por Sconvix el Dom Mar 14, 2021 5:53 pm
ASÍ ES COMO EMPIEZA…
I
El Sol se ponía en una ciudad que se resistía a que el tiempo borrase todo rastro de su legado anglosajón, cual roca cada vez más erosionada en mitad de un río prístino que se opone a la corriente. Arkham, con sus altos y viejos tejados a dos aguas recortándose contra un anaranjado horizonte plagado de colinas innominadas, dichosos por haber desafiado al paso del tiempo un día más y por haber alcanzado tan avanzada época. Y en las afueras, en su campiña cada vez menos extensa y más salpicada de estructuras erigidas por las manos el hombre, el ruido de los vehículos que entraban y salían de la ciudad iba siendo sustituido por la naturaleza: el zumbido de los insectos, el graznido de las aves nocturnas y el reptar de criaturas de dudoso origen.
Pero en la finca Fairview todos los presentes vivían ajenos a todo cuanto sucedía fuera, pues estaban de celebración. El Dr. Vincent Duprey había regresado a la ciudad en medio de una exitosa expedición al Amazonas, pulmón de la Tierra. Su preciosa hija de cabellos dorados y ojos marrones, Patricia, aprovechó la ocasión para organizar una recepción y fiesta a la que invitó a cuantos colegas de su padre quisieron asistir, la mayoría profesores de la prestigiosa Universidad Miskatonic. La joven, deseosa de formar parte de un grupo estudiantil llamado Club Sunday, también invitó a unos cuantos miembros de dicha asociación, así como a algún que otro alumno estimado por su padre para que sus intenciones no resultasen demasiado evidentes.
Elizabeth, señora encargada de la limpieza en la casa y contratada para ocasiones especiales como la de aquel día, había ofrecido a los asistentes una cena copiosa, acorde a lo que allí se festejaba. Pero con el fin de los platos los comensales se dividieron en dos grupos. En el amplio comedor, adornado con el estilo victoriano que tanto gustaba al anfitrión gracias a las obras de Edgar Allan Poe, el profesor Duprey y sus colegas tomaban un trago mientras comentaban entre ellos el impacto que la expedición había tenido en la sociedad arkhamita, sin mencionar las dimensiones que podría alcanzar si se seguía adelante. Curiosamente, uno de los alumnos del profesor permaneció junto a esta congregación y no acudió al salón contiguo junto a los demás estudiantes. Prefería deleitar a sus oídos con los detalles de la expedición de labios de su admirado profesor.
Adam Fitzgerald era estudiante de arqueología de tercer curso, grueso, de espaldas anchas y cargado de hombros. A pesar de los fríos inviernos en la estancada ciudad de Arkham, gustaba de llevar el pelo rapado, cosa que no hacía sino aumentar su poco agraciado aspecto físico. No era precisamente la persona más sociable del campus, y precisamente por ello era conocido. Podía pasar horas leyendo en la biblioteca de la universidad en lugar de tener que soportar toda la tarde encerrado con su compañero de cuarto hablando de chicas, deportes y noticias basura. Disfrutaba más de la compañía de Shakespeare, Verne o Cervantes cuando no se sumergía en diarios arqueológicos y nuevas técnicas de codifiación y desencriptado de mensajes.
Bajo la atenta mirada y oídos de sus colegas, así como del joven estudiante, el profesor Duprey se dirigió hasta un extremo del comedor, donde comenzó a colocar una serie de aparatos; entre ellos, un proyector de diapositivas y una pantalla, que dejó cerrada por el momento. Los invitados guardaron un solemne silencio durante los preparativos, pensando en una exposición digna de un hallazgo propio de comienzos del siglo veinte.
Conforme el Dr. Duprey ordenaba meticulosamente cada elemento de su exposición, comenzó a explicar con voz firme y calmada, tal y como solía hacer en clase, los detalles de su asombroso descubrimiento.
—Como todos ustedes bien saben, —dijo finalmente, — he estudiado a lo largo de toda mi vida académica la cultura mesoamericana, centrándome en los últimos años muy especialmente en un mito o leyenda asociado a un tesoro. —Los murmullos en el comedor hicieron que el profesor se detuviese un instante, el cual aprovechó para enchufar a la corriente el proyector de diapositivas.
