La era de Mappo

Relatos e historias de los Mitos de Cthulhu

Re: La era de Mappo

Notapor Sconvix el Lun Oct 18, 2021 10:55 am

III

Tani montaba guardia ante la entrada de la tienda de campaña en la que Adam estaba pasando tanto tiempo y por la que parecía tan interesado. Aburrido, el traficante se puso a otear buscando cualquier movimiento o figura por el valle, especialmente en la pirámide y sus alrededores. En el cielo se estaban congregando unas nubes grisáceas que, aparte de anunciar lluvia, oscurecían aún más aquella sima inhóspita. Fue en un movimiento fugaz de sus ojos almendrados, cuando Tani bajaba la mirada de aquel cielo encapotado, que vio un movimiento furtivo en la cima de la pirámide. Cerciorándose de que el crío con gafitas seguía entretenido en el interior de la tienda admirando con la boca abierta un álbum de fotos, y que el gigantón y aquel negro no estaban pendientes tampoco de él, decidió que aquella era su oportunidad para adelantarse, y debía aprovecharla.

Tani anduvo sigilosamente en dirección a la pirámide, alzando de vez en cuando la mirada por si llegaba a ver a alguien. Ya subiendo los escalones de la cara frontal, se escondió un momento tras una roca grande, sin duda un trozo desprendido de aquella montaña hacía décadas, tal y como atestiguaban las formaciones de musgo en su base que parecían fijarla a la estructura. Sacó su nueve milímetros y se preparó para el asalto. Conforme subía, a sus oídos llegó el sonido de dos voces, murmurando entre ellas. Tani era incapaz de identificar el idioma, pero sí que se dio cuenta del continuo siseo y de que una de ellas era masculina y la otra aparentemente femenina. También pudo distinguir un levísimo quejido, como de alguien en un estado de debilidad bastante alto.

Cuando el grueso oriental pudo asomar por fin su redondo cabezón, vio una especie de altar de piedra que cubría casi toda la superficie de la cúspide. Supuso, automáticamente, que se trataba de un altar porque, a pesar de su tamaño desproporcionado y de su extraña forma, no era plano, sino que tenía un muro bajo desmoronado a cada lado y otro un poco más alto en la parte trasera. Pudo haber sido en su día, pensó el maquiavélico traficante, un altar comunal donde se practicarían orgías durante ciertos ritos religiosos. De todas formas, Tani no disponía de demasiado tiempo para entretenerse en cavilaciones. Sobre el altar descansaba el cuerpo de una mujer de cabellos largos y de color castaño, totalmente desnuda y moviéndose lánguidamente, como drogada o falta de fuerzas. Delante de ella estaban Nils y la tal Amelia, pero para sorpresa del traficante éstos tenían las ropas rasgadas, rotas por todas partes.

Tani se decidió a subir el último escalón y apuntó con su arma a la cabeza de Nils. Quería dejarlo seco de un solo disparo y ya vería qué hacer con las dos hembras. Y así habría ocurrido si no se hubiese quedado momentáneamente paralizado al distinguir en Nils y Amelia dos manifestaciones etéreas de aspecto ofidio y tamaño descomunal. Las dos figuras iban adquiriendo solidez y a cada milésima de segundo que pasaba se hacía más difícil ver a través de ellas. Lo que los ojos de Tani no querían ver, pero que su cerebro sí reconocía por vez primera, eran dos repugnantes y repulsivos reptiles humanoides de algo más de dos metros de altura, con largas colas vibrando nerviosamente, zarpas rematadas por uñas ponzoñosas y curvadas cuales sables, de un enfermizo color negro, y unas lenguas bífidas que no paraban de entrar y salir de sus bocas. Sus pupilas eran verticales, y sus patas recordaban a las de un dinosaurio. Pero sobre todo aquello, lo que mayor pavor provocaba en el hasta entonces impertérrito oriental era el aura de maldad que desprendían las dos criaturas con su cada vez mayor presencia, dejándole paralizado de terror como en aquella ocasión que fue atacado bajo la niebla canadiense.

Los dos seres humanos y las dos criaturas no terrenales parecían estar fundiéndose lentamente a medida que las palabras que susurraban a modo de cántico retumbaban con mayor fuerza en la cabeza de Tani. Fue la serpiente que poseía a Amelia quien giró su largo y gomoso cuello, volviendo la cabeza de largo y húmedo hocico en dirección al intruso. Ese breve instante, esa mínima duda, ese momento de vacilación permitió a Amelia detectar una presencia y, con un gruñido sordo en la boca de la joven cuyas cuerdas vocales no se habían adaptado aún a su nuevo yo y de la figura superpuesta cuya consistencia era insuficiente para proferirlo con la fuerza necesaria para ahuyentar al cazador, se abalanzó de forma alocada contra quien les amenazaba. Tani tuvo que reaccionar disparando seis balas, todas ellas impactando una tras otra en diferentes puntos del cuerpo de aquella mujer que no paraba de correr hacia él a pesar de las heridas. Amelia terminó cayendo fulminada en el suelo a tan solo un par de metros de Tani, totalmente ensangrentada y sin aquella presencia.

