EL COMIENZO DE UNA AVENTURA
I
La tarde era fría y gris a pesar de la época del año. En el cielo se arremolinaban nubes oscuras preñadas de agua y descargas eléctricas, cerniéndose amenazadoramente sobre una ciudad que aquel día despediría a una de sus mayores amenazas. Era como una bestia viva que se preparaba para purgar los pecados de sangre una vez desinfectada de aquel mal que la mantenía en vilo.
Bajo ese cielo oscuro una multitud iba congregándose en el cuadriculado Cementerio Marble. La mayoría orientales, unos cuantos curiosos, algunos que querían expresar sus falsas condolencias al afligido tío, y algún que otro periodista sin nada mejor que cubrir. Entre todos, el detective Moore, el cazador de recompensas Innes y un tipo delgado y de aspecto desaliñado, contrastando entre tanto traje negro y ancho.
Lee y Glen tenían los ojos abiertos buscando a Nils y/o Amelia, al presunto asesino y a la “gran dama”, como la llamaban ellos mismos. El tercero, Thomas, pensaba en su sueño premonitorio.
Nadie lloraría ni una sola lágrima mientras el ataúd de roble descendía al interior de la tumba, pues así lo exigían las costumbres. Tampoco habría lamentos ni discursos, solamente el pesado caer de paladas de tierra encima de la tapa del lujoso féretro. Tani Chin fue de los primeros en marcharse, esperando entre los vehículos a que todo acabara, escudriñando cuantos coches pasaban de largo.
El clima respetó la ceremonia, manifestándose justo al finalizar ésta. Una pesada lluvia empezó a caer, obligando a los presentes a abrir sus paraguas o sus gabardinas y a echar a correr en dirección a sus automóviles. Solamente se quedó Thomas, mojándose y esperando mientras Lee fumaba resguardado bajo un ciprés. Al rato los dos volvían a reunirse con Glen en la cafetería de siempre, esta vez sin Tani. Allí compartieron información, en esa ocasión sin guardarse nada. A Lee le costaba creerse todo aquello, mientras que Thomas mantenía la compostura, no sorprendido pero sí algo más acostumbrado. Todo se reducía a encontrar a una o a otro, a Amelia o a Nils. Por eso, el detective se iría a comisaría a emitir por fin la orden de busca, pero no de captura, mientras que los otros dos esperarían noticias tras visitar Greenwich Village.
Cuando Glen se marchó, el espía y el cazador de recompensas se quedaron solos. Lee trataba de paliar un poco su dolor de espaldas estirándose; mientras, Thomas pensaba.
—¿Quieres que le pongamos fin a esto? —dijo Thomas por fin.
Lee dejó de moverse de golpe. —¿Nosotros dos solos, quieres decir? ¿No le decimos nada a Glen?
—Él no está preparado, y ya ha sufrido bastante. Iremos nosotros. Sé dónde se hospeda Nils.
—¿Quién te lo ha dicho? —Lee no salía de su asombro.
—Mis contactos, ya sabes… Dame unos minutos. —Thomas se levantó y fue hacia la entrada, cerca de la cual había un teléfono público. Allí permaneció pegado media hora, hablando a ratos y sin que nadie le molestara. Cuando por fin regresó a la mesa le dijo al grandullón que tendrían que esperar, así que pidieron algo de comer mientras.
—Tú no usas teléfono móvil, ¿verdad? —Lee decidió preguntarle por fin a su improvisado compañero. —¿Por qué no? ¿Es una manía? ¿O acaso eres de esos tipos raros, y mira que lo eres, que no confían en la tecnología o que no se atreven a dar el paso?
El espía respondió sencillamente con una mueca y media sonrisa, y prefirió no comentar nada al respecto, a pesar de que Lee no dejó de intentarlo. Sin embargo, la insistencia del cazador de recompensas se vería interrumpida cuando el otro comensal se volvió a marchar a la cabina, llevándose consigo una servilleta de papel y pidiendo prestado un bolígrafo a la camarera. ¡Era tan desastroso que no llevaba ni lo básico encima! La impresión que Lee se estaba formando de aquel tipo era que improvisaba sobre la marcha, que siempre llevaba lo mínimo y lo justo.
—Nos vamos, —le dijo Thomas dejando un billete de veinte dólares en la mesa, insuficiente para pagar todo lo que Lee había consumido. Los dos salieron y se subieron al Focus del cazador de recompensas con cierta prisa.