—O puede que en lugar de tratarse de un tesoro, —prosiguió, — se trate de una reliquia considerada un tesoro por la historia. En cualquier caso me estoy refiriendo al tesoro de las Llanganates. —Los murmullos volvieron a inundar la sala, a pesar de que todos los presentes sabían sobradamente cuál había sido siempre el objetivo de su anfitrión.
La mayor parte de la comunidad científica consideraba el tesoro de las Llanganates un mito de la época en la que los conquistadores españoles invadieron Sudamérica. Era un tesoro que siempre se había resistido al hombre, incluso con los medios actuales, de ahí la incredulidad de tantos.
—Como ustedes probablemente sepan, y si no yo se lo cuento ahora, el supuesto tesoro de las Llanganates era un presente que el emperador Atahualpa hizo a Francisco Pizarro en mil quinientos treinta y dos para que este último le perdonase la vida. Sin embargo, el tesoro nunca llegó completamente a su destino, porque el famoso explorador español dio muerte a Atahualpa antes de que el tesoro estuviese en sus manos. Fue uno de los líderes incas y consejero de emperadores, Rumiñahui, quien escondió buena parte tesoro al enterarse de la noticia de la traición de Pizarro a su propia palabra.
Todo lo que el profesor Duprey había contado hasta el momento lo conocía ya y bastante bien Adam, quien se frotaba las manos deseoso porque el doctor llegase a la parte del relato en la que encontraba más indicios acerca de la existencia real del tesoro. No obstante, su entusiasmo no era mayor que su frustración, pues el mismo doctor era quien no lo había considerado apto para acompañarlo en la expedición; algo justo pero también desilusionante para él.
Tras mojarse los labios con un poco de coñac el profesor Duprey retomó su discurso. —Lógicamente no soy el primero en interesarme por dicha leyenda. Un naturalista inglés llamado Richard Spruce fue el primero en hacerlo en la segunda mitad del siglo diecinueve, porque había encontrado una copia; sí, una copia, de El derrotero del padre Valverde en Latacunga, un manuscrito en el que supuestamente se indica la localización del tesoro.
—¿Nos podría aclarar profesor por qué nos ha recalcado la palabra copia? —El Dr. Wish, profesor de lingüística en la Miskatonic, fue quien acabó formulando la pregunta que todos los presentes tenían en mente.
—Sin duda. A eso voy. —El Dr. Duprey sacó del interior de un maletín de cuero marrón un libro muy viejo y desgastado, de tapas oscuras y bastante delgado. —Señores, este es el famoso derrotero.
Los oyentes se sorprendieron al ver tan famosa obra ante sus ojos. Se suponía en España, cuando una expedición española encabezada por el sacerdote italiano Longo y Antonio Pastor, un corregidor, fueron enviados con el manuscrito por Carlos IV a finales del siglo XVIII para localizar el tesoro. Longo falleció tras una caída, sin que su cuerpo pudiese ser encontrado, y Pastor no encontró el tesoro ni volvió a España con el libro.
El profesor Duprey volvió a meter la mano en el maletín. —Y este es otro. —Extrajo un ejemplar de formato muy similar al anterior ante la sorprendida mirada de sus invitados. —Y aquí otro más. —El tercero que sacó era más pequeño, como un cuaderno de notas, y de tapas rojas e igualmente desgastadas. —Como ven, señores, tengo en mi poder tres copias. Y no me cabe duda de que hay muchas más. No los entretendré diciéndoles de dónde he sacado cada una de ellas, dos de las cuales se suponen reales, porque esta última, —levantó en el aire el libro de tapas rojas, —esta última la compré en una tienda de recuerdos y antigüedades en Ecuador.
Los murmullos se propagaron nuevamente por toda la habitación. Adam trataba de ordenar todas sus ideas, aunque impaciente porque el profesor continuase hablando y así desentrañar el enigma de las falsificaciones. El profesor Duprey dejó que sus alterados colegas discutiesen entre ellos y buscasen posibles explicaciones al misterio, seguro de que ninguno daría con la clave, pues él mismo, el más versado en la materia, había dado con ella de pura casualidad.
