasta la fecha: la de sacar información a una persona, hablando.
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Re: La era de Mappo

Notapor Sconvix el Jue Jul 29, 2021 9:29 am

III

Un Mercedes de color negro avanzaba velozmente por las iluminadas calles de Nueva York. Con el buen tiempo las noches se habían vuelto más apetecibles, e invitaba a la gente a salir más. Pero a Tani el ver tanta gente cruzando temerosamente la carretera le daba absolutamente igual, tenía que llegar cuanto antes a la comisaría de la treinta y dos, antes de que su jefe se enterase de lo sucedido. Por suerte, el joven Hwanga lo había llamado a él en lugar de a su tío. No es que a Tani le gustase hacer de canguro, pero tenía que desempeñar ese papel, y lo haría lo mejor posible para no enfadar al Sr. Chang.

Tani aparcó frente a la comisaría, justo en la hidrante, y bajó del coche, sin ni siquiera cerrarlo. Una vez dentro preguntó al sargento de guardia, quien le hizo esperar bastante tiempo antes de permitirle ver a Hwanga. Aunque no solía fumar, sentado en aquella silla tan diminuta e incómoda para su corpulencia, casi se acabó el paquete que compró dos semanas atrás y que no había empezado siquiera. Estaba nervioso, pues si había algo que temiera más que ninguna otra cosa, salvo aquello que le dejara tan feísima cicatriz en la espalda, era su jefe. Brilliant Chang no se andaba con chiquitas, era de la vieja escuela y castigaba a los suyos, y a los que no eran los suyos, con suma crueldad. Costaba imaginar que un hombre tan mayor y de aspecto tan débil pudiese ser tan violento.

Cuando por fin le dejaron pasar, Tani fue registrado con un detector de metales. Lógicamente no llevaba nada porque sabía dónde se estaba metiendo, así que sin más demora recorrió un largo corredor, pasando unas cuantas celdas, hasta llegar en la que se hallaba Hwanga. La celda era común, como las demás, amplia y, cómo no, atestada de borrachos, drogadictos y algún que otro busca problemas. Entre aquella veintena de tipos sudorosos y malolientes, vestidos con ropas sucias y, algunos de ellos, manchadas de sangre, se encontraba Hwanga, quien saltaba a la vista por su traje a medida.

—¡Pero bueno! —Tani llamó la atención al policía que lo acompañó hasta la celda. —¿Cómo se les ocurre encerrar a un chiquillo como él entre tanto despojo?

Los nervios del contrabandista le habían hecho hablar en chino, así que el cansado agente no le entendió lo más mínimo, pero le dijo que se calmara.

Fue entonces cuanto Tani se dirigió a su protegido. —Ssss, Hwanga. Ven para acá, anda. —El gordo chino trajeado hizo un gesto mientras el agente observaba la escena ligeramente apartado, mirando de vez en cuando el reloj para poner fin a la visita.

Hwanga arrastró los pies pesadamente hasta los barrotes de la celda, tambaleándose y muy débil. A Tani no le cabía ninguna duda de que el chico estaba ebrio. Era algo raro en él, porque siempre había sabido controlarse. Tal vez una vida más social en las altas esferas lo estaba empujando a consumir una mayor cantidad de alcohol de la que estaba acostumbrado. Para Tani aquello era obvio, pero cuando Hwanga alcanzó los barrotes no le dejó hablar.

—Escúchame bien Tani, —le empezó a decir en chino, con la cabeza agachada y las manos aferradas a los barrotes para no caerse de bruces al suelo. —No estoy borracho, tampoco drogado. Estoy muy lúcido, pero me siento tremendamente mareado. —Al contrabandista le costaba mucho creerle, porque el pestazo a alcohol era considerable. —Apenas he bebido, y si huelo a alcohol es porque un idiota me derramó su copa encima.

—Vale, te creo. —Tani trató de tranquilizar al chico, dándose cuenta entonces de la mancha de humedad que éste tenía en la camisa. —Y ahora explícame qué pasa.

—No lo sé. Justo después de mancharme empecé a sentirme fatal. Ella me dijo que la estaba abochornando, y aquel idiota…

—¿Qué idiota? Dime su nombre, —interrumpió el contrabandista apretando los puños y frunciendo el ceño.

—El que me tiró la copa encima. Ese idiota se ofreció incluso a llevarme a casa. ¿Acaso quería quedar bien delante de mi novia? Le dije que no; salí de allí, cogí mi coche y me paró la Policía.