La pistola todavía humeaba cuando Tani buscaba con el punto de mira a su otro objetivo. Sin embargo, aquel maldito asesino había huido consciente del peligro. El traficante, envalentonado, estaba dispuesto a buscarlo. Se acercó a la muchacha desnuda que yacía balbuceando sobre el altar, para ver si podía sacarle algo. Cuando la vio, se dio cuenta de que estaba totalmente ida, su piel tenía un tono mortalmente pálido y no hacía otra cosa que menear la cabeza hacia delante y hacia atrás entre balbuceos. Aquella era una imagen lastimosa. Por eso, Tani hundió el cañón de su arma entre los cabellos castaños de la mujer y presionó el gatillo una vez más. Viola Daniels descansaba por fin.

Todo salpicado de sangre, Tani buscó por dónde podría haberse escapado Nils. Se asomó a la cara posterior de la pirámide y allí vio una oquedad enorme, un semicírculo perfectamente horadado de unos cuatro metros de altura, un túnel oscuro que se introducía diagonalmente en la pirámide desde la misma base. En ese momento, el sonido de pasos apresurados llegó desde el otro lado. Eran Lee, Adam y Glen, quienes acudían atraídos por los disparos para quedarse estupefactos al ver el baño de sangre que el chino acababa de dejar.

Adam reconoció inmediatamente a Viola e increpó al arisco traficante por haberla matado sin haber buscado ayuda antes. Tani, por supuesto, no le hizo ningún caso, sino que se limitó a indicar a los demás por dónde creía que se había ido Nils. Lee y Glen se asomaron y vieron la grandiosa entrada, algo inaudito en una pirámide de cualquier cultura antigua. A Adam la costaba centrarse. Ver a aquella pobre muchacha con un agujero de bala en la cabeza lo irritaba profundamente. Si tan solo aquel desgraciado hubiese esperado unos segundos… Pero cuando oyó a su amigo el detective hablar de una entrada en forma de túnel, su asombro y curiosidad fueron mayores que su miedo y su tristeza, y no tardó en unirse al resto en su escrutinio desde las alturas, abriendo y cerrando sus ojos incrédulo por cuanto estaba viendo y viviendo.

Los cuatro bajaron la pirámide, unos más nerviosos que otros, y se detuvieron ante la colosal entrada rodeada de más herramientas del equipo expedicionario y varios troncos talados recientemente. Ninguno se atrevió a dar el primer paso a lo que sabían era el final de una persecución agónica y desconocida, por lo menos hasta que una desafiante voz surgió del negro interior reverberando por las paredes.

—Venid, venid, hijos de la superficie. Venid, pues sois alimento, nada más que eso: a-li-men-to.

Tani puso un nuevo cargador a su pistola, Glen apuntó con el fusil y la linterna, Lee alumbraba y se aseguraba de llevar los cartuchos de dinamita, y Adam temblaba aterrorizado.
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Re: La era de Mappo

Notapor Sconvix el Lun Oct 25, 2021 3:54 pm

EL DIOS DE LA MONTAÑA

I

El túnel abovedado que se extendía ante el grupo era una pendiente bastante pronunciada que descendía hacia una oscuridad inhóspita de la que ningún ser humano había emergido en cientos de año hasta la llegada de la expedición del Dr. Duprey. Afortunadamente, el descenso sería más llevadero gracias a lo que parecían escalones tallados toscamente en el suelo y a unas cuerdas instaladas recientemente a ambos lados utilizando piquetas de hierro clavadas a la superficie cada cinco metros aproximadamente. Además, a determinada altura se distinguía un cable que se perdía en la oscuridad y del cual colgaban bombillas entonces apagadas. Los cuatro perseguidores lamentaron la ausencia de energía eléctrica, y decidieron avanzar lentamente y en paralelo enfocando hacia abajo, siempre oyendo, ya no sabían si en sus cabezas o en sus oídos, aquella voz sibilante desafiándoles desde aquella insondable negrura titánica creada quizá por manos humanas pero no para sus pies.

El túnel estaba excavado en la misma roca, la cual era diorita en su mayoría, aunque este hecho no pudo discernirlo ninguno de los allí presentes. Tani volvía a lamentarse por tener que sufrir pisando piedras con sus elegantes zapatos de tan finas suelas. Una vez descendidas varias decenas de metros en espiral, o esa era la impresión, el grupo tuvo que detenerse ante una intersección. En un punto en concreto el túnel se abría en una gran caverna o cámara vagamente circular con paredes de piedra, cuya superficie era recorrida por raíces de todo tipo de grosor que se asemejaban a venas por el verdor que el musgo les confería. La piedra seguía siendo diorita, y la disposición en mampostería sugería toda una obra de años de duro trabajo nada más que para aquella cámara. Con ojo clínico Adam calculó que la cámara no tendría más de treinta metros de diámetros, una dimensión ya de por sí impresionante; sin embargo, el haber excavado hasta ese punto y bajado tal cantidad de rocas para formar una cúpula subterránea, debió ser un proceso de construcción demasiado costoso en tiempo, esfuerzo y preparación.

En el centro de la cámara las luces del grupo iluminaron una serie de finos pilares de la misma piedra que iban del suelo al techo, situado a apenas cinco metros en su punto más alto. Grabado en el suelo entre los pilares asombrosamente intactos podía verse un extraño símbolo: una especie de espiral serpenteante con una raya más o menos recta que cruzaba cada línea circular, como la aguja de un tocadiscos antiguo encima de un disco de vinilo. A Adam le llevó un tiempo reconocerlo, más por la falta de concentración al encontrarse en un lugar tan especial que por falta de memoria. Recordó la losa que el profesor Duprey llevase a su propia finca a modo de recuerdo. Se trataba de uno de los doce símbolos que rodeaban a uno central y de mayor tamaño.