—Está bien, señores. Ruego su atención. —El Dr. Duprey trató de calmar la excitación de los presentes acompañando sus palabras descendiendo los brazos lentamente y con las manos extendidas. —Voy a explicarles cómo ocurrió todo, si me lo permiten. Algunos pudieron leer el informe de mi expedición de mil novecientos ochenta y nueve a la cuenca del Amazonas. Fui porque, iluso de mí, creía que este volumen, —alzó el primero que había sacado del maletín, —se trataba del único y, por tanto, del original. Por culpa de ello perdí buena parte de mi tiempo y apoyos entre la comunidad científica, por no mencionar mi patrimonio. No fue hasta un año después, durante un viaje a México, cuando hallé este otro supuesto original. —Mostró a todos el tomo restante. —Fue entonces cuando me di cuenta, porque anteriormente no había tenido ni la picardía de pensar en ello, que la leyenda del tesoro de las Llanganates podía haber sido tan tergiversado como… la historia del rey Arturo, por ejemplo.
La introducción que el Dr. Duprey acababa de hacer no había hecho más que intrigar a los invitados, especialmente a Adam, quien se sentía muy afortunado de poder estar en una reunión en la que estaba recibiendo una clase magistral de arqueología inca.
—No voy a extenderme mucho más, —el Dr. Duprey comenzó a preparar el proyector de diapositivas mientras continuaba. —Solo añadiré que localicé el original. —Con esta última afirmación el público prorrumpió en comentarios de asombro e incredulidad, intercambiando teorías recién formuladas para dar un sentido a lo que su colega estaba diciendo. —Sí, el original. Me ha llevado mucho tiempo y mucho dinero, pero por fin lo tengo.
—¿Y cómo sabe profesor que se trata del original y no de una burda copia? —A Adam le hubiese gustado mucho formular esa misma pregunta, pero uno de los allí presentes se le adelantó gracias a la timidez del muchacho.
—A través de un conocido contacté con una persona que podía localizar el original, o al menos un tomo igual pero con información ligeramente distinta, la cual pudiera conducirme a la posición en la que ahora me encuentro.
La comunidad científica consideraba la obra de Valverde los desvaríos de un demente influenciado por algún alucinógeno de la época, y el hecho de pensar en un original de un valor intrínseco tan alto como para contener la localización de un tesoro legendario, era algo que a nadie, salvo al esperanzado Dr. Duprey, se le hubiera pasado por la cabeza. Todos estos pensamientos colectivos fueron interrumpidos por la pregunta que formuló un miembro del Departamento de antropología, el profesor Paul Bishop. Sentía curiosidad por saber cómo Duprey había conseguido el ejemplar supuestamente original, y cómo sabía que era tal.
—Respecto a cómo lo obtuve no puedo decirlo, —respondió el Dr. Duprey refiriéndose al libro en cuestión. —Tuve que recurrir a medios no precisamente legales, y he de confesar que las consecuencias no han sido las que me hubiesen gustado, pero puede que gracias a ello esté a un paso de devolver al mundo un tesoro que el mismo dios Amaru escondió. Y respondiendo a su segunda cuestión, le diré que el aspecto del libro denotaba una antigüedad natural, mayor que la de la copia. Además, en él había detalles que, a pesar de no ofrecer nada nuevo, no aparecían en las copias. Como por ejemplo que Rumiñahui fue quien condujo a su pueblo hasta las Llanganates y ocultó el tesoro guiado por Amaru. Y por lo visto el dios emplumado es quien protege el tesoro para que… —el Dr. Duprey hizo una larga pausa mientras se colocaba unos guantes y buscaba en el maletín otro tomo algo más grueso y antiguo, aunque más cuidado, que los anteriores. Los asistentes esgrimieron un gesto de admiración cuando lo vieron, algo que no detuvo al afortunado profesor, quien buscó una página en concreto y leyó en castellano antiguo: —…sus hijos puedan recurrir a él cuando haya llegado el momento de reclamar lo que les pertenece.