—Veremos qué puedo hacer. Esto no puede llegar a oídos de tu tío, ni de tu novia. Voy a sacarte de aquí y te llevaré a un médico, para que nos diga qué tienes.

Hwanga movió ligeramente la cabeza de arriba abajo, conforme con Tani. El contrabandista se encargó de pagar la multa y se llevó al chico, dejando su vehículo allí y recogiendo el Porsche negro que estaba en poder de la Policía. Se lo levó a ver a un médico al que él solía recurrir cuando no quería que algo llegase a oídos de la tríada, pues bien sabido es que la comunidad china únicamente recurre a los servicios de otros de su nacionalidad. Pero Tani contaba con toda una agenda de contactos no asiáticos para casos como el que tenía entre manos en aquel mismo momento. Miró el reloj del salpicadero, eran más de las tres de la madrugada, así que el buen doctor iba a tener que despertarse.

Cuando llegaron a la casa, situada en un vecindario de clase media en Fort Lee, Tani llamó la puerta de la vivienda con un par de goles secos pero contundentes. Al poco pudieron oírse unos pasos acolchados y unas quejas, abriéndose la puerta principal poco después. Delante de un pasillo estrecho y a oscuras se encontraba un hombre de unos setenta años, de complexión delgada, pelo cano y con perilla. La mujer del doctor, por su parte y sabedora de los asuntos de su marido, permanecía en la cama calmada, mientras él iba encendiendo la luz de su “clínica” casera para atender a los recién llegados sin rechistar lo más mínimo.

La habitación a la que Tani y su protegido fueron conducidos era un sótano cuyas paredes habían sido recubiertas de azulejos blancos y en cuyo techo se había instalado una larga lámpara fluorescente de dos barras. En su centro se encontraba una camilla cuyos bordes tenían un tono amarillento y cuyas costuras estaban luchando por contener el relleno a pesar de que algunas puntadas habían ya desistido. En un armario podían verse frascos y productos químicos varios, mientras que en una mesita de metal cercana descansaban unas cuantas herramientas, algunas manchadas.

Hwanga explicó lo mejor que pudo al doctor cómo se sentía, mientras Tani lo sentaba cuidadosamente en la vieja camilla. Todavía preso del sueño, el doctor hizo a su paciente la prueba de alcoholemia, le sacó sangre y lo auscultó. A falta del análisis de sangre, la conclusión era que el chico no estaba bebido, o al menos no hasta el punto de hallarse en tal estado de fatiga. Tampoco parecía padecer ninguna clase de enfermedad. El mareo podía deberse a mil cosas, así que le entregó un sedante para que se durmiera una vez llegado a casa y así pasara mejor la noche.

A Tani le costó una barbaridad entender todas las instrucciones que el doctor le dio, pero con lo que le había visto hacer tenía una idea. Así que le pagó generosamente y se llevó a Hwanga a su apartamento, donde lo dejaría durmiendo mientras él tiraba para su casa.
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Re: La era de Mappo

Notapor Sconvix el Vie Jul 30, 2021 8:45 am

IV

El timbre de la puerta sonaba sin parar. Tani seguía todavía en la cama, a pesar de que el Sol ya pegaba fuerte contra la ventana de su apartamento, hecho que indicaba que ya había pasado el mediodía. El contrabandista miró su despertador de mesa y sus luces rojas confirmaron su suposición: eran la doce y diez. Se levantó sin alterarse por el ruido del timbre y, vestido con nada más que unos calzoncillos largos y una camisa de tirantas, llevó pesadamente su masa blanquecina hasta la puerta. En cuanto abrió sin el más mínimo cuidado, Hwanga se metió dentro, lleno de ira y con los ojos rojizos, señal de que había estado llorando.

—¡Esto es indignante, indignante! —El chico vociferaba en su lengua natal ante un impávido Tani mientras daba vueltas por el apartamento.

Tani se encaminó mientras hasta la escalera de mano que usaba para subir al tejado a través de la claraboya, dejando atónito a Hwanga, quien se puso inmediatamente a protestar en chino a quien se suponía era quien debía velar por él y, por lo tanto, atender a cuanto le decía.

—¿Qué te ha pasado ahora? —El contrabandista parecía cansado de pataletas, y su pregunta fue en un tono desanimado.

A Hwanga no le quedó más remedio que confiar en aquel mastodonte, así que le explicó lo sucedido para que se diera cuenta de la gravedad del asunto.

