por Sconvix el Jue Jul 01, 2021 3:12 pm
II
Lo que depara el destino al hombre es impredecible; lo que es seguro es que tiene que subsistir, buscar cobijo y alimentarse. El esquimal sale todos los días de caza; no puede fallar ni uno solo, ni siquiera por enfermedad. No puede ir al supermercado de la esquina y comprar algo, tiene que ganarse la vida diariamente, descansando lo justo y necesario, olvidando horarios y dejando para otros las festividades. Así, como un esquimal, se sentía el cazador de recompensas Lee Innes, quien se dirigía a una cita que le resultaba de lo más extraña. ¿Por qué diablos se había interesado por él un senador de Indiana?, se preguntaba una y otra vez. Pero como el esquimal que sale a cazar, él debía ganarse igualmente el pan, sin importar el cliente ni el objetivo. Lo que tenía claro es que debía tratarse de algún asunto personal, algo que no podía ser filtrado a los medios ni a las autoridades. Y si estaba recurriendo a un personaje tan sórdido como él, o así se consideraba Lee a sí mismo, seguramente era un trabajo sucio. Aunque ello no le importaba si gracias a él salía adelante un día más.
En su destartalado Focus plateado Lee conducía hacia el vertedero municipal de Washington, para estar allí con hora y media de antelación aproximadamente. En aquel viaje tenía pocos cabos que atar; posiblemente nada más que uno: ¿quién lo había recomendado? La única persona que podría haberlo hecho era su antiguo compañero, Anthony Carss, pero dudaba mucho de que hubiera sido él. Al recordar a su compañero Lee se volvió algo melancólico, y decidió poner algo de música para acompañar y olvidar un poco también el dolor que tenía en la espalda de ir tanto tiempo sentado en el coche. En esa ocasión puso The boxer, de Simon y Garfunkel, la cual le hacía recordar su juventud en Detroit, cuando no era más que un gamberro al que todos conocían como “la cobra”, porque con un golpe dejaba seco a cualquiera. Bueno, a cualquiera menos a la giganta californiana…
También pensó en Anthony, de ascendencia británica, concretamente de un pueblecito próximo a Newcastle llamado Darlington, a donde llegaron a planear ir de viaje en vacaciones. Obviamente, y dadas las circunstancias posteriores, aquello jamás llegó a plasmarse. Fue Anthony quien le aficionó a la cerveza con lima. —Algo común en Gran Bretaña, —le decía. Y él al SevenUp en horas de trabajo. Formaban un buen equipo incluso para eso. A la hora de la faena también se compenetraban. Anthony era, y seguiría siendo, un hombre exageradamente veloz, y la contundencia de Lee era el complemento ideal, haciendo de ellos el tándem perfecto.
Un cigarrito más, porque pronto llegaría a las vías muertas junto al vertedero.
Al fin llegó a aquel maloliente sitio, rodeado de basura y lleno de vagones viejos y pintarrajeados. A pesar de lo desagradable a Lee no le extrañó el punto de encuentro. Fiscales, inspectores, jueces e incluso políticos llegaban a reunirse en los lugares más inverosímiles. Seguramente no era la primera vez que se producía una reunión allí, aunque Lee hubiera preferido un balneario para darse un baño en condiciones y de paso evitar micrófonos. Pero, en fin, el dinero es el dinero. Hay que cogerlo y no hacer preguntas.
Aparcó en un punto apartado, se encendió otro cigarro y se dio una vuelta para estudiar los alrededores. Sus grandes pies aplastaban con las botas de gruesas suelas la gravilla, mezclada con jeringuillas, mecheros vacíos, envoltorios y mil cosas más. Era imposible caminar por allí sin hacer ruido con cada paso. O el senador Harold Lindstrom conocía el lugar, o se lo habían recomendado. Algunos vagones tenían las puertas soldadas y las ventanillas rotas, mientras que otros contaban con candados en las puertas y las ventanas intactas y con bastos brochazos de puntura blanca, por lo que a Lee le resultó patente que la reunión se produciría en uno de ellos. Así que en vez de indagar más volvió al coche, y se quedó allí fumando tranquilamente hasta que vio llegar un sedán negro.