Aquella frase enigmática podía referirse a la promesa de una resurrección futura o una tierra prometida más allá de la vida, tal y como los egipcios hicieron acumulando tesoros y otros bienes para la vida después de la muerte. Claro que, según el Dr. Duprey, la importancia de aquella frase no era su significado, sino más bien el hecho de aparecer en un libro distinto pero con el mismo título que los que había mostrado a sus invitados. El libro en cuestión era de tapas gruesas y verdes, con manchas que claramente habían sido tratadas para retirarlas. Duprey lo conservaba en un trozo de tela gris, manipulándolo cuidadosamente con sus manos enguantadas. —Este libro lo leí y comparé con las copias hasta en tres ocasiones, hallando nada más que pequeñas diferencias. Pero en la cuarta intentona tuve la fortuna de que se produjese un apagón en esta parte de Arkham. Impaciente, no acudí inmediatamente a encender el generador de la casa, sino que cogí el candelabro de mi escritorio y lo usé por primera vez desde que lo adquiriese en una tienda de antigüedades de Boston. Se imaginarán ustedes mi sorpresa cuando, al echar un vistazo a una hoja plegada y en blanco que no parecía contener nada, ¡vi a contraluz un mapa dibujado a mano! ¡Tal vez por la mano del propio Valverde! El manuscrito era falso, pues en aquella hoja había una especie de guía escrita por una mano muy distinta a la del manuscrito. Aquel era el auténtico derrotero, una sencilla carta camuflada por algún oscuro propósito en un libro sin indicaciones verdaderas.
El docto grupo prorrumpió en comentarios. Discutía la veracidad de la historia del profesor Duprey, pero no había mayor prueba que el respaldo económico de la universidad, la cual, en otras décadas, había llegado a montar una expedición a la mismísima Antártida, cuando el hombre no sabía absolutamente nada de aquella inhóspita y fría región, tan aislada del mundo que no parecía formar parte de éste. Vincent Duprey puso fin a la discusión continuando con su relato.
—El mapa se lo mostraré en una diapositiva, —Adam se frotaba las manos, deseoso de ver las imágenes del lugar al que no había podido ir junto a la expedición. —Así como algunos tramos de nuestro viaje y de la estructura. —En la mente de los asistentes se dibujaron mil formas distintas al escuchar la palabra “estructura”; incluso los que no creían en la existencia del tesoro, trataban de concebir un último reducto chavín perdido en el espesor de la jungla.
El Dr. Duprey se situó junto al proyector. Junto a él había un objeto envuelto en tela roja que había sido ignorado por todos hasta que se dieran cuenta de que el profesor gustaba de conservar los objetos valiosos en tela. De todos modos permanecería en el misterio, porque el profesor Duprey se dedicó a insertar el carrete con las diapositivas en el proyector, solicitando a uno de los invitados que desenrollase la pantalla que se encontraba al fondo de la sala. Con el silencio que se hizo justo en el momento antes de apagar las luces, se pudieron oír algunas risas procedentes del salón contiguo. Ignorándolas, Duprey presionó el botón rojo del proyector, apareciendo la primera imagen en la pantalla.
Se trataba de un mapa dibujado a mano, bastante tosco a decir verdad. Era un mapa en español que representaba una zona de Ecuador difícil de contrarrestar con mapas actuales, con indicaciones más propias de un corsario que algo geográficamente exacto. De acuerdo con el profesor Duprey, las indicaciones de los nativos y aquel mapa posibilitaron la localización de la supuesta localización del legendario tesoro de las Llanganates. Como ya hiciera meses atrás ante el consejo universitario, el profesor Duprey explicó minuciosamente el itinerario, el cual se haría público próximamente en un informe, con mayor detalle en esta ocasión por el hecho de haberlo recorrido. Adam escuchaba atentamente cada indicación, cada detalle y hasta la más absurda de las anécdotas que el arqueólogo intercalaba para amenizar.
Al parecer, el punto civilizado más cercano al paso de las Llanganates, como el profesor Duprey había denominado a un estrecho camino no transitado por bípedos durante siglos, partía de la ciudad de Ambato. El viaje fue realizado remontando un río en varios botes, transportando equipo diverso y a los miembros de la expedición que, por cierto, aún permanecían allí bajo la dirección de la mano derecha de Vincent Duprey, el estudiante graduado Malcolm Baxter, un prometedor arqueólogo e historiador. La siguiente diapositiva mostraba al grupo expedicionario contento junto a unos botes algo rudimentarios, equipo y unos cuantos guías.
Las diapositivas fueron pasando, mostrando en su mayor parte paisajes sin importancia. Las más impresionantes eran aquellas en las que podía verse la cordillera de las Llanganates a pie de ésta, y también las que ofrecían una vista de todo el valle desde una altura bastante considerable. Pero el Dr. Duprey se detuvo en una en la que no se veía nada más que vegetación, montones de lianas colgando y formando una espesa y verdosa cortina.