—He ido esta mañana a casa de Amelia a disculparme por mi absurdo comportamiento de anoche. No tenía por qué hacerlo, pero iba a hacerlo. ¡Incluso compré unas flores! Y cuando llego, ¡la veo desayunando en el jardín con el idiota ese!

—¿Qué idiota? —Tani, empleando el mismo tono, hablaba a su protegido desde el tejado, dando de comer a sus palomas y bostezando por tan inapropiado despertar.

—¡El de anoche. El que me tiró la copa encima y…! —Sonó el teléfono de Tani. A éste no le quedó más remedio que bajar algo más deprisa de lo que había abierto la puerta a Hwanga, y lo cogió. Se trataba del doctor que los atendiera la noche anterior, quien decía haber analizado ya la sangre de Hwanga y que disponía de los resultados. Pero Tani se temía un inglés más técnico del que estaba acostumbrado, interrumpió al doctor y le pasó el teléfono al chico.

La explicación que el médico dio es que en la sangre no aparecían muestras de enfermedad alguna, que no se detectaba anemia ni nada parecido, y que por supuesto los resultados respaldaban la baja tasa de alcoholemia que pusiera de manifiesto la prueba anterior. Aquel malestar debió producirse, seguramente, por una bajada de tensión repentina, cuya causa pudiera estar relacionada meramente con el cansancio o el estrés. Concluyendo: el chico se encontraba bastante sano y no tenía motivos para preocuparse.

Hwanga colgó sin ni siquiera agradecer sus servicios al doctor. No se podía explicar su estado de la pasada noche, solamente sabía que jamás en su vida había tenido aquella sensación de agotamiento y debilidad. Tani, mientras el chico pensaba y murmuraba para sí, se vestía uno de sus trajes y esperaba a que Hwanga le dijete cuanto el médico le había contado, aunque no le importaba demasiado.

Para el contrabandista estaba claro que su protegido no estuvo borracho, no solamente por las pruebas o por la mancha, sino también porque de haberlo estado, aquella mañana estaría resacoso, y no se habría ido de buena mañana a desayunar a casa de la tal Amelia previo paso por una floristería.

Cuando Hwanga le contó a Tani todo lo que el doctor le había dicho, aquel chino inmenso y ahora elegantemente vestido no le dio mayor importancia, y le aconsejó olvidar aquella relación, pues era lo más conveniente para todos. Lo hizo con tal autoridad que pareciera que él mismo tuviese una gran experiencia en relaciones, pero lo cierto es que lo más parecido que nunca había tenido a una relación era cuando pagaba un “Benjamin Franklin” en el burdel.

Sin embargo, Hwanga insistió tanto en la intromisión de ese chico rubio y de ojos claros, que Tani tomó la determinación de poner fin a todo aquello preguntándole que si quería que se deshiciera de alguien. La respuesta fue un titubeo que dio pie al contrabandista a resolverlo.

—Venga, ¿cómo se llama el pavo ese?

—En el jardín oí llamarlo Nils, —respondió Hwanga ya convencido.

—Bien.
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Re: La era de Mappo

Notapor Sconvix el Sab Jul 31, 2021 7:58 am

V

Aquella misma tarde Brilliant Chang hizo llamar Tani Chin para que le informase acerca de cómo iba todo entre su sobrino y la heredera del imperio Van Slyke. Tani tuvo que dejar sus pesquisas para otra ocasión, temiendo además que su jefe se hubiese enterado de lo sucedido la noche anterior y ello tuviese represalias. Aun así, se presentó en aquella ocasión en casa del Sr. Chang con total puntualidad.

La casa era una mansión estilo neoclásico de un impoluto color blanco retirada de la urbe, con una gran cantidad de estatuas representado a héroes de la mitología china entre las que se escondían cámaras de seguridad instaladas por los hombres del Sr. Chang. Tani atravesó el patio dominado por una fuente de leones blancos y llena de carpas, a las que tantas veces les había echado de comer cuando empezó allí de vigilante y posteriormente de guardaespaldas. En la puerta de doble hoja de la entrada fue recibido por el mismo Sr. Chang y uno de los enfermeros traídos de China para cuidar del viejo traficante.

Brilliant vestía ropa blanca y holgada de seda, y caminaba ayudado por un bastón que desentonaba claramente con el resto de lujos con los que el jefe solía adornar sus manos y muñecas.

—No… no entres hijo. El médico me ha dicho que tengo que andar, así que daremos un paseo por el jardín mientras me cuentas. ¿Entendido? —Brilliant echó una mirada a su enfermero y éste se fue dentro de la mansión.