—¿A dónde vamos? —preguntó Lee mientras se encendía otro cigarrillo antes de arrancar.
—A Greenwich Village.
—¿Dónde los maricones?
—Tuviste un gran acierto al localizar a aquel taxista. Verás, el señor Dank, el director del banco que atracó Nils en Arkham, tenía registrado el contenido de las cajas privadas, acorde a la ley por supuesto. Los números de serie de cada billete también; algo minucioso pero efectivo en casos como este y un requisito esencial según para qué aseguradoras. Con esos billetes Nils pagó su alquiler en Arkham, no con el de papá, a quien muy posiblemente ni conozca. Con esos billetes se pagó también el tren para Nueva York; con esos billetes posiblemente pagase al taxista que interrogaste, así como a otros tantos; y con esos billetes ha hecho una compra en una tienda de deportes en dicho barrio, no hace mucho. Así que vamos para esa tienda.
—Pero a esta hora, la tienda estará cerrada o a punto de cerrar, —observó Lee, quien ya conducía por las atestadas calles de Nueva York.
—No te preocupes, estará abierta cuando lleguemos. Tenemos que preguntar por el encargado, Greg Harrison. En marcha.
Con el tráfico de Nueva York la variopinta pareja tardó bastante en llegar a Greenwich Village, no tanto en localizar Deportes Harrison, la tienda de deportes que Nils visitase hace muy poco. Una vez allí, con casi todas las luces apagadas y los escaparates chapados, el somnoliento encargado esperaba la llegada de dos “agentes” de paisano a quienes debía recibir para confirmar la numeración de determinados billetes que horas antes debió comprobar. Al ver al gigante de pelo cano y puntiagudo sí le pareció que los agentes habían llegado, pero al ver al tipo canijo y nervudo de pelo largo no lo tenía tan seguro.
Thomas sacó otra placa, en esta ocasión del F.B.I.
—Buenas noches caballero, ¿el señor Harrison? Soy el agente Travers, y aquí mi compañero el detective Innes. Enséñenos los billetes por favor. —Thomas habló con la autoridad propia de un agente experimentado, algo que sorprendió hasta el mismo Lee.
El espía se puso a comprobar minuciosamente la numeración de una serie de billetes de cien ante la fatigosa e impaciente mirada de aquel encargado rollizo y cincuentón, quien sudaba copiosamente como consecuencia del bochorno de la noche de verano. Mientras, Lee se comportaba como un niño admirando ballestas y otros “juguetes”, como él los denominaba, yendo de aquí para allá por la sala de exposición y moviéndolo todo ante la desesperación del señor Harrison.
—Vaya, entonces tienen que llevárselos, —dijo el encargado decepcionado cuando Thomas confirmó la procedencia del dinero.
—No, —respondió el espía campechanamente. —Si a mí esto no me sirve para nada, y para usted es una buena caja. Ya se lo llevará otro, si viene… Lo que necesito es que me diga cómo era el tipo que usó este dinero y qué compró con él exactamente.
Lee dejó de pulular por la sala y se acercó al mostrador donde su nuevo compañero y el encargado de la tienda conversaban.
—Pues veamos las grabaciones, —dijo, señalando cada una de las cámaras que había detectado mientras probaba cosas.
—¿Para qué Lee? —preguntó Thomas. —Aquí el señor Harrison nos lo va a decir.
Efectivamente, el encargado procedió a dar una descripción que encajaba perfectamente con la de Nils Lindstrom exceptuando que se había dejado algo de barba y el pelo más largo, además de ir poco aseado. De todos modos, le extrañó que aquel agente, además de no querer llevarse los billetes como prueba, no quisiese echar un ojo a las grabaciones para asegurarse. En cuanto a las cosas que compró, fueron: ropa de abrigo, una canoa hinchable con accesorios varios, barras luminiscentes, botas de escalada, cuerda, etcétera. De los elementos más moderno, el cliente tuvo que dar una descripción no muy certera para dar a entender lo que era cada cosa, y a continuación recibir algo de explicación de su funcionamiento, como la forma en la que se hinchaba la canoa, algo que resultó de lo más curioso al señor Harrison.