—Ese es el paso, —señaló Duprey. —Tuvimos que abandonar los botes para proseguir a pie durante varios kilómetros, justo hasta la cabeza de serpiente. —Una nueva diapositiva dejaba ver una de las tocas que forman las Llanganates y que, según los del lugar, tenía forma de cabeza de serpiente. A los asistentes les costaba distinguir los rasgos de un reptil en ella, aunque cabía la posibilidad de que la erosión dejase una roca prácticamente roma. —No me extraña su asombro, pues les confieso que a mí me pasó lo mismo. Solo un puñado de indígenas conoce esa roca con el nombre que le da el libro. Dimos muchas vueltas antes de llegar a la conclusión de que tenía que serlo, y toda esa vegetación no resultó de ayuda, precisamente.
Unas cuantas diapositivas más mostraban el angosto y tortuoso paso por el que tuvo que penetrar la expedición. —Daba la sensación, cuando salimos de toda aquella marea verde, que estábamos entrando en otra dimensión, en otro plano de existencia. Allí, entre las montañas, había un claro húmedo y fangoso, lleno de charcas, trepadoras, lianas y… una estructura.
El ‘clic’ del mando del proyector volvió a sonar, y en la pantalla apareció la imagen de un paisaje verde y marrón, rodeado por un anillo rocoso, con un techo de frondosos árboles cubiertos de enredaderas. Daba la sensación de que llovían plantas, una capa protectora que ocultaba algo que el profesor Duprey estaba a punto de revelar. Se dirigió a la pantalla y dibujó con un dedo la silueta de una pirámide que ninguno de los asistentes había logrado discernir. —Nosotros tampoco la vimos, —confesó Duprey, —y eso que estábamos allí.
No esperó a más comentarios y aprovechó la concentración de todos los presentes para volver a utilizar su dedo y dibujar unas líneas verticales. —Columnas. —declaró. —Entre la vegetación podrán apreciar una pirámide escalonada de base rectangular; posee una altura aproximada de cincuenta y cinco metros. Está hecha de piedra del lugar, y las pruebas indican que data del siglo XII, una fecha muy anterior a la llegada de Pizarro. —A continuación el profesor Duprey puso una diapositiva en la que podían verse algunas ruinas y columnas dispuestas circularmente alrededor de una charca.
—Suponemos que estas estructuras servían para preparar los sacrificios, así como para celebraciones anteriores o posteriores a los rituales que allí se celebraban. Además… —cambió de diapositiva, —aquí vemos unos restos de adobe y madera que indican la presencia de unas pocas chozas. Tal vez para aquellos encargados de custodiar todo el complejo.
A continuación puso otra diapositiva en la que se podía ver la grisácea y desgastada pirámide desde abajo. Una vez más, el profesor Duprey tomó la palabra.
—Aquí pueden apreciar un desgaste poco importante, porque este pequeño valle interior está protegido por un anillo de montañas. Sin embargo, en las épocas de lluvia este lugar puede llegar a inundarse, porque no existe un punto de evacuación. De ahí la presencia de tan asfixiante vegetación y de un mayor desgaste en la base que en la cúspide.
—Tras varios análisis determinados que la pirámide, o más bien zigurat, es un ushnu, cuyo nombre significa “sitio donde se filtra el agua”. Llegamos a esta conclusión por su tamaño, su disposición y por tener un altar donde realizar sacrificios. Aunque éste fuese desproporcionalmente grande. —En la imagen siguiente apareció un altar de piedra bastante grande, de aproximadamente cinco metros cuadrados, tal y como anunciaba el arqueólogo. No obstante, a uno de los presentes le daba la sensación de que aquello tenía más bien pinta de asiento, y así se lo hizo saber al resto.
—Cierto, —afirmó Duprey. — Nosotros también vimos allí arriba estas depresiones y desniveles en la parte posterior y en los laterales. —Delimitó con el dedo los puntos a los que hacía referencia. —Además vimos esto.
Tras un par de diapositivas más del altar desde diferentes ángulos apareció la de unos escombros justo detrás del mismo.
—Se tratan del respaldo y los reposabrazos de ese gigantesco trono.
Todos cuantos había en aquel salón se pusieron a discutir entre ellos, comentando la incongruencia de un trono así, algo nunca visto. De igual modo, si se trataba de un altar, era muy distinto de cuantos se conocía, ni en la arquitectura inca ni en ninguna otra de todo el globo. Adam, por su parte, se mantenía expectante por cuanto el profesor Duprey tenía que explicar, y esperaba que el misterio quedase resuelto satisfactoriamente.