Tani acompañó a su jefe por un caminito de baldosas colocadas aleatoriamente que rodeaba la mansión y serpenteaba en la parte trasera durante varios metros. El jardín de detrás estaba lleno de jaulas con aves de todo tipo, una afición que el Sr. Chang y su contrabandista compartían desde hacía mucho. Pero Tani sabía que el silencio de su jefe solo podía significar que estaba analizándolo, y aquello le resultaba enervante, por lo que decidió recurrir a su actitud seria tan habitual en él para no dejar entrever ningún sentimiento. El Sr. Chang, dándose cuenta, se puso a hablar de banalidades durante un largo rato de forma serena, para así hacer caer las defensas de su hombre. Claro que, Tani conocía bien esa táctica, y no se inmutó ni lo más mínimo; no cambió su cara de póquer durante toda la conversación, en la que acabaron compartiendo un té verde y unos bollitos de arroz rellenos de puré de castaña.

Cuando el Sr. Chang abordó el tema de su sobrino, Tani le respondió con la verdad: que el chico estaba preocupado y algo celoso, pero que no creía que la cosa fuese a mayores. Y no le contó nada más. El Sr. Chang se mostró en un principio satisfecho al ver que su hombre no había perdido el tiempo y que su sobrino confiaba en él. Así que volvió a cambiar de tema y los dos se pusieron a hablar sobre un futuro envío en las próximas semanas, siendo Tani el encargado de todos los preparativos de tan importante operación si lo de su sobrino acababa bien.

A Tani le resultó raro el hecho de que su jefe se preocupase tanto y tan repentinamente por la relación de su sobrino más allá del posible beneficio económico para el muchacho. Daba la sensación de que Brilliant Chang deseaba una estabilidad emocional para Hwanga.

—Verás, hijo. ¿Ves todo esto? — el Sr. Chang extendió sus raquíticos brazos de piel arrugada y colgante para referirse a aquella lujosa residencia que le había provisto su pequeño negocio de drogas. —Todo esto lo he conseguido luchando. He matado a muchos hombres con estas manos, y supongo que a muchas mujeres y niños con otras armas. Por eso todo esto es ilícito, aunque a mí no me importe en absoluto. Pero mi sobrino… este sobrino, Hwanga, ha tenido la oportunidad que yo nunca tuve: la de estudiar. ¡Y en Estados Unidos ni más ni menos! Él también está luchando, aunque a su manera. Quiero que también tenga estas cosas. Y, sobre todo, que tenga alguien a su lado para disfrutarlas. Mírame a mí… tengo tanto y nadie con quien compartirlo…

Tani no terminaba de tragarse todo lo que su jefe le estaba contando, era imposible que aquel asesino y traficante tuviera el más mínimo ápice de ética. De cualquier forma, le importaban poco las motivaciones de aquel anciano si aquella situación le daba la posibilidad de ganarse su confianza para seguir subiendo dentro de la tríada.

El tiempo pasó sin que los dos se diesen cuenta, con un Brilliant Chang abierto y hablador, relatando a su hombre unas curiosas y sangrientas anécdotas en tierras orientales o durante sus comienzos en occidente. Y un Tani Chin repantingado en la silla de jardín con rostro serio y atento, con poco o nada que decir de lo que él consideraba una vida aburrida.

De pronto apareció por allí uno de los hombres de Chang, también chino, ancho de espaldas y vestido con un traje negro con corbata. A Tani le dio la sensación, por su cara asustada, que no debía traer precisamente buenas noticias para el jefe.

Aquel hombre se inclinó y susurró algo al oído del Sr. Chang mientras éste expresaba una profunda ira en sus ojos. Era una mezcla de furia, consternación y desesperación. Se resistía vivamente a no dejar caer ni una sola lágrima de sus ojos.

—¡Debí haberte mandado antes! —Pegó un grito a Tani culpándose por no haber actuado antes, maldiciendo su mala suerte y falta de acción. Con el brazo arrasó la mesita tirando al suelo cuanto había encima y andó todo lo rápido que pudo en dirección a la mansión.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Tani al guardaespaldas.