—Adam, —el detective Moore susurró rompiendo el silencio, aunque en aquella caverna su voz resonó por cada poro de la tierra que los rodeaba. —Tú que sabes algo de pirámides. ¿Qué dirección deberíamos tomar? ¿Habrá alguna otra salida?

Aquello hizo que el estudiante de arqueología dejase de pensar en el símbolo de la losa.

—Que yo sepa… es casi imposible que una tumba tenga más de dos accesos. Pero esto parece más bien una fortaleza y no es de extrañar que hallemos un santuario. Lo lógico es que hubiese, además, una cámara mortuoria, y alguna otra para despistar a los intrusos. Pero dudo mucho que esto hubiera sido para albergar a una sola persona, por más importante que fuese en vida, y también que corriesen el riesgo de sufrir saqueos. No, aquí no hay nada muerto.

La respuesta y cavilaciones en voz alta de Adam resultaron tan confusas como alarmantes al resto, puede que no tanto al traficante, pues había aprovechado la parada para palparse los pies, preso de la incomodidad.

—Con que una fortaleza, ¿eh? ¿Para proteger un tesoro quizá? —Los codiciosos ojos de Lee brillaron pensando en tal posibilidad.

Adam negó con la cabeza, poco convencido entonces de la leyenda del tesoro.

—Viendo todo esto... creo que los que vivían allí fuera, —señaló al techo, —bajaban hasta aquí, hasta esta misma cámara, para despertar a aquello a lo que represente ese símbolo. Luego, arriba, ofrecían un sacrificio en el amplio altar de la cima de la pirámide a esa misma cosa. Así que uno de los túneles conducirá a la tumba o el lugar de reposo de su dios o ser venerado, y la otra…

—¡Al tesoro! —insistió Lee ruidosamente.

—¡Alimento, simple alimento! —La voz sibilante volvió a retumbar en la oscuridad de aquellas cavernas de propósito desconocido.

Cada vez que aquellas palabras retumbaban en los oídos de Tani, éste se iba impacientando, encomiando al resto a seguir por donde fuera. Lee optó por el camino de la derecha, haciendo una muesca con una navaja en la pared a la altura del ojo empleando una piedra. Los demás aceptaron y juntos avanzaron por aquel oscuro túnel.

—Este túnel ha sido limpiado hace poco, —apreció Adam, fijándose en las pilas de cascotes y escombros apartados a los lados a cierta distancia entre sí.

Glen apuntó con la linterna al techo; tendría unos cinco metros de altura, y en muchos puntos se veía resquebrajado y húmedo, amenazando con venirse abajo en cualquier momento. Tras avanzar una veintena de metros el grupo volvió a detenerse, pues el camino estaba bloqueado por un montón de rocas de diverso tamaño que cubría todo el diámetro y cuyo estado de compactibilidad inducía a pensar que llevaba allí siglos.

No les quedó más remedio que darse la vuelta y avanzar por el túnel que habían dejado atrás. Fue entonces cuando se dieron cuenta de que llevaban un rato sin oír la amenazadora voz de Nils. Lee, Tani y Glen temieron una emboscada, vigilando cada paso que daban y muy pendientes de cada posible movimiento más allá de donde alcanzaba el cono de luz de sus linternas. Cuando llegaron a la “cámara de adoración”, nombre que le dio Adam en un ejercicio de originalidad, Glen propuso una parada.

—Bien, ese parece ser el único camino, y por tanto el que nos llevará a no sabemos dónde, —dijo. —A menos que Nils se haya dado la vuelta, lo más seguro es que lo encontremos ahí dentro, así que me gustaría actuar con cautela. No quiero disparos aquí dentro. —Miró a Tani. —Ni gritos ni ningún otro estruendo que pueda hacer que lo que tenemos sobre nuestras cabezas nos sepulte aquí para siempre. Lee, haz el favor de vigilar la retaguardia, ¿de acuerdo?

El gigantón asintió y el grupo continuó por el túnel de la izquierda. Adam se preguntaba a dónde conducía originalmente el de la derecha. Si no encontraban el legendario tesoro, es muy posible que aquellas imponentes rocas fuesen la puerta a él, el último obstáculo a superar para obtener la riqueza que bien pudo valer el rescate de un emperador. Pero no habían avanzado más que unos cuantos metros cuando el estudiante se dio cuenta de que en un lateral del túnel se abría un agujero de tamaño más humano que conectaba con una cámara limpia de escombros y de diseño aparentemente distinto. Dio el alto con entusiasmo pero con voz baja. Los cuatro penetraron por aquella cavidad sin dejar de vigilar la entrada. Las luces iluminaron una cámara semiesférica cuyas paredes estaban recubiertas por unas planchas de un metal azul que ninguno, ni siquiera Adam, pudo reconocer. Los paneles estaban sujetos a las paredes mediante unos gruesos clavos y su tamaño era regular. En ellos había escrito un texto en latín acompañado de algún que otro símbolo religioso cristiano. En el suelo había varios esqueletos más antiguos que los de arriba, con ropas precisamente no actuales. En total eran tres, y estaban dispuestos en el suelo a modo de examen encima de unas lonas impermeables de color negro, listos para ser transportados al exterior y estudiados con detalle.