—Recogimos cuidadosamente las rocas y las catalogamos para reestructurar de algún modo aquel salomónico trono. El señor Pedro Ramírez, representante del gobierno en materia arqueológica y encargado de tramitar todo hallazgo, dio el visto bueno para proceder con la excavación una vez que reunió los documentos legales necesarios. No fue hasta entonces cuando nos pusimos en marcha.
Uno de los asistentes, el profesor de historia Hubert Hamilton, puso de manifiesto su entusiasmo felicitando a Vincent Duprey antes de que éste acabase su presentación. Sin duda, el hallazgo de aquel lugar, independientemente de si contenía un tesoro o no, era todo un logro en sí, porque si se confirmaba la datación, habría que revisar toda la historia de los pueblos indígenas de aquella época.
Como si hubiese estado esperando un comentario así, el profesor Duprey añadió: —Tal vez las inscripciones que encontramos bajo la pirámide les generen más dudas en sus ya sobrecargadas mentes.
El proyector volvió a pasar imágenes, esta vez de diversos miembros del grupo, como Viola Daniels, la geóloga, los ya mencionados Baxter y Ramírez, y un guía llamado Ramón. En otras aparecían las frondosas ruinas que rodeaban a la pirámide.
—En efecto, señores, —el arqueólogo retomó la palabra cuando llegó a la diapositiva que buscaba. —He dicho bajo la pirámide porque debajo hay una serie de túneles y cámaras cuyo propósito desconocemos. No obstante, terremotos, inundaciones y otros fenómenos han derrumbado buena parte de la estructura subterránea. He ahí el motivo de mi regreso, para obtener más fondos y maquinaria para poder abrirnos paso hasta el resto de cámaras sin que tengamos que lamentar daños ni heridos. —En las imágenes podían verse cascotes apilados bloqueando varios túneles. —Y respondiendo al comentario del profesor Hamilton… sí, creo que es más antigua por las inscripciones.
Con la palabra “inscripciones” se volvió a armar cierto revuelo en el comedor.
—No, no especulen, —callaron todos de repente, —sé que no son aztecas, incas, toltecas ni nada que se le parezca; ni siquiera constelaciones… he pensado en ello. Afortunadamente creo que encontré una especie de piedra de Rosetta que podría ayudarnos a descifrarlos.
El profesor cogió por fin el objeto envuelto en la tela roja. Se trataba de una losa de piedra de forma vagamente ovalada y con unos grabados en la superficie. Su tamaño era algo menor que el de una tapa de alcantarilla, y pesaría no más de tres kilos. Por su contorno parecía haberse desprendido de algún sitio. mostró orgulloso aquel artefacto a sus invitados. Adam, aficionado a la criptología, lo analizó rápidamente, distinguiendo doce signos perfectamente dispuestos alrededor de un decimotercero, como si de un reloj de extraño diseño se tratase. Uno de los presentes, el geólogo David Stephens, solicitó a Duprey examinarla por encima. Pesándola con sus propias manos y estudiando la superficie, manifestó que se trataba de diorita, más propia de la región peruana.
—Aparte de la escritura, —dijo el profesor Duprey volviendo a tomar la losa, —lo anguloso de su forma es otro motivo por el cual no decidí dar parte de su descubrimiento al señor Ramírez ni a las autoridades del país. He preferido traerla clandestinamente a Estados Unidos para descifrarla por mi cuenta.
Los allí congregados se dividieron entre los que consideraban aquello una ilegalidad innecesaria y absurda, y los que veían en aquel acto una consecuencia lógica y un acierto dada la burocracia y gobiernos de los países del sur. Adam, por su parte, no pensaba en términos legales ni en metales, sino en cómo pedir al profesor que le permitiese estudiar aquellos signos.
Con esta última discusión acabaron las disputas; el profesor Duprey apagó el proyector, y todo el comedor comenzó a intercambiar impresiones, exceptuando Adam, que estaba absorto recordando los signos y entusiasmado con la idea de poder tener acceso a la losa para, ¿quién sabe?, tal vez descifrar un código o lengua desconocida para la ciencia histórica. Tan sumergido estaba en sus pensamientos que no advirtió que la puerta de doble hoja que comunicaba con el salón se había entreabierto.