III
Tani montaba guardia ante la entrada de la tienda de campaña en la que Adam estaba pasando tanto tiempo y por la que parecía tan interesado. Aburrido, el traficante se puso a otear buscando cualquier movimiento o figura por el valle, especialmente en la pirámide y sus alrededores. En el cielo se estaban congregando unas nubes grisáceas que, aparte de anunciar lluvia, oscurecían aún más aquella sima inhóspita. Fue en un movimiento fugaz de sus ojos almendrados, cuando Tani bajaba la mirada de aquel cielo encapotado, que vio un movimiento furtivo en la cima de la pirámide. Cerciorándose de que el crío con gafitas seguía entretenido en el interior de la tienda admirando con la boca abierta un álbum de fotos, y que el gigantón y aquel negro no estaban pendientes tampoco de él, decidió que aquella era su oportunidad para adelantarse, y debía aprovecharla.
Tani anduvo sigilosamente en dirección a la pirámide, alzando de vez en cuando la mirada por si llegaba a ver a alguien. Ya subiendo los escalones de la cara frontal, se escondió un momento tras una roca grande, sin duda un trozo desprendido de aquella montaña hacía décadas, tal y como atestiguaban las formaciones de musgo en su base que parecían fijarla a la estructura. Sacó su nueve milímetros y se preparó para el asalto. Conforme subía, a sus oídos llegó el sonido de dos voces, murmurando entre ellas. Tani era incapaz de identificar el idioma, pero sí que se dio cuenta del continuo siseo y de que una de ellas era masculina y la otra aparentemente femenina. También pudo distinguir un levísimo quejido, como de alguien en un estado de debilidad bastante alto.
Cuando el grueso oriental pudo asomar por fin su redondo cabezón, vio una especie de altar de piedra que cubría casi toda la superficie de la cúspide. Supuso, automáticamente, que se trataba de un altar porque, a pesar de su tamaño desproporcionado y de su extraña forma, no era plano, sino que tenía un muro bajo desmoronado a cada lado y otro un poco más alto en la parte trasera. Pudo haber sido en su día, pensó el maquiavélico traficante, un altar comunal donde se practicarían orgías durante ciertos ritos religiosos. De todas formas, Tani no disponía de demasiado tiempo para entretenerse en cavilaciones. Sobre el altar descansaba el cuerpo de una mujer de cabellos largos y de color castaño, totalmente desnuda y moviéndose lánguidamente, como drogada o falta de fuerzas. Delante de ella estaban Nils y la tal Amelia, pero para sorpresa del traficante éstos tenían las ropas rasgadas, rotas por todas partes.
Tani se decidió a subir el último escalón y apuntó con su arma a la cabeza de Nils. Quería dejarlo seco de un solo disparo y ya vería qué hacer con las dos hembras. Y así habría ocurrido si no se hubiese quedado momentáneamente paralizado al distinguir en Nils y Amelia dos manifestaciones etéreas de aspecto ofidio y tamaño descomunal. Las dos figuras iban adquiriendo solidez y a cada milésima de segundo que pasaba se hacía más difícil ver a través de ellas. Lo que los ojos de Tani no querían ver, pero que su cerebro sí reconocía por vez primera, eran dos repugnantes y repulsivos reptiles humanoides de algo más de dos metros de altura, con largas colas vibrando nerviosamente, zarpas rematadas por uñas ponzoñosas y curvadas cuales sables, de un enfermizo color negro, y unas lenguas bífidas que no paraban de entrar y salir de sus bocas. Sus pupilas eran verticales, y sus patas recordaban a las de un dinosaurio. Pero sobre todo aquello, lo que mayor pavor provocaba en el hasta entonces impertérrito oriental era el aura de maldad que desprendían las dos criaturas con su cada vez mayor presencia, dejándole paralizado de terror como en aquella ocasión que fue atacado bajo la niebla canadiense.