Al ver aquellos esqueletos, Adam se puso a reír de manera un tanto histérica. —¡Esto… esto es increíble! ¡El mismo profesor se equivocó al considerar las chozas de fuera como de los incas que vivían en el valle! —Todos se volvieron hacia el estudiante, calmando su excitación y haciéndole bajar la voz. —Eran españoles. Los hombres de Pizarro llegaron hasta aquí. Pueden verlo en estos grabados. Están en latín, y sé lo suficiente como para identificar nombres y palabras sueltas. Además, se repite varias veces el año mil setecientos noventa, que fue aproximadamente cuando el padre Valverde escribió su derrotero. Miren, ¿ven el nombre del emperador? ¡Este es el auténtico derrotero! Fíjense, Vicente de Valverde y Álvarez de Toledo, en el año de nuestro señor mil setecientos noventa y dos.

—Calla coño. —Lee tapó la boca al joven susurrándole esas palabras.

Tani se puso mientras a vigilar la entrada de tan minúscula cámara y Glen no le quitó ojo de encima, no se fuera a volver a ir.

—¿Estás diciendo que los españoles llegaron hasta aquí? ¿Y por qué se quedaron tan lejos de toda civilización? —Glen se volvió al muchacho muy intrigado.

—¿No lo ve? ¿No se da cuenta? A veces la intuición de un detective no es siempre la válida. Está claro: para proteger el lugar.

—¿Para protegerlo de quiénes?

—Estas escrituras son plegarias a Dios y a Jesucristo; y este material no se ha visto afectado como los muros del túnel. ¿Por qué lo usaron? Pues para preservar las plegarias que les protegerían a ellos y a esta especie de ciudad.

—¿Pero de quiénes? ¿De invasores? —insistió el detective, que ya no podía mantener la calma.

—No, de invasores no, a los invasores como nosotros nos previenen de seguir. Protegían lo que hay más allá.

—¿Más allá en el túnel? —Lee se sumó al interrogatorio.

—No, más allá de la cruz —Y antes de que ninguno pudiese preguntar “¿qué cruz?”, Adam alzó el brazo y señaló al techo, donde había grabada una cruz sostenida por tres ángeles, uno en la base y otro a cada lado del eje horizontal.

Adam se encogió de hombros pero a Glen se la abrieron los ojos como platos.

—¡Por eso Nils sentía aversión hacia la cruz! ¡Por eso la mayoría de sus víctimas eran devotos cristianos! No es que la cruz le afecte o repela, es odio por quienes vinieron a usurpar su territorio. —Era ahora el detective quien levantaba la voz desoyendo sus propios consejos.

—Puede que en el valle haya algún cementerio que no hemos visto, —añadió Adam. —O puede que la tumba de los españoles esté aquí dentro. Así que la carta que envió el padre Valverde al rey de España fue para solicitar ayuda, posiblemente refuerzos, provisiones y estas planchas. Aquel sacerdote parecía saber muy bien a lo que se enfrentaba y lo que necesitaba, y es más que probable que decidiera mantener este lugar oculto al resto del mundo. El rey envió a otro sacerdote de su confianza, un tal Longo, junto con el encargo. Jamás regresó; se le dio por muerto. Estoy seguro de que llegó hasta aquí, y que lo mataron para que no llegasen noticias hasta el viejo continente del verdadero propósito de estas montañas.

—¿Y por qué el rey no envió a más tropas en busca del oro? —inquirió Glen.

—En aquella época era muy costoso enviar exploraciones de grandes magnitudes. Es más, se dice que el mismo padre Valverde se trasladó a Ambato y se llevó parte del oro a Escocia. También se dice que escribió una guía para llegar al tesoro en las Llangantes, el derrotero que la ciencia conoce. Pero todo eso no son más que habladurías, y pienso que la guía no era más que una pista falsa.

—¿Por qué haría tal cosa? —fue Lee quien intervino en esta ocasión. —A ver, yo también me habría quitado del medio con todo el oro que pudiese. Pero escribiendo sobre el tesoro solamente conseguiría que la gente se interesase más; así que, siendo falso, consiguió el efecto contrario.

—Puede ser. Él quería proteger este lugar, tal vez por el oro. Sin embargo, si es verdad que algo posee a Nils, lo más seguro es que tratase de mantener encerrado a algo. Puede que Valverde llegase a ser consciente del peligro, y decidió que era mejor ocultarlo en lugar de protegerlo para toda la eternidad. Pero se equivocó, con su derrotero falso y el oro que sacó avivó el celo de los exploradores y los buscadores de riquezas. Y Vincent Duprey fue el último de ellos.

—¿Y qué hacemos ahora? —Tani estaba impaciente, vigilando la negrura.

—Ahora lo que tenemos que hacer es buscar qué era lo que protegían los españoles y por qué Nils ha venido hasta aquí, —sentenció un sudoroso negro neoyorquino.

—¿Y cómo es que Nils… bueno, lo que posee a Nils, lo que poseía a Amelia y lo que parece poseer a otras personas han logrado escapar? No lo entiendo. —La pregunta de Lee solamente podía ser respondida con suposiciones, la más lógica de las cuales fue la formulada por Adam.

