II
Para cuando Glen Moore llegó a Nueva York ya añoraba Arkham. Su bulliciosa ciudad, llena de luces de neón, edificios altos y ruido de todo tipo contrastaba tremendamente con aquella que acababa de abandonar con sus casitas grises e inclinadas, sus viejas iglesias a las que les costaba mantenerse en pie, y sobre todo su apacible y desolada campiña donde acechaban continuamente historias siniestras. Además, estaba el hecho de que Nueva York le provocaba la misma sensación que aquella ciudad que le arrebató a su compañero, y poco después cuanto tenía.
Por desgracia, las circunstancias que le habían llevado a Arkham lo devolvieron allí. Pero cual río que discurre hasta el mar, aquel caso fluía hacia una confluencia de corrupción humana. Afortunadamente Glen dejaba a Mark detrás, quizá el tiempo suficiente para atrapar a Nils antes de que el inspector se enterase de la jugada.
Glen veía cómo pasaban los días y no podía hallar ni una sola pista acerca del paradero de Nils Lindstrom. A pesar de haber llegado a Nueva York horas después que él, le había perdido completamente el rastro. Su única pista era el ejemplar de la revista ¿Quién es quién? en el que aparecían varios empresarios de renombre residentes en la ciudad de Nueva York. Entre los entrevistados estaban los herederos del imperio de Andrew Carnegie, el dueño de Aerolíneas Manhattan Arthur Van Slyke, el economista Sherman J. Maisel y el empresario Maurice Tempelsman. Todos neoyorquinos, aunque no necesariamente presentes en la ciudad en aquel momento, pues se trataba de gente que viajaba por todo el país y más allá continuamente. De todos modos Glen tuvo la precaución de pasarse un par de veces por las oficinas y residencias de cada una de aquellas personalidades sin otra recompensa que la imagen de grandes casas lujosas con extensos jardines y edificios de oficinas altos e impolutos.
Era lunes por la noche y la comisaría en la que Glen trabajaba, la sesenta y siete, recibió el aviso de que dos oficiales de mantenimiento de alcantarillas de la ciudad habían encontrado lo que parecía ser un cadáver en uno de los registros. El callejón en el que estaba ubicada la boca de acceso correspondía a un distrito correspondiente a tres comisarías, entre ellas la de Glen. Así que el detective de homicidios Glen Moore tuvo que dejar a un lado su particular caso no oficial y acudir al lugar de los hechos, aunque este posible asesinato podría estar relacionado. Una vez más Glen se olvidaba de que estaba en Nueva York, no en Arkham.
Cuando llegó al cruce, Glen tuvo que atravesar un muro formado por periodistas y curiosos que se estrujaban contra el débil cordón policial que impedía la entrada al callejón de los hechos. Casi al fondo se encontraba la alcantarilla destapada, y a su alrededor se apelotonaban unos cuantos agentes de las comisarías implicadas. El juez no había autorizada todavía el levantamiento del cadáver, por lo que Glen no llegaba tarde y se encaminó hasta el fondo, donde un motor portátil zumbaba incesantemente.
—Vaya, Glen, ¿qué tal tus vacaciones en Nueva Inglaterra? —Un compañero de otro distrito lo saludaba con objeto de averiguar si el detective manejaba alguna información adicional.
—Bien, Roland. Dime, no he tenido tiempo de enterarme de los detalles. ¿Un asesinato en el interior de las alcantarillas?
—Eso parece. He estado abajo y la escena es repulsiva. Hay una monja aplastada contra unas rejas. Su cuerpo está descompuesto y las ratas lo han devorado casi por completo. Además, huele fatal ahí abajo. Todo está tan sucio que será difícil sacar alguna prueba. Pero claro, aquí estás tú…
Aquel último comentario no gustó a Glen, quien echó un lado a su compañero de oficio y, tras ponerse guantes, se dispuso a bajar por las oxidadas y resbaladizas agarraderas hasta alcanzar el fondo de la cloaca, la cual había sido iluminada por una serie de bombillas unidas entre sí mediante un cable alimentado por el motor que había en el callejón. Moore analizó entonces la distancia entre el hueco y el suelo, dándose cuenta de que no habría más de tres metros de distancia. Era muy posible que el asesino empujase a su víctima al interior, o que la coaccionase para que descendiera. No era capaz de imaginarse a una monja bajando por tan difícil escalera, por llamarlo de algún modo, claro que antes tendría que saber la edad de la víctima. Así que el detective observó el suelo mientras oía murmullos procedentes de algún recoveco de aquel entramado subterráneo.