Los dos seres humanos y las dos criaturas no terrenales parecían estar fundiéndose lentamente a medida que las palabras que susurraban a modo de cántico retumbaban con mayor fuerza en la cabeza de Tani. Fue la serpiente que poseía a Amelia quien giró su largo y gomoso cuello, volviendo la cabeza de largo y húmedo hocico en dirección al intruso. Ese breve instante, esa mínima duda, ese momento de vacilación permitió a Amelia detectar una presencia y, con un gruñido sordo en la boca de la joven cuyas cuerdas vocales no se habían adaptado aún a su nuevo yo y de la figura superpuesta cuya consistencia era insuficiente para proferirlo con la fuerza necesaria para ahuyentar al cazador, se abalanzó de forma alocada contra quien les amenazaba. Tani tuvo que reaccionar disparando seis balas, todas ellas impactando una tras otra en diferentes puntos del cuerpo de aquella mujer que no paraba de correr hacia él a pesar de las heridas. Amelia terminó cayendo fulminada en el suelo a tan solo un par de metros de Tani, totalmente ensangrentada y sin aquella presencia.
La pistola todavía humeaba cuando Tani buscaba con el punto de mira a su otro objetivo. Sin embargo, aquel maldito asesino había huido consciente del peligro. El traficante, envalentonado, estaba dispuesto a buscarlo. Se acercó a la muchacha desnuda que yacía balbuceando sobre el altar, para ver si podía sacarle algo. Cuando la vio, se dio cuenta de que estaba totalmente ida, su piel tenía un tono mortalmente pálido y no hacía otra cosa que menear la cabeza hacia delante y hacia atrás entre balbuceos. Aquella era una imagen lastimosa. Por eso, Tani hundió el cañón de su arma entre los cabellos castaños de la mujer y presionó el gatillo una vez más. Viola Daniels descansaba por fin.
Todo salpicado de sangre, Tani buscó por dónde podría haberse escapado Nils. Se asomó a la cara posterior de la pirámide y allí vio una oquedad enorme, un semicírculo perfectamente horadado de unos cuatro metros de altura, un túnel oscuro que se introducía diagonalmente en la pirámide desde la misma base. En ese momento, el sonido de pasos apresurados llegó desde el otro lado. Eran Lee, Adam y Glen, quienes acudían atraídos por los disparos para quedarse estupefactos al ver el baño de sangre que el chino acababa de dejar.
Adam reconoció inmediatamente a Viola e increpó al arisco traficante por haberla matado sin haber buscado ayuda antes. Tani, por supuesto, no le hizo ningún caso, sino que se limitó a indicar a los demás por dónde creía que se había ido Nils. Lee y Glen se asomaron y vieron la grandiosa entrada, algo inaudito en una pirámide de cualquier cultura antigua. A Adam la costaba centrarse. Ver a aquella pobre muchacha con un agujero de bala en la cabeza lo irritaba profundamente. Si tan solo aquel desgraciado hubiese esperado unos segundos… Pero cuando oyó a su amigo el detective hablar de una entrada en forma de túnel, su asombro y curiosidad fueron mayores que su miedo y su tristeza, y no tardó en unirse al resto en su escrutinio desde las alturas, abriendo y cerrando sus ojos incrédulo por cuanto estaba viendo y viviendo.
Los cuatro bajaron la pirámide, unos más nerviosos que otros, y se detuvieron ante la colosal entrada rodeada de más herramientas del equipo expedicionario y varios troncos talados recientemente. Ninguno se atrevió a dar el primer paso a lo que sabían era el final de una persecución agónica y desconocida, por lo menos hasta que una desafiante voz surgió del negro interior reverberando por las paredes.
—Venid, venid, hijos de la superficie. Venid, pues sois alimento, nada más que eso: a-li-men-to.
Tani puso un nuevo cargador a su pistola, Glen apuntó con el fusil y la linterna, Lee alumbraba y se aseguraba de llevar los cartuchos de dinamita, y Adam temblaba aterrorizado.