—Tal vez no puedan salir físicamente de donde están encerrados. Tal vez sean espíritus… No tengo ni idea. ¡Pero fíjense! ¡Estamos ante el auténtico derrotero!

Adam estaba demasiado excitado, y su risa parecía la de un demente, enloquecido por revelaciones.
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Re: La era de Mappo

Notapor Sconvix el Mar Oct 26, 2021 9:38 am

II

A miles de kilómetros del Parque nacional de las Llanganates, en la pequeña ciudad de Arkham, Patricia Duprey se disponía a acostarse una vez más en la soledad de una finca que le resultaba grande. Con el camisón puesto terminó de recoger la mesa y apagó las luces de la planta baja antes de subir a su dormitorio. Cuando apagó la luz del salón notó, por el rabillo del ojo, un leve brillo azulado procedente del interior de una de las vitrinas de su padre, una luminosidad apenas perceptible y en la que nunca antes había reparado, y era obvio que debía llevar allí desde al menos la última visita de su padre. Intrigada, se dirigió a oscuras hasta el punto luminoso procurando no tropezar con nada. Palpó la vitrina para abrirla y alargó el brazo para coger un objeto algo pesado apoyado en un soporte para marcos de fotografía…

Caían hilachos de sangre del borde del altar, alcanzando el suelo y formando diminutos charcos. El cuerpo sin vida de Amelia yacía próximo, cubierto de agujeros de bala y bañado en sangre. Nils, de die frente al altar, jadeaba tras un tremendo esfuerzo. Contemplaba el sacrificio que acababa de hacer a su dios, el del guía que aquellos extraños entrometidos habían llevado hasta sus garras. El muy inepto se había atrevido a salir de su escondite a explorar, confiado en su instrumento de muerte. Afortunadamente, pues aquel hombre grueso le había arrebatado el que iba a ser el sacrificio a su dios. Del cuello de Ramón fluía la sangre que se vertía al suelo, manando de un profundo y desgarrador corte en la garganta. Era el sacrificio definitivo; el sello había sido roto y su dios sería libre una vez más. La sangre se filtraba entre las finas grietas de la roca, y posteriormente por el suelo, dando vida a su paso. Y lo mejor de todo, pensaba Rumiñahui, ¡era que su dios se daría un banquete con esos cuatro extranjeros que estaban en el interior de su fortaleza!

El grupo abandonó la pequeña cámara con un Adam tan sonriente como nervioso. Los otros tres se daban perfecta cuenta de que el muchacho estaba profundamente afectado por cuando estaban descubriendo, y su mente lo asimilaba, pero no lo soportaba. Tal vez fuera él quien mejor entendía todo cuando rodeaba al legendario tesoro de las Llanganates, y por eso aquellas revelaciones estaban afectándole hasta ese punto.

Del techo, que casi no se veía, caía ocasionalmente un puñado de tierra, algo que no terminaba de gustar al siempre precavido Glen. No pasó mucho tiempo cuando, antes de un recodo, el grupo pudo ver los cuerpos de dos hombres tirados en el suelo junto a una pesada cruz hecha del mismo metal azul que las planchas del interior de la cámara que acababan de abandonar. Y cuando Adam se acercó a ellos nuevamente curioso y excitado por averiguar más detalles de todo aquel lugar, los tres que quedaron atrás alzaron la vista y vieron algo en el fondo.

—“¡Los ángeles!” —gritó Lee, señalando al frente.

Efectivamente, entre aquellas tinieblas y a cierta distancia el cazador de recompensas distinguió un brillo, concretamente tres puntos. Le recordaron inmediatamente a los ángeles descritos en el auténtico derrotero y el resto no pudo estar más de acuerdo. Avanzaron un poco más para comprobar que el túnel se abría a una cámara circular de diámetro imposible de estimar con la potencia de las fuentes de luz que llevaban. Pero lo que sí pudieron ver, cada vez más cerca, eran los tres puntos brillantes de color celeste. Creyéndose estar cerca del final de una odisea, avanzaron a paso acelerado entre piedras y guijarros, para fastidio de los pies de Tani.

Cuando por fin estuvieron lo suficientemente cerca, los cuatro vieron una gigantesca puerta de doble hoja de piedra cerrada, origen de los tres puntos brillantes. Eran tres soportes donde, hasta hacía muy poco, había descansado la cruz que aquellas dos últimas víctimas cargaron hasta su tumba. Había dos arriba para sostener el eje horizontal, más uno abajo donde encajaba la base de la cruz.

El grupo habría estado de acuerdo en volver a poner la cruz en aquellos soportes sin mirar lo que escondían las ciclópeas puertas de haber encontrado las escaleras en buenas condiciones, pero no era así… Todos excepto el estudiante buscaron alrededor con las linternas, localizando un par de escaleras plegables de aluminio destrozadas no muy lejos de allí, como si algo con una fuerza sobrehumana las hubiera arrojado con ira. Todo parecía encajar: Nils había obligado a dos miembros de la expedición del profesor Duprey a retirar la cruz. ¿Por qué? ¿Era tal la repulsión de Nils hacia aquel símbolo que no podría ni quitarlo él mismo? ¿O era acaso que ese metal era tan nocivo para su especie como el mercurio lo es para los seres humanos?

—Tenemos que entrar. —Todos miraron a Adam, quien tenía la mirada fija en aquella puerta a lo desconocido. —Ya hemos llegado hasta aquí, no podemos marcharnos sin saber qué hay dentro, qué buscaba sacar o liberar Nils de aquí.

—Sea lo que sea lo que haya dentro, Nils pretendía despertarlo con el sacrificio que Tani detuvo. —Las elocuentes conclusiones del detective Moore calmaron ligeramente los nervios de un grupo que ya empezaba a imaginar cosas aún más extrañas de las vividas hasta entonces.

—No importa, —dijo Tani avanzando decididamente hacia las puertas. —Vamos a averiguar de una vez por todas qué hay aquí metido. —Y apoyando un grasiento brazo en cada puerta y retrasando una pierna, empujó con toda su fuerza.

Viendo la reacción del oriental, Lee apoyó su espalda contra una de las hojas de piedra y lo ayudó a empujar, haciendo que aquella puerta cerrada durante siglos crujiese conforme se abría paso entre la tierra en la que estaba hundida. En cuanto hubo una mínima abertura el aire viciado del interior salió disparado en forma de ráfaga y ascendió hasta el techo de la antecámara, impulsado porque el techo de la parte interior se acababa de desmoronar. Los cuatro se taparon la cara tan rápido como sus reflejos les permitieron, no obstante, no fue suficiente y tuvieron que esperar un rato, que se hizo interminable, tosiendo y escupiendo el polvo que se acababa de formar en sus bocas.

La expectación del joven Adam era tal que no recordó haber prevenido a sus compañeros antes. Tampoco podía imaginar que aquellas puertas de piedra unidas toscamente a las paredes de la cámara pudiesen estar tan herméticamente cerradas que ni siquiera el oxígeno penetraba por ellas. No se había fijado, tampoco, en que el techo tenía envuelta la parte superior de las puertas y que éstas, a su vez, se habían hundido en la tierra. A pesar de ello no tenían que lamentar ninguna desgracia, y en cuanto se aclaró, la vista el estudiante se puso a buscar activamente algún símbolo más que indicase qué yacía allí dentro.
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Re: La era de Mappo

Notapor Sconvix el Jue Nov 04, 2021 5:08 pm

III

Patricia abrió la vitrina y cogió la losa. De los trece símbolos que había grabados en ella, de uno de los doce que rodeaban al de mayor tamaño y central, emanaba una leve luminosidad celeste que parecía discurrir a lo largo de las sinuosas líneas que lo formaban. Patricia era incapaz de explicar aquel fenómeno, y mucho menos de desentrañar el significado de aquel signo en forma de espiral concéntrica y ondulante. ¿Y si se “encendían” todos los demás?

Lee y Tani consiguieron por fin abrir un hueco suficiente como para permitir el paso de costado y con cierta dificultad. El olor a reptil que les llegó desde el interior ponía de manifiesto que allí no había ningún tesoro, sino que estaría lleno de restos. Glen entró primero, trató de separar las puertas un poco más y superó los cascotes desprendidos del techo, iluminando a continuación aquella caverna. El resto fue entrando como buenamente pudo, y cada uno que pasaba aquel siniestro umbral, enmudecía.

Ante ellos se extendía una cámara en forma de cúpula, de proporciones descomunales apenas alcanzables por el haz de luz. En las lejanas paredes se alineaban unas encima de otras, y hasta el mismo techo, hileras y más hileras de nichos verticales. Resultaba imposible distinguir su contenido, pues si bien estaban demasiado lejos, parecían estar recubiertos de polvo y raíces que recordaban a las rejas de una prisión. Algunos de ellos, los más cercanos al grupo, reflejaban la luz… Fue Glen el primero en dase cuenta, y su corazón se sobresaltó al no poder encontrar otra explicación.

—Dios mío… esos nichos… están protegidos con cristal. ¡No puede ser! ¡No puede ser!”

El detective se aferró a Adam preso del pánico, pero en el chico no detectó movimiento alguno, solamente un latir acelerado, más que el suyo incluso. Adam estaba totalmente erguido, como un suricata cuando sale el Sol. Su mirada, al igual que las del resto, y pronto la de Glen también, estaba fija en una figura colosal situada en el centro de aquella cámara mortuoria. Los cuatro acabaron adoptando la misma posición: la cabeza en alto, admirando temblorosos la monstruosidad grisácea que tenían justo delante, sentada en un trono de piedra. Se trataba de una serpiente con forma humana, con piernas y brazos, con unas grotescas manos rematadas por unas garras curvadas como sables apoyadas en los reposabrazos del impío trono. Su hocico era alargado y sus fauces estaban plagadas de largos colmillos de cocodrilo que sobresalían hacia arriba y hacia abajo. Los ojos, afortunadamente cerrados, daban la sensación de que aquella estatua dormía. Todo su esbelto o casi esquelético cuerpo estaba adornado con una especie de armadura dorada que apenas relucía por la cantidad de polvo acumulado. Corona, brazaletes, grebas y peto formaban la pesada armadura. Pero el rasgo más aterrador, quizás, era su espalda, donde las escamas cuidadosamente talladas iban transformándose detalladamente en plumas pétreas. No cabía duda, y Adam pudo reconocerlo, se hallaban ante la presencia de Quetzalcóatl, la serpiente emplumada.

El símbolo grabado en la parte inferior del trono era el mismo que el grupo viese en la cámara de los sacrificios, y también el mismo que Patricia Duprey admiraba fijamente en su finca en Arkham en ese preciso instante. Aquella terrorífica espiral ya resultaba familiar, tal vez demasiado. El nombre de un dios atribuido, entre otras, a las leyendas de la cultura mesoamericana. La serpiente alada que había protegido a Rumiñahui y al tesoro del valle: ¿sus hijos allí sepultados?

Por fin todo estaba claro, o eso creían los cuatro. Glen cogió por el hombro a Adam y le dijo: —Marchémonos, ya lo hemos visto. Olvida esa estatua.

Pero Adam no estaba dispuesto a moverse. No hasta alertar al resto del peligro que corrían. Pues se dio cuenta de que el altar en la cumbre de la pirámide no era tal cosa, sino que se trataba un trono en la superficie cuando aquella cosa de una decena de metros de altura fuese convocada. Y si bien no cabía erguida por aquellos túneles, es porque podía arrastrarse como una serpiente. Con la poca lucidez que le quedaba, Adam señaló tembloroso el vientre de la estatua. Subía y bajaba. ¡Subía y bajaba! ¡Como si respirase! Todos creyeron oír entonces un palpitar, el de un corazón del tamaño de un toro; luego una respiración, y al final algo resquebrajarse.

—¡No es una estatua! ¡Está mudando la piel!

Adam se puso a gritar sabedor de que su conclusión era más un hecho real que una corazonada, precipitándose a continuación hacia la puerta. Los demás lo siguieron en cuanto vieron cómo los párpados agrietados de aquella cosa se abrían dejando caer escamas de roca al suelo, revelando unos fríos ojos anaranjados de reptil que se posaban sobre ellos, irradiando una malignidad indefinible por quienes presenciaban aquel renacer.

Los cuatro corrieron, saltaron las rocas y atravesaron el estrecho hueco de la puerta decididos a volver por donde había venido. Glen fue el último en salir, con tal brusquedad que la correa de cuero marrón que mantenía su fusil colgado de su hombro se rompió, quedando así el detective desarmado durante la huida. Pero tanto él como Lee conservaban sus linternas en aquellas cavernas laberínticas, y vieron cómo éstas proyectaban la larga sombra de una figura inconfundible situada al otro extremo de la antecámara. Se trataba de Nils, con sus ropas rasgadas y una mirada de odio acompañada de una mueca de satisfacción en su oscurecido rostro. Manifestándose claramente sobre él, algo que Adam no había vuelto a ver desde la noticia del periódico, la imagen etérea de una bestia ofidia de lengua viperina, manos con membranas interdigitales rematadas por largas garras negras y ganchudas, con un cuerpo cubierto de escamas verdes y relucientes, y unos ojos de reptil fijos en sus presas.

Por fin pudieron ver todos a esa cosa. Adam se frenó en seco y cayó al suelo, con surcos de lágrimas deslizándose por sus rollizas mejillas. Comenzó a arrastrarse en dirección opuesta a la cosa que un día viera en una fotografía y que entonces contemplaba aterrorizado con total claridad, olvidándose de que lo que tenía detrás era aún peor. Fue entonces cuando el cuerpo de Nils empezó a crecer, a fundirse en una especie de mutación forzosa para ir adaptando su físico a aquel ente incorpóreo. Sus hombros se ensancharon hasta alcanzar el tamaño de bolas de bolos, su cuello se alargó el triple de longitud, así como su hocico hacia delante; sus manos se volvieron huesudas y de sus dedos se proyectaron ponzoñosas pinzas de color oscuro. Se estaba formando una musculosa masa mitad humana, mitad serpiente.

Todo ello transcurrió en nada más que unos pocos segundos, tiempo que tardó Tani en tomar una determinación suicida, aunque su intención no fuese precisamente la de morir bajo aquel aborrecible e infestado valle. Apuntando con su arma anduvo hacia donde se hallaba la entonces abotargada bestia, tratando de acortar la distancia que les separaba y así poder acabar con ella de una vez por todas y de un solo disparo. Mas no pudo avanzar ni tres metros cuando la fuerte y pesada mano de Lee lo agarró del hombro, deteniendo su ímpetu. En su otra mano el cazador de recompensas llevaba un conjunto de cartuchos de dinamita que cogiera en la entonces lejana superficie, dispuesto a encenderlo y a jugársela.

Tani miró al gigantón y entendió inmediatamente cuál era su intención. Pero no les daría tiempo a discutir, pues en toda aquella caverna reverberó el crujido de la titánica puerta al abrirse y arrastrarse entre años de tierra y roca acumulados. Una fuerza descomunal la empujaba, provocando que el techo empezase a desprenderse, amenazando con aplastar a quienes estaban allí dentro. Sin pensárselo ni un instante, Glen cogió de un puñado a Adam y tiró de él hacia el túnel que Nils no cubría, rezando por que condujese al exterior antes o después y no fuera un punto muerto que acabaría sepultándolos a todos. Lee hizo lo propio con Tani, más consciente del peligro que corrían bajo aquella lluvia de rocas. El cazador de recompensas encendió como buenamente pudo el cartucho de dinamita y lo arrojó hacia atrás, seguido por un dolorido Tani, cuyas finas suelas le impedía mantener el ritmo del resto. La explosión era inminente, y provocaría graves daños a la ya de por sí inestable estructura.