—El sobrino del jefe ha tenido un accidente de coche en Central Park. Está muerto.
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Re: La era de Mappo

Notapor Sconvix el Dom Ago 01, 2021 8:31 am

TRAS EL RASTRO DE SANGRE

I

Clarence Tibbs y Wilbur Trenton era dos empleados del Departamento de alcantarillas de la ciudad de Nueva York. Los dos se disponían a investigar una posible obstrucción en el sistema partiendo de un acceso entre las calles diecisiete y dieciocho, en un estrello callejón maloliente plagado de gatos callejeros y basura amontonada. Eran poco más de las tres de la tarde, y el Sol lucía radiante en el suelo, provocando que el hedor fuese aún mayor. Las lloviznas incesantes de los días anteriores, preludio del verano, bien podían haber arrastrado algo de basura al interior de la línea a comprobar, algo no poco común durante aquella época del año.

Los dos compañeros hablaban amistosamente del partido de béisbol del fin de semana; los Yankees habían arrasado a Baltimore por diez a cuatro. Clarence levantó la tapa con un gancho e iluminó el acceso con su linterna. Ante ellos se abría una bajada con una serie de agarraderas de acero cogidas a la pared. Cada uno se colocó su casco amarillo provisto de linterna y su chaleco reflectante, y procedieron a descender cuidadosamente hasta el fondo. Una vez en el frío y apestoso interior, por el que discurría un riachuelo gris de restos irreconocibles y toda clase de bichos, consultaron un plano a la luz de las linternas para situarse y establecer el camino más corto hasta los puntos donde podía estar la obstrucción.

Las alcantarillas de la ciudad de Nueva York forman una red laberíntica donde uno podía encontrar toda clase de animal. Los túneles son bóvedas de medio cañón bastante amplios por los que un ser humano puede caminar sin problemas, siempre y cuando no se encuentren inundados. A los lados corren tuberías de plomo de distintos tamaños y propósitos cogidas a la pared de ladrillo mediante abrazaderas de metal, muchas de ellas sueltas o a punto de darse por vencidas, mayormente como consecuencia del corrosivo óxido.

Cuando Clarence y Wilbur se pusieron de acuerdo echaron a andar sin dejar de comentar los detalles del partido de béisbol. Estaban tan acostumbrados a aquel tipo de entorno que caminaban por él como el que anda por el patio de su casa. Ignoraban a las gibosas ratas cuyas madrigueras podían esconder desde excrementos hasta objetos de lo más valiosos; y por nada del mundo se les ocurría apoyarse en las pringosas y limosas paredes curvadas ni se molestaban en averiguar a qué se debía el extraño chapoteo del fondo. Y lo más ventajoso para ellos: estaban hechos ya al hedor que permeaba el ambiente.

Pasando unos recodos correspondientes a uniones con otros registros, los operarios fueron comprobando uno a uno los puntos conflictivos, recogiendo sus apreciaciones, es decir “despejado” o “parcialmente obstruido”, en una hoja de ruta que habrían de entregar posteriormente al llegar a la central. Pero no fue hasta cuando se dirigían al cuarto punto cuando percibieron un olor muy distinto al que se habían acostumbrado ya sus narices. Los dos expresaron con una mueca de desagrado la repugnancia que sentían en aquel instante, aunque ello no impediría que continuasen avanzando hacia la fuente de dicho olor. Pensaron automáticamente en algún animal grande muerto por falta de alimento, o en una acumulación de heces arrastradas por el agua.

Desgraciadamente para aquellos operarios el origen de tan nauseabundo olor no era ni una cosa ni la otra, sino algo verdaderamente aterrador. Clarence y Wilbur sacaron sus linternas de mano justo al llegar a la boca donde claramente se estaba produciendo la obstrucción, iluminando toda la estancia para contemplar horrorizados una masa sanguinolenta y verduzca de carne, huesos y ropa oscura repellada contra los barrotes de un desvío.

Wilbur fue asaltado por unas náuseas que fue incapaz de contener, mientras que Clarence permaneció inmóvil apuntando con la linterna y tratando de distinguir qué era aquella cosa. Poco a poco los dos operarios fueron distinguiendo detalles, llegando a percibir manos, una pierna retorcida en un ángulo antinatural, un cabello largo y castaño, piel putrefacta, heridas rojizas, huesos que sobresalían en unas articulaciones que habían sido forzadas con increíble destreza… y a ambos lados un montón de ratas que se cebaban con aquel cadáver sin importarles el repentino haz de luz que les sorprendía durante su repulsivo festín.

Lo último que Clarence distinguió antes de avisar a la central fue un rosario de madera que se resistía a ser arrastrado por el débil flujo de agua gracias a haberse quedado enganchado al hueso parcialmente roído de un dedo.
Sconvix
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