El sedán aparcó junto a uno de los vagones, con la palabra “Bud” pintada con letras grandes y verdes. Del vehículo bajaron dos hombres altos y fuertes, y un tercero bajito y rechoncho, todos ellos trajeados. Seguramente quedaba un cuarto, el conductor. A Lee no le importó la presencia de un mínimo de guardaespaldas, sobre todo porque él sacaba un buen palmo a ambos. Se terminó el cigarro y llevó su coche hasta donde se encontraba el sedán, pero lo aparcó de culo, para una huida más veloz en caso de necesidad. No es que creyese que fuera a tener que salir corriendo, más bien lo hacía por costumbre. Cuando bajó del coche echó un vistazo al sedán, por si llegaba a distinguir al conductor. Como los cristales eran tintados y todas las ventanas estaban subidas, le resultó imposible.
Golpeó la puerta por la que habían entrado los tres individuos. Uno de los fornidos guardaespaldas, cuya arma Lee pudo ver con facilidad, le abrió, apartándose sin decir palabra. Lee extendió los brazos hacia los lados para que le registrase, cosa que el guardaespaldas hizo enseguida, quedándose con el revólver del cazador de recompensas. Mientras era cacheado, Lee se fijaba en el interior del vagón. No tenía nada que ver con el exterior, ni mucho menos. Los paneles de madera habían sido recubiertos con planchas de acero, y los cristales de las ventanas estaban demasiado limpios como para no pensar en una renovación. Además, el pasillo central lucía una maqueta de color azul oscuro, muy limpia y carente de marcas. A cada lado del pasillo había una fila de dos asientos, pero los del medio estaban girados, es decir dos dispuestos frente a otros dos en cada lado. Y allí, en uno de ellos, en la fila izquierda, se encontraba sentado de espaldas el senador Lindstrom, mientras que en el otro extremo del vagón el otro guardaespaldas andaba pendiente al cacheo, alerta.
Una vez finalizado el cacheo, Lee se dirigió hasta la mitad del vagón.
—Tome asiento, por favor.
El senador Lindstrom tenía en el asiento de al lado un maletín de cuero color marrón y cierres y asa dorados. Lee se sentó en el asiento diagonalmente opuesto, con el guardaespaldas que lo había cacheado frente a él, pero con el otro fuera de su ángulo de visión, aunque podía ver su reflejo borroso y diminuto en la cromada estructura metálica de uno de los asientos.
—Verá, señor Innes, —empezó el senador. —Necesito de sus servicios y…. bueno, lamento enormemente haber tenido que recurrir a este lugar tan poco vistoso, pero apropiado como usted comprenderá.
Aquel “como usted comprenderá” ya empezaba a confirmar lo que Lee llevaba sospechando desde que recibiera la llamada telefónica: que lo que iba a tener que hacer era ilegal y que, por cierto, le daba igual con tal de cobrar.
—En fin, —volvió a hablar el senador Lindstrom, quien parecía no arrancar nunca. —¿Es usted padre? —Lee negó con la cabeza. —Yo sí, y me preocupa mucho mi hijo. Quiero velar por su seguridad, y por su bienestar. Sé que últimamente no le ha ido demasiado bien, y sospecho que quizá pueda estar siendo influenciado por malas compañías.
Conforme hablaba, el senador ponía el maletín encima de su regazo. Lo abrió y sacó una fotografía de su hijo.
Lee cogió la fotografía y la examinó. —Un chico apuesto, —fue todo cuanto comentó.
—Sí, su madre dice que no se parece a mí en eso, afortunadamente. —Lindstrom soltó una risotada de lo más desagradable al exhibir unas fauces llenas de dientes de postizos, seguida a continuación por un rostro serio.
—“Lo que quiero de usted, señor Innes, es que localice a mi hijo y me lo traiga. Está siendo buscado por la Policía de Arkham, donde estudia economía, en la Universidad Miskatonic. Está acusado de atraco a un banco, doble homicidio e intento de asesinato. —Lee se quedó absorto ante tantas acusaciones. —¿Verdad que es raro? Pero parece cierto. No creo que mi chico, criado en un buen ambiente y con una educación como la que ha recibido tanto en casa como en la escuela, haya sido capaz de tales atrocidades. Es más, creo que alguien trata de inculparle, haciendo uso, al vez, de la tecnología.
