III
Lee Innes abandonó en su vehículo las vías muertas de aquel vertedero municipal de Washington D.C. En su cabeza repasaba los gestos y el modo de expresarse del padre de su objetivo. Su sensación era que las razones para localizar a Nils no eran meramente fraternales, sino más bien políticas. Lo que el senador Lindstrom trataba de hacer era impedir que su hijo manchase su nombre. Por otro lado, quedaban las incongruencias del atraco, las muertes, el asalto y demás factores en los que el cazador de recompensas no estaba dispuesto a ahondar. Y, a decir verdad, no era el momento de nada. Pensaba pulirse parte de lo adelantado en cargarse un par de putas y una botella de güisqui. Así que se dispuso a poner una canción que encajase con el momento y ya vería en qué momento comenzaría el trabajo.
Pero al dejar de pensar en todas esas cosas y apartar la mirada de la carretera un segundo, pudo ver por uno de los retrovisores las luces de otro vehículo, un Audi de color azul oscuro, y no el sedán negro como podía haberse esperado. A pesar de que aquella carretera era poco transitada, podía darse la casualidad de que alguien condujese por ella a esas horas; ¿no lo hacía él acaso? Además, si lo estuviesen siguiendo, su perseguidor lo estaría haciendo francamente mal, pues lo había detectado en seguida, sobre todo con tanta oscuridad. No obstante, ¿qué hacía un coche tan lujoso por allí? ¿Hombres del senador, policías, un detective, Nils…?
Pero todas esas preguntas y suposiciones no servían de nada, porque Lee vio al par de focos zigzaguear, como si el coche estuviese fuera de control. Los vaivenes a un lado y otro de la vía se hacían cada vez más abiertos, provocando que el vehículo acabase saliéndose de la carretera y deteniéndose en el arcén tras chocar con la ladera de tierra. Lee no se lo pensó mucho y frenó, dispuesto a averiguar la identidad de su supuesto perseguidor, o a ayudar a quienes hubiese dentro en caso de tratarse de una casualidad. De todos modos, dejó su coche en marcha, por si acaso.
El vehículo que estaba en la cuneta era un Audi A4. A pesar de la oscuridad, y en parte gracias a las luces de ambos coches, Lee pudo distinguir que solamente había un ocupante: una persona de pelo largo y descuidado y de complexión delgada. Abrió la puerta del conductor, pues la del acompañante no era accesible. El accidentado era un hombre de unos treinta y cinco años, bastante delgado, de altura media, con el pelo largo, hasta los hombros, enmarañado y graso. Lucía una barba de dos días, pero por lo demás parecía aseado: no olía a nada raro como cabría esperar y sus uñas y manos parecían cuidadas. Lee no pudo distinguir ningún olor extraño, ni en el coche ni en aquel individuo, quien vestía una camiseta ochentera y un pantalón vaquero desgastado.
—Eh, amigo. ¿Se encuentra bien? —Lee tomó por el hombro a aquel tipo y lo movió suavemente.
Aquel hombre se había golpeado la cabeza contra el volante, pero nada serio. Estaba bien, aunque algo aturdido.
—¿Por qué me seguía? —Lee no quiso andarse con rodeos, y soltó aquella pregunta para salir de dudas lo antes posible, respondiese aquél lo que respondiese.
El accidentado se enjugó los ojos con las manos, tratando de despabilarse; luego dijo al cazador de recompensas: —Te encuentras en peligro.
Aquella respuesta sorprendió sobremanera a Lee, pues no se la esperaba, ni mucho menos. Era tan intrigante que quiso averiguar el porqué presionando un poco al accidentado.
—No te precipites, Lee, —añadió el accidentado al sentir la presión en su hombro izuierdo. —A un par de kilómetros de aquí hay una cafetería de carretera llamada Noche y día. Allí podemos hablar tranquilamente.
A Lee no le gustó nada que aquel tipo tan extraño y de aspecto débil y desaliñado supiera su nombre y le hablase con tanta confianza, y menos aún que cada uno fuese en su coche, así que se lo hizo saber. El otro se encogió de hombros, y le dijo que irían juntos en el Focus, sin problema ninguno.
—Ya vendrá alguien a recogerlo, —dijo, refiriéndose al Audi.
Aquella indiferencia y el comentario no hicieron sino calentar más la cabeza del ya confundido Lee Innes.
Dispuesto a esclarecer la situación y la identidad del ya confeso perseguidor, Lee accedió a ir juntos en su coche, en buena medida porque aquel tipejo no parecía llevar arma alguna ni representar la más mínima amenaza. Y así fue como lo hicieron en la negrura de una noche carente de estrellas y en un lugar tan aislado como olvidado.