—Un momento, un momento. —Thomas detuvo al encargado. —Si no le importa, mejor me saca una copia de la factura o me lo escribe todo en una hoja. Ah, y de paso me dice la dirección a la que envió todo esto, porque supongo que el cliente no se llevaría todo esto a cuestas.
—No, si el caso es que no se envió a su domicilio, —la respuesta de Harrison dejó intrigada a la pareja de pseudo agentes. —Se envió todo al aeropuerto Kennedy, a la pista número doce y a nombre de la señorita Amelia Van Slyke.
Lee y Thomas se miraron con los ojos muy abiertos. Un segundo más tarde estaban corriendo hacia el coche, dejando al encargado con las gafas puestas y buscando una copia de la factura.
—Un momento, ¿por qué corremos? —Thomas hizo que su amigo se frenase en seco. —No vamos a llegar. Ya se ha ido. La pista doce está reservada para vuelos privados. Y ya sabemos adónde ha ido.
—¿Ah, sí? ¿Lo sabemos?” —Lee no parecía muy convencido.
—Piensa Lee, piensa un poco. —Thomas insistió a su fornido compañero.
—Joder, te estaba vacilando. ¿Te crees que me ha afectado el alcohol? Bueno sí, un poco. Y el tabaco también. Ha tirado para Ecuador.
Thomas propuso, ya que estaban por allí, dar con la guarida de Nils. Y el cazador de recompensas estuvo de acuerdo. Así que pasearon por las caóticas calles de Greenwich Village tan adornadas de restaurantes temáticos que era más fácil guiarse por dichos locales hosteleros que por la numeración de las vías mismas. Adonde quiera que miraban veían a un chico ofreciendo droga a los viandantes u otros servicios igualmente de desagradables. Aquello le hacía a Lee recordar su época como agente de la policía secreta, el grupo Lima.
Los locales que cerraban por el día abrían sus puertas por la noche; la mayoría sórdidos y de dudosa legalidad, y restaurantes de contrastes y comidas internacionales que se llenaban de turistas curiosos, atraídos por una atmósfera bohemia y fantasiosa. Bloques de apartamentos eran las estructuras predominantes, con sus bajos dedicados a bares, sin olvidar sus numerosas librerías y tiendas de arte local, con obras de calidad cuestionable creadas por los autoproclamados “artistas refugiados” en la barriada.
Lee eligió uno de los subterráneos bares como primer punto donde llevar a cabo sus pesquisas, al cual se accedía mediante unos mohosos escalones que descendían hasta una puerta de madera con una ventanilla cuadrada de cristal lo bastante sucia como para no distinguir bien el interior. Se llamaba El gato de Cheshire.
Dentro podía respirarse ese ambiente bohemio del que tanto presumía el barrio, donde el gigantón Lee con su camiseta heavy y el flacucho Thomas con la suya de Fido Dido no encajaban en absoluto. Al fondo del amplísimo salón había una barra en forma de “U” cerrada por la pared, y repartidas por todo el local numerosas mesas bajas de madera rodeadas por cojines grandes y de diversos colores. En una de las paredes colgaban varias fotografías en blanco y negro, supuestamente artísticas de diferentes zonas del barrio, mientras que la contraria estaba dominada por un inmenso cuadro de vivos colores en el que se podía ver a una gran figura verde de faz tentaculada surgiendo de una especie de marisma multicoloreada. En la esquina inferior derecha se podía ver perfectamente una firma y una fecha: Russell, 23-3-1925. Todo ello iluminado por unos focos de luz violeta y coronado por una nube de humo procedente de los cigarrillos que los parroquianos del garito fumaban usando boquilla, algo que disgustaba a Lee.
A Thomas le repugnaba aquel ambiente, formado por tanto intelectual de espíritu libre pero igual de ligado a las mismas leyes biológicas que el resto del mundo. Allá donde mirase veía a mujeres famélicas con perforaciones por toda la cara, hombres con el pelo enmarañado y recogido con una coleta, barbas descuidadas y un fuerte olor a falta de higiene (como él). Eran todos artistas, escritores, poetas, pintores y de una sensibilidad especial, que estaban por encima de la humanidad aunque no tuvieran para comer, prefiriendo gastarse el poco dinero del que disponían sus padres en drogas y otros vicios inmencionables. Pero claro, ¿quién era Thomas para cuestionar tan noble y liberal estilo de vida si no era tan ilustrado como ellos?