A continuación el senador sacó un periódico, un número del Arkham Advertiser, en cuya portada podía verse a su hijo arrancándole el brazo a un vigilante de seguridad. Lee lo observó detenidamente, y le pareció absolutamente imposible, aunque no del todo…
—Increíble, ¿verdad? —dijo el senador sacando al cazador de recompensas de su estupefacción. —Esto debe ser un montaje hecho por ordenador. Pero un montaje ilógico porque una persona, y mucho menos mi hijo, tendría fuerza suficiente como para arrancarle el brazo de cuajo a otra.
Lee pensó inmediatamente en Jennifer Armbruster, quien esperaba siguiese encerrada en la cárcel. Claro que, Jenny era una giganta, y Nils un chico de complexión normal. ¿Y si él conocía también el cántico que tanto vigorizó a la culturista antes de la pelea? Sería demasiada coincidencia.
—¡Todo esto no es más que un burdo montaje! —Lindstrom soltó una falsa carcajada. —No hay más que verlo y pensar un poco. Esto lo han hecho por ordenador, para culpar a mi hijo. ¡Y los muy tontos del periódico van y lo publican! Fíjese bien y se dará cuenta.
Lee cogió el periódico que el senador ponía frente a su cara. Lo que la lógica sí le decía era que aquello resultaba imposible.
—Se da cuenta, ¿verdad? —insistía el senador con un tono alto e hilarante. —Por favor, está tan mal hecho que hasta a Kevin le pareció ver un cocodrilo o algo así superpuesto. —Lee escrutó la foto mientras su interlocutor señalaba al guardaespaldas rubio que había al fondo.
—¿Y lo del banco? —Lee tuvo tiempo de leer parte de la noticia y preguntó al senador, quien no había mencionado ese hecho.
—No tengo ni idea. Mire, Nils no tiene necesidad de atracar un banco. ¡Su padre es senador! Ni tampoco tiene fuerza para arrancar un brazo a nadie. Es más, hace poco estuvo en el hospital porque sufrió un desmayo. Yo creo que lo están chantajeando.
—¿Quién?
—No lo sé… pero creo que está asustado. Sé que se ha visto obligado a abandonar el campus, y de no haber sido por Damon, —señaló al guardaespaldas de pelo puntiagudo que protegía pacientemente la entrada, —le habría perdido la pista.
Acto seguido el senador sacó otro periódico; en esa ocasión un ejemplar del The New York Times. Los dedos del senador fueron doblando los picos inferiores de las páginas hasta llegar a la sección de sociedad, para entregar al cazador de recompensas otro artículo acompañado de una fotografía.
AMELIA CONOCE A UN HOMBRE MISTERIOSO
Una vez más la deslumbrante Amelia Van Slyke está haciendo manitas con un hombre misterioso. Su galán parecía tener buena planta, y sus rasgos orientales y porte dan que pensar. ¿Qué dirá el magnate sobre los escarceos amorosos de su hija? Porque, por supuesto, siempre estará ‘papaíto’ para opinar. Pero quizás este príncipe encantador posea la fórmula. Sigan atentos a esta columna para futuros acontecimientos.
—Le explico quiénes son, señor Innes. La pareja a la que se refiere el artículo es la señorita Amelia Van Slyke, hija del dueño de unas aerolíneas muy conocidas de nuestro país, y Hwanga Chang, hijo de un traficante chino que opera aquí al lado, en Nueva York. ¿Y ve esa cabecita que asoma tímidamente entre los invitados de la fiesta? —El senador señaló un rostro borroso, aunque hasta cierto punto identificable. —Ese es mi hijo, Nils.
En ese momento a Lee el caso le pareció complejo, porque si lo que pretendía el senador es que él averiguase quién o quiénes estaban chantajeando a su hijo y por qué motivo, él no era su hombre, porque lo que necesitaba era un detective serio. Pero la cosa podía ser mucho más sencilla, teniendo que buscar y localizar a Nils, llevárselo con él por las buenas o por las malas, y mantenerlo escondido el tiempo suficiente hasta que todo se calmase y solucionara.
—Lo que quiero que usted haga es que me traiga a mi hijo, sano y salvo. —Lindstrom puso por fin las cartas sobre la mesa. —No quiero que indague nada. No quiero policías ni prensa. Tan solo quiero que me lo traiga y yo me encargaré del resto. Y por ello estoy dispuesto a pagarle una jugosa suma.