Los dos permanecieron en silencio a lo largo de los algo más de dos kilómetros que separaban el punto del accidente de la cafetería. El local era la estructura típica: una entrada en un lateral, con una extensa barra que se extendía a lo largo de casi todo el salón, el lado opuesto lleno de mesas y asientos alineados, y una cocina amplia en la parte trasera, donde seguramente había una puerta y fuera los contenedores de la basura.
Lee y su acompañante eran los únicos clientes. Una chica de veinte y pocos años mascaba chicle aburrida detrás de la barra, murmurando su incomodidad al ver entrar a dos clientes a esas horas en un sitio como aquel. Los dos pidieron café: el cazador de recompensas sin leche ni azúcar, y el perseguidor con mucha leche y mucho azúcar. Lee estudió a aquel personajillo, tan sumamente distinto a él, cuyo aspecto descuidado le desagradaba. Pero había algo en él…
—Ah, Iron Maiden, —dijo Tom refiriéndose a la camiseta de Lee. —Yo prefiero el folk, soy más de campo.
El cazador de recompensas vio en aquel comentario un modo de abordar el tema con rodeos, algo que no le gustaba.
—¿Por qué me seguía señor…?
—Eso da lo mismo ahora, carece de importancia. Basta que te diga que sé quién eres y con quién fuiste a entrevistarte. El motivo de la reunión me es indiferente, no me interesa lo más mínimo. Supongo que el senador Lindstrom precisa de tus servicios para tapar algo. Pero te insisto, no me importa.
—Entonces… ¿por qué me dijo que estaba en peligro? —A pesar de las confianzas de aquel tipo, Lee no dejó de llamarle de usted.
—Verás, —Tom bajó el tono y se puso más serio. —Sé que te has dado cuenta de que no soy un mero fisgón, entre otras cosas por el vehículo que conduzco, o por el hecho de conocer tu nombre y otros detalles. Créeme cuando te digo que sé muchas cosas acerca de ti y del senador, entre otros. Sin embargo, como ya te he dicho, olvida todo eso. Lo importante es que corres un gran peligro. ¿Qué peligro es? No tengo ni idea. ¿Por qué lo sé? Porque así lo he sentido.
—¡Venga ya!
Lee hizo un gesto despreciativo hacia su interlocutor, y se hubiera marchado si la intriga y la mirada de aquel tipo no lo hubiesen retenido. Se dio cuenta de que ese hombre además de flaco y débil era muy listo. Su forma de hablar, a pesar del tuteo, era correcta, sus modos y gestos, todo muy bien medido; aparte estaba su falta de expresividad, algo que imposibilitaba el escudriñamiento psicológico. Aquel hombre estaba entrenado.
Ahora, sentado frente a él, encendiéndose otro cigarro y dando sorbos a su café, Lee tenía la impresión de que aquel tipejo no era un cualquiera, sino más bien alguien inteligente, capaz de ocultar sus emociones como un profesional.
—Y dígame, señor… —Lee volvió a insistir en averiguar el nombre de aquel tipo recurriendo a una argucia muy simplona.
—Mi nombre no viene al caso, —respondió Tom. —Ni siquiera el tuyo. Te investigué en relación al caso Lindstrom, eso es todo. Mi interés por tu bienestar es independiente de mi conocimiento de tu identidad y circunstancias.
El cazador de recompensas dejó el cigarro en el cenicero y optó por poner las cartas encima de la mesa.
—Está bien, señor… equis. Su nombre no importa. No pasa nada. Tampoco a mí. Lo que realmente me importa es por qué el señor equis me seguía. ¿Por qué no se fue para el senador directamente y le tocó los huevos a él?
Tom se mesó la poca barba que le cubría el mentón, pensando en la manera de explicar a aquel mastodonte, quien no dejaba de menearse en su asiento, el motivo de su interés.
—Hace un tiempo que me olvidé de Harold Lindstrom, porque he indagado lo suficiente como para tener la certeza de que no anda metido en nada turbio. Nada excepcionalmente turbio ni por lo que preocuparse, quiero decir. Digamos que tuve… una corazonada, llamémoslo así. Algo me impelió a acudir a este punto, donde os reuniríais. No creas que poseo un gran intelecto por ello, nada más lejos. Este lugar de reunión es conocido, y como te habrás dado cuenta no sé nada de la conversación que habéis mantenido, lo cual no quiere decir que no me interese ahora.
—Vaya al grano. —Lee se impacientaba.
—Como te digo, tuve una corazonada. Sentía la necesidad de estar presente porque podía acontecer algo importante. No obstante, no iba a ser lo que yo esperaba. En lugar de producirse un enfrentamiento o algo parecido, vi que tú eras una víctima. Y no me pidas detalles, es la sensación que tuve, y que sigo teniendo.
—¿Víctima de quién?
—No lo sé, pero te he visto morir.