Glen buscaba sangre o algo que indicase que la víctima había sido empujada, cayendo contra el suelo. La tarea era difícil, pues el débil riachuelo viscoso y gris que corría por aquel punto se había crecido debido al taponamiento e invadía la pasarela. Aun así Glen ordenó a uno de los chicos de su comisaría que se encargase de buscar alguna evidencia que pusiese de manifiesto el modo en el que víctima y asesino hubiesen bajado.
Pero Glen no avanzaría demasiado por aquel túnel semicircular cuando tuvo que volverse a dar otra orden al agente al que acababa de asignar una tarea.
—Y cuando acabe, busque a lo largo de estos tubos algún trozo de tela reciente. —El detective reparó en las grandes agarraderas que unían, con menor fuerza en algunos puntos, las diferentes tuberías que corrían a lo largo de la alcantarilla. Todas estaban oxidadas y muchas tenían jirones de ropa, y puede que de piel, colgando de sus oxidados filos. Aunque todos los jirones parecían llevar allí mucho tiempo, alguno podría no llevar tanto y ser de la víctima o del asesino.
Atravesando un par de recodos Glen llegó por fin al lugar en el que estaban reunidos unos cuantos detectives, agentes e inspectores sacando fotografías y analizando la escena del crimen. Glen se puso de cuclillas y analizó detenidamente la amalgama de carne y huesos empotrada entre los barrotes, como si alguien de una fuerza sobrehumana hubiese intentado filtrar a aquella pobre mujer por el hueco entre los barrotes. Por los hábitos no cabía duda alguna de que la víctima se trataba de una monja, y a causa de ese hecho y de la supuesta fuerza que un solo hombre debía tener para tirarla y arrastrarla por la alcantarilla y después repellarla contra los barrotes, a Glen no le cabía duda de que Nils estaba volviendo a actuar, por un motivo que el detective seguía sin poder desentrañar. ¿Sería por mero placer, por venganza contra toda persona cristiana…?
A pesar del agua grisácea que se agolpaba continuamente contra el cadáver, Glen pudo distinguir algunos hematomas, cortes, huesos rotos… La verdad es que dado el estado del cuerpo, iba a ser muy difícil llegar a una conclusión acerca de la causa de la muerte exacta sin la debida autopsia. De cualquier modo, lo que sí estaba claro era que quienquiera que hubiese cometido el delito disponía de una fuerza descomunal, de una capaz de arrancar el brazo a un hombre…
Para cuando el juez decretó el levantamiento del cadáver, Glen ya llevaba un rato dándole vueltas al caso en el callejón. El cadáver fue cuidadosamente retirado, aunque con mucha dificultad, y trasladado para su examen. También se ordenó el análisis del agua estancada y de los muros y barrotes en busca de posibles huellas y otras pruebas. Unos pocos agentes iniciaron la laboriosa y desagradable labor de buscar entre el cieno y en las mohosas paredes curvadas.
Glen habló con el agente al que había dado la orden de buscar ciertas pruebas.
—No he encontrado nada de lo que me dijo señor. —Glen no las necesitaba, claro, pero le hubiese gustado tener alguna más que confirmase la autoría de Nils. —Sin embargo, al volver a subir he visto esto. —El agente hizo que su superior lo acompañara abajo, yendo delante. Pero no llegarían hasta el fondo, pues el agente hizo que Glen se detuviera justo bajo el registro.
—Fíjese justo detrás de esa agarradera.
El detective pudo distinguir, tras unos segundos fijando la mirada, un arañazo en la verdosa pared. Era de una mano derecha, y la sangre reciente. Si se hubiesen desprendido uñas, éstas ya se las habría llevado la corriente que anteriormente invadía la pasarela. Pero lo que aquello ponía de manifiesto era que el asesino había cargado con su víctima hasta el interior de la alcantarilla y que ésta estaba aterrada hasta el punto de querer escapar aferrándose a la pared.