Lee, que estaba más acostumbrado a toda clase de antros, fue el que dio el primer paso y se metió de lleno en un grupo, interrumpiendo bruscamente y preguntando si alguien conocía a Nils, ofreciendo una descripción. El grupo al que consultó estaba formado por dos mujeres y tres hombres, o eso parecía, y fue una de ellas la que contestó con tono receloso.
—¿Y para qué lo busca? ¿Eres policía acaso?
—¿Tengo pinta de serlo? Lo busco para ponerle una medalla, está claro. —El cazador de recompensas quiso dar a entender que no era miembro de las fuerzas de la ley, pero la chica no parecía precisamente convencida de ello. —Mi colega y yo lo andamos buscando porque le debe pasta a alguien. Un tipo como él no debería apostar en los hipódromos.
A Thomas le sorprendió lo bien que se desenvolvía su compañero, y cómo parecía tener respuesta para todo. Uno del grupo confesó conocer a Nils, diciendo que era un invitado de su amigo Darren. Explicó al tipo grande que Nils llevaba poco tiempo por allí, que se le presentó como amigo de Darren, su vecino, quien había ido a ver a su familia a Maine y que le había dejado las llaves del apartamento. Lee parecía volver a tener suerte en sus investigaciones, así que entregó a aquel tipo unos dólares por llevarle hasta el piso que ocupaba Nils.
—Claro que les acompaño, —dijo el bohemio. —Pero será un viaje corto, porque es en este mismo bloque.
Lee miró a Thomas sorprendido por el tino que había tenido. Así que invitó a una ronda a los allí presentes y se marchó junto al espía. Según las señas que les habían dado, el apartamento era el E de la planta cuarta. Tuvieron que subir por las escaleras, pues ascensor, aparte de oler a orina y estar pintarrajeado con anuncios de búsqueda homosexual, estaba fuera de servicio. Cuando subieron hasta la cuarta planta, un ejercicio que hizo recordar a Lee sus punzadas en la espalda, fue Thomas quien decidió ponerse delante, dejando al gigantón en la retaguardia.
Thomas llamó con mano firme un par de veces y, al no tener respuesta, sacó una ganzúa de un bolsillo del pantalón, dispuesto a abrir la puerta sigilosamente. Sin embargo, no había metido la punta del alambre aún cuando la planta de la bota de Lee se estampó contra la puerta, abriéndola y arrancándole alguna que otra bisagra.
—Bah, entremos, —dijo Lee adelantándose.
El apartamento estaba formado por un salón conectado a una habitación con baño mediante un marco del que colgaba una cortina de abalorios. El olor era una combinación de barro, vegetación, humedad, podredumbre y reptil. Thomas se tapó la boca con un pañuelo y encendió todas las luces, para ver el mismo escenario con el que Glen se encontrase en Arkham: una bañera llena de agua y plantas, una estufa y piedras de diverso tamaño, creando las condiciones propias para una criatura de sangre fría como un poiquilotermo. Además, encima de la única cama en toda la vivienda se encontraba un cadáver maloliente envuelto de mala manera por puñados de arcilla seca y una ruidosa nube de moscas. Aquella combinación de descomposición y barro endurecido resultaba lo suficiente desagradable como para provocar náuseas al espía y su compañero.
Mientras Thomas analizaba el cuerpo a cierta distancia, el cazarrecompensas se fijó en una escultura de unos veinte centímetros de altura, hecha de arcilla. Aunque a simple vista parecía tosca, examinándola de cerca Lee pudo apreciar que se trataba de una representación en miniatura de un monolito, y distinguir una serie de caracteres curvos y en espiral por una cara que era más lisa. En la base, también de arcilla, estaba grabado “Dr. Roberts 2001”. Lee no quiso darle a aquella obra más importancia de la que tenía, y acudió al dormitorio junto a Thomas.
El cadáver pertenecía a un varón de aproximadamente treinta años de edad, pelo largo y moreno, con perilla, y vestido con una camisa de tirantas y un pantalón corto. En su cuello lucía una herida profunda y diagonal, como la que lucían las demás víctimas de Nils Lindstrom. Los dos compañeros circunstanciales se pusieron a registrar el lugar, encontrando el recibo de compra en el que aparecían reflejados los productos adquiridos en la tienda de deporte.
—Vayamos a buscar a Glen, —dijo Clements, poniendo fin al registro.