Cuando los cuatro alcanzaron el oscuro túnel, y justo antes de que la dinamita explotase delante del encolerizado Nils, Adam cometió el mayor error de su vida, y Dios no tuvo la misericordia de cegarlo en aquel mismo momento, pues sus ojos llegaron a vislumbrar cómo de entre las hojas de aquella puerta de piedra, hasta hacía poco protegida por una cruz y tres “ángeles”, sobresalían dos zarpas grandes como canoas, y de entre ellas… el rostro de un dios que acababa de despertar: Quetzalcóatl.

La explosión lo inundó todo de ruido, polvo y escombros. Las secciones se iban desmoronando bajo el peso del propio valle y de la pirámide misma. Los cuatro corrieron por aquel túnel escalonado con un estridente pitido en sus oídos que les impidió comunicarse. De todos modos, ninguno tenía nada que decir, y menos Adam, que huía de allí con los dientes apretados, pero lo hacía de la locura. Y mientras, en Arkham, Patricia volvía a guardar aquella misteriosa losa… donde otro signo adquiría luminosidad.
Sconvix
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Re: La era de Mappo

Notapor Sconvix el Lun Nov 08, 2021 4:58 pm

EPÍLOGO

Un Infinity FX de color blanco avanza por la carretera que conduce a Miner’s Folly, una ciudad localizada en un extremo del valle Snowflake. Toda ella rodeada por montañas y picos nevados, comparte el valle con un lago de tamaño considerable que, siendo poco profundo y de buena pesca, bien pudiera tratarse de la atracción turística de la ciudad. Y así es, el lago Clemson es poco profundo y sorprendentemente manso, cubierto por una capa verde brillante durante el corto y caluroso verano. Tanto la ciudad como el valle son muy pintorescos en verano, pero desérticos durante el invierno.

Miner’s Folly es una decrépita y diminuta ruina de lo que una vez fue una ciudad en auge. Las dos minas que una vez empleaban a miles de trabajadores se han agotado y automatizado; conforman la sangre de la ciudad, pero la sangre es poco espesa y el corazón débil. La ciudad misma ha cambiado muy poco desde que fuese fundada en el siglo XIX. Las calles están sin pavimentar, y en el invierno están llenas de barro congelado. Las tablas para caminar están desgastadas y de color gris. Casi todos los edificios son viejos y están hechos de madera. Aquellos que deberían haber sido derribados y reemplazados hace años, sencillamente han sido parcheados y reparcheados. El único edificio nuevo es el hotel Clearwater.

El objetivo de Thomas Clements no es otro que el de contactar con la tribu local assiniboine, para por fin poder desentrañar el significado de las visiones y sueños que han estado perturbando tanto sus horas de vigilia como sus horas de descanso.

—Odio la nieve, —dice para sí mismo el espía a medida que su vehículo trata de abrirse paso en una noche nevosa, con los limpiaparabrisas luchando contra el inagotable caudal de nieve para permitir la visibilidad a través de las lunas, y con los faros alumbrando no más de medio metro. Las cadenas de las ruedas hacen que cruja la capa de nieve que se ha ido formando encima de un asfalto apenas distinguible; y todo ello bajo una siniestra y gibosa luna llena que se cierne en el cielo cual ojo vigilante.

Thomas llega a ver a lo lejos, en el fondo de aquel valle preñado de cedros que se van tornando en un tono blanco, las luces de la ciudad hacia la cual se dirige. Se trata de un lugar aislado que subsiste gracias a la extracción de cobre, una práctica acaparada por dos compañías mineras que compiten entre sí. Según se había informado el espía, las dos compañías llevaban años recurriendo a enfrentamientos legales y no tan legales para deshacerse la una de la otra. El soborno, los topos y los sabotajes eran las tácticas más habituales.

Una de las empresas que dan vida al valle es la Compañía minera Delaney, instalada en el valle desde los años setenta y fundada por un rico prospector de Quebec. La otra, que data de principios del siglo XX, siempre había sido propiedad de la familia Templeton, así como la ciudad. Esta última, con el nombre Templeton y compañía, nunca ha llegado a contratar mano de obra india del lugar. De no ser por la C.M.D., la población assiniboine hubiese desaparecido.

Thomas ve cada vez más cerca la ciudad, con sus luces indicándole el camino cual pista de aterrizaje. La fuerte nevada no le va a impedir llegar a su destino, y menos con el coche que lleva. Pero con lo que no cuenta es con algo que surge repentinamente de entre el espeso bosque, una figura que se le cruza justo delante y a la que logra ver gracias a los faros, saliendo propulsada ante el impacto a pesar del frenazo.

Thomas sale del vehículo muy alarmado y preocupado para comprobar a qué o a quién ha atropellado En el suelo yace una persona vestida con pieles y una chaqueta vieja, con una capucha cubriéndole la cabeza y una bufanda el rostro. Thomas se agacha y retira un poco la bufanda para ver en qué estado se encuentra el accidentado. Y cuando lo hace, ¡ve al indio de sus visiones! Su mentón y mejillas quemados por la nieve, con sangre saliéndole de debajo de la ropa y tintando de rojo la blanca nieve, y una pierna doblada de modo antinatural. Sus ojos oscuros arden como un fuego que delata su avanzada edad, y un ceño fruncido denota amargura por saber qué significa su muerte.

—Chee ka towanay, —murmura el viejo indio. —¡Chee kanah mo ka towanay! —Y sus ojos se cierran para siempre.
Sconvix
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