—Comuníquelo al resto, —ordenó Glen al agente. A continuación salió fuera y se dispuso a irse de allí, cuando fue interceptado por el detective que lo recibiera antes.
—Moore, ¿no te quedas para interrogar a posibles testigos? —le preguntó su colega cogiéndolo por el brazo.
—No, debo irme. Ya lo leeré en el informe.
—Tienes algo, ¿verdad? Cuéntamelo, podríamos trabajar en esto junto y atrapar a ese malnacido.
—Ese agente podrá darte más detalles. —Glen señaló al policía que le había estado ayudando y que acababa de salir del registro. —Ya sabes que prefiero trabajar solo.
—Sí, lo entiendo. —Aquel detective soltó el brazo de Glen y dejó que se marchase, pues conocía bien el declive de su colega desde que éste perdiera a su compañero años atrás. —Pero mantenme al tanto, ¿vale?
Lo que el detective Moore hizo fue acudir al laboratorio del médico forense para ser el primero en leer los resultados y en ver el cadáver una vez analizado. Los detalles, sabía él, iban a ser insignificantes, pues lo que buscaba era una evidencia que pusiese de manifiesto la implicación de Nils Lindstrom en el asesinato.
Tras aproximadamente cinco horas esperando en la sala adjunta al laboratorio, donde no apareció nadie el tiempo que Glen caminaba de una lado para otro con impaciente, el forense le permitió pasar para explicarle lo que la autopsia había dado de sí. Desgraciadamente se acercaba la hora del amanecer, y Glen no había pegado ojo, por lo que se encontraba seriamente cansado.
Al entrar vio aquella amalgama gris verdosa a la que se le había retirado el hábito de monja, reconocido como tal, el cual descansaba ahora sobre una mesa de exploración de aluminio. Según el forense, que explicaba al detective cuanto había recogido por micrófono, efectivamente el cuerpo presentaba heridas diminutas, producto de la depredación de los roedores. Tenía la espalda y las costillas rotas, posiblemente a consecuencia de una presión tremenda al haber sido encajado entre los barrotes. Asimismo, los hematomas y arañazos que lucía parecían tener su origen por el mismo hecho. Afortunadamente la difunta no debió sufrir ningún dolor, ya que presentaba un corte profundo en la garganta, de trazo diagonal y efectuado por una persona diestra. Dicho corte sugería el uso de un arma blanca curvada, casi con toda seguridad una especie de puñal curvado y dentado o poco afilado, pues el corte no era limpio. Quizás lo más acertado fuese un gancho de carnicero, aunque la fuerza necesaria para dejar aquella herida en un ser humano era considerable.
—Tan considerable como para aplastar a una persona contra unos barrotes, rompiéndole los huesos. ¿Verdad doctor? —Glen hizo esa apreciación ante el atónito forense, cuya prominente barriga comenzaba a pedir alimento.
—Sí… Tenga usted en cuenta que la presión necesaria para aplastar un cuerpo humano de tal forma sería de… yo diría… unos quinientos newtons o más. Claro que podrían haberlo hecho varias personas.
Mientras Glen y el forense hablaban la Policía no pudo hallar ninguna prueba en la escena del crimen que aclarase la identidad del asesino, ni tampoco se había podido encontrar a ningún testigo que viese a una monja por allí acompañada de alguien vestido normal.
Con todo lo que el forense le había dicho, Glen tomó la determinación de vigilar más activamente las residencias y centros de trabajo de los entrevistados en aquel número de la revista ¿Quién es quién? Además, iría a hoteles, hostales, edificios de apartamentos y cualquier tipo de hospedaje dando su número de móvil y la descripción de Nils. También buscaría en el registro cualquier contrato en el que apareciese el nombre de Nils Lindstrom, aunque no creía que el chico hubiera cometido el mismo error que en Arkham. Eso sí, no solicitaría ayuda a nadie del departamento. Aquello era algo de lo que debía encargarse él y